Todo lo que el romance nos ofrece: un agasajo con lo mejor de Colchagua
Estoy sentado en la cama de mi casa en Apalta, Viña Montes, en el valle de Colchagua, Chile. Son las cinco de la mañana. Ayer, luego de un largo viaje de aviones, horarios perdidos, adversidad de asientos, mala comida y peor café, llegue desde Nueva York, donde realice en un parque un almuerzo para dos mil personas. Fue un día muy frío, que comenzó a las 5 de la mañana, cuando con una caja de fósforos fui encendiendo uno a uno los fuegos para cocinar. Un ritual que siempre da comienzo a una jornada de humo, romances y sabores. Además de mi equipo de experimentados cocineros patrios había otra treintena de oriundos de esta magnifica ciudad para ayudar. Fueron llegando con puntualidad, provistos de camperas, gorros de lana y atados de cuchillos y herramientas hechos con cuero o lona gruesa. En una mesa aledaña a los fuegos había termos de café y bagels crujientes para ser untados con cream cheese y mermelada.
Ah. la gloria de cocinar afuera debajo de unos robles ancianos mientras la ciudad se va despertando con un viento helado de varios grados bajo cero que llega desde el río Hudson. Siempre es mejor cocinar bajo el cielo y las estrellas que en el hacinamiento de una cocina, por más linda y requintada que sea. Una larguísima línea de centenares de personas hambrientas y expectantes fueron despachadas rápidamente, mientras les servíamos con celeridad una sopa de zapallos muy maduros de Long Island con ajo abundante y vino blanco de las colinas de Garzón,
y unos panes rectangulares de masa madre rellenos con ojos de bife y chimichurri o con una deliciosa mezcla vegana ligeramente subida de tono en picores y tomates quemados al orégano.
De postre, unos bizcochuelos gigantes rellenos con crema pastelera, frutillas y dulce de leche, fueron cayendo uno a uno sobre la plancha para dorarse con manteca y azúcar.
Para terminar con el trajín del despreciable sabor de aviones, al llegar ayer a mi restaurante de Apalta, a las 6 de la tarde, me comí de una vez un lomo veteado con ensalada de palta
Para terminar con el trajín del despreciable sabor de aviones, al llegar ayer a mi restaurante de Apalta, a las 6 de la tarde, me comí de una vez un lomo veteado con ensalada de palta
que en delicias me preparó Luis, junto con una copa de Purple Angel. Planeábamos con directivos y enólogos el almuerzo de hoy para agasajar a treinta masters of wine que nos visitan.
Ellos son, literalmente, princesas y príncipes del vino, soberanos de las más pequeñas expresiones de cada uno, ilustrados conocedores de caldos y alquimias de fermentaciones y estiba. En sus exámenes, antes de recibirse, al probar cada vino en catas a ciegas deben saber de que país, región y añada es y poder hablar con conocimiento de cosas como la mineralidad del suelo y sus expresiones de sabor que llegan a excesos como:" Este vino, luego de ser decantado unas horas antes, revela insinuaciones de cassis, trufas negras, violetas, roble ahumado y vainilla". Y, como si esto no fuera suficiente, agregan: "Además, se sienten algunas notas de pimientos campana acechando al cassis". "Pero bueno -Nick Tosches contesto-, cállate y toma".
Mi gran preocupación para el agasajo era que tuviéramos unas buenas centenas de copas Zalto para servir y degustar los deliciosos vinos de Viña Montes.
Ya cuando la extensa mesa estaba dispuesta, vi las relucientes finas copas extendidas como arraigos de soldados y pasión. Me tranquilicé. Sabía que ellas y sus contenidos, junto con el cordero, las carnes y los pescados harían honores a los distinguidos visitantes, agasajados con lo mejor de Colchagua.
Una vida no alcanza para celebrar todo lo que el romance nos ofrece. Cuidarlo hasta en los mínimos detalles para que vinos y cocina se abracen como amantes de lo posible. Al final, es la simpleza la más bella insinuación de vivir.
F. M.
Mi gran preocupación para el agasajo era que tuviéramos unas buenas centenas de copas Zalto para servir y degustar los deliciosos vinos de Viña Montes.
Ya cuando la extensa mesa estaba dispuesta, vi las relucientes finas copas extendidas como arraigos de soldados y pasión. Me tranquilicé. Sabía que ellas y sus contenidos, junto con el cordero, las carnes y los pescados harían honores a los distinguidos visitantes, agasajados con lo mejor de Colchagua.
Una vida no alcanza para celebrar todo lo que el romance nos ofrece. Cuidarlo hasta en los mínimos detalles para que vinos y cocina se abracen como amantes de lo posible. Al final, es la simpleza la más bella insinuación de vivir.
F. M.
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