martes, 26 de mayo de 2020

HABÍA UNA VEZ...,


Madre Teresa: “Ayudar hace bien al corazón”
Carolina Arenes - Revista Anfibia
CAROLINA ARENES Fragmento de la nota publicada originalmenteel 26 de mayo de 1996.
“La gente que llega para trabajar aquí cree que viene a ayudar a Calcuta, pero es Calcuta la que los ayuda a ellos”.
Sentada en un banco de madera, la espalda algo encorvada y las manos sobre la falda de su sari blanco y azul, la Madre Teresa mira el mundo desde la sabiduría de sus ojos grises, cada vez más escondidos entre los infinitos pliegues de su piel. La conversación, a solas en un pasillo que une la capilla con las oficinas interiores de la Orden, es el epílogo de un acuerdo. Aunque después aceptaría hacer declaraciones, una semana antes le había hecho una contrapropuesta a la periodista: “Siempre he preferido el trabajo a las palabras. Recorre Calcuta con nosotros, observa nuestro trabajo. La obra te hablará en mi nombre”.
–Madre, también voy a necesitar su palabra.
–No hagas de periodista, trabaja con nosotros en Calcuta.
En el 54 A Lower Circular Road, en una de las zonas más densas de Calcuta, una madera escrita a mano y colgada junto a la puerta de entrada dará la información precisa: Mother Teresa; in/out. Mucho más a menudo de lo que podrían hacer suponer sus 85 años, e incluso su salud, el cartel indicará que no está en la ciudad. La Casa de la Madre es un edificio moderno de cuatro pisos, pero ya pasado de época. Suelos de cemento alisado, paredes de revoque; adentro todo es austeridad y los gastos se controlan con precisión obsesiva. Las 400 religiosas que viven aquí –entre aspirantes, novicias y hermanas– no tienen por tesoro personal más que algunos lápices y un cuaderno, no pueden hacer llamadas telefónicas y solo una vez al mes les está permitido enviar una carta.
“¿A ti, entonces, te esperamos para trabajar con nosotros?”, afirma más que pregunta, mientras apoya su mano sobre la frente y mira directo a los ojos. La partida de la Madre Teresa para Bombay para estar presente en la recepción de nuevas aspirantes demora la rutina diaria. Las hermanas están reunidas en el patio inferior y frente a la imagen de la Virgen María le dedican una canción de despedida. Ella las mira sonriente desde el balcón de su pasillo de comando, las bendice y va hacia las escaleras.
En la puerta, volvemos a encontrarnos.
–¿Hablamos a la vuelta?
–Ah, periodistas, periodistas… Tú eres de la Argentina, ¿verdad? Pues allí también tenemos nuestras casas.
–¿Por qué decidió abrirlas en nuestro país?
–Porque nos piden, porque hay necesidad. Donde hay sufrimiento tratamos de llevar nuestro consuelo.
Las hermanas que la acompañarán hasta el aeropuerto le piden que se apure. De una caja que hay en la capilla saca un rosario y lo deja en mis manos: “Vas a recorrer nuestros centros. Para enfrentarse al sufrimiento es necesario recuperar la fe”, dice antes de irse, como una adivina de tormentas interiores.
La cita es en el patio de entrada a las 6.45, después de la misa. Mucha gente se arremolina alrededor de una mesa en la oficina de voluntarios. Indios, chinos, japoneses, europeos, canadienses, chilenos, argentinos: los voluntarios son una fauna variada y difícil de clasificar. A las 8, todos –voluntarios, hermanas y novicias– partimos hacia los distintos centros de ayuda. El lado oscuro de Calcuta llegará sin anestesia. La Casa del Corazón Puro (Nirmal Hriday) o también Casa Mortuoria es un centro para la atención de indigentes y moribundos. A veces llegan arrastrándose por sus propios medios, pero no es lo más frecuente; casi todos son levantados de las calles por las mismas hermanas o por voluntarios que se dedican al rastrillaje de las peores zonas de Calcuta. Otras veces no vienen de las calles, sino del rechazo sistemático de los hospitales.
Kalighat, el lugar donde está la Casa Mortuoria, es el corazón del hacinamiento. Las calles son angostas y las tiendas se apropian del poco espacio libre. Hay de todo, como en botica. Musulmanes con sus turbantes, sikhs de barbas increíblemente largas, yoguis con el distintivo rojo de sus castas pintados sobre sus frentes, mendigos durmiendo a un lado del asfalto, familias enteras bañándose en las veredas, vendedores, turistas, profestas de la nada.
El humo grisáceo de las piras funerarias, la mezcla del incienso con el olor indescriptible de la muerte, no parecen alterar a nadie. A la entrada de la Casa Mortuoria, el centro preferido de la Madre Teresa, hay una zona de recepción en la que se llevan todos los registros de los internos. “Nayantara (28), musulmana, sexo femenino; tuberculosis, llagas infectadas; alrededor de Howrah”; “sin nombre (52), sexo masculino; gangrena en la pierna izquierda; Kalighat”.
Se escribe con lápiz, para economizar papel; a medida que van muriendo se los borra y se vuelve a escribir en el mismo lugar.
La hermana Dolores, directora del centro, nos sorprende con un español casi perfecto. Fue ella quien, en 1965, inauguró la primera Casa de la Madre en América Latina, más precisamente en Venezuela, donde vivió casi 20 años.
De nuevo en inglés, el idioma oficial de la Orden, la hermana Dolores nos reúne antes de empezar a trabajar. Aunque a nadie, ni a los voluntarios ni a enfermos, se le exige compartir la religión, ella nos presta sus herramientas: “No se sientan mal si al principio es difícil; también para nosotras, que venimos todos los días, es doloroso, pero la oración nos da fuerza. Sin ella, nos sería imposible vivir”.
Nos alcanza guantes de goma –la tuberculosis, el sida y la hepatitis B son enfermedades recurrentes–, nos pone delantales y nos organiza según las necesidades del día y según la capacidad de resistencia personal. Decido acercarme al fogón en donde las novicias ya están lavando ropa del día anterior. Desde el lavadero, donde las hermanas y algunos ayudantes hacen hervir las mudas recién cambiadas, se escuchan los lamentos de una mujer a la que traen de la calle. Alguien la cura. Nosotros seguimos con la ropa. Ayudo a revolver agua jabonosoa y caliente de dos enormes ollas de hierro, otro grupo enjuaga y retuerce las telas, otros suben al techo para ponerlas a secar al sol. Una novicia alza a una de las enfermas para bañarla, pero el montón de huesos a que quedó reducido su cuerpo se resiste al traslado. Me piden que ayude. Cuando el agua tibia recorre su piel desde la cabeza rapada, Subhasini, así se llama, se dejará pasar la esponja mansamente. “Thank you, sister, thank you”, seguirá repitiendo después de unos minutos, cuando ya la hayamos dejado otra ve en su litera.
“Las primeras semanas son las más difíciles –dice Monserrat, una argentina que llegó hace siete meses pensando no quedarse más de dos–, pero cuando te aflojás y no estás todo el tiempo tratando de reducir a tus parámetros occidentales todo lo que ves, la cosa cambia. No tienen para comer, viven en la calle, se mueren de mil enfermedades, pero la calidez, la solidaridad y la alegría que hay entre ellos no las encontrás en Occidente; yo prefiero a Calcuta antes que el vacío del Primer Mundo”.
El efecto no es el mismo para todos. Aira, una canadiense de 35 años que llegó hace pocos días, confiesa sus ganas de tomarse el primer avión de vuelta: “Yo no puedo recuperar aquí ninguna fe perdida. ¿Qué Dios podría permitir tanto dolor? Y que no me digan que ellos sufren menos porque son más espirituales que nosotros. Eso es un estereotipo de la mirada occidental: un hijo muerto es un hijo muerto en cualquier parte del mundo”.
La Madre Teresa confía: “Calcuta deja una marca a través de la cual Dios nos habla, no importa cuánto tiempo nos lleve descubrirlo”.
En la sala, 110 camillas sostienen los despojos de lo que alguna vez habrían sido hombres y mujeres. Algunos lloran o tosen hasta ahogarse, otros parecen ausentes. La mayor parte de ellos, a quienes hoy bañaremos, curaremos las heridas y daremos de comer, ya no estará aquí el mes que viene.
Ruby, una india agotada por el hambre y la tuberculosis, pide un poco de agua. Parece un mono, sentada en cuclillas sobre el colchón. Ya la bañamos, comió, tiene su cama limpia. Si me alejo dos metros de su litera se pone a hablar cada vez más fuerte y golpea con su mano el lugar que acabo de abandonar. Solo habla hindi, no comprende el inglés, pero se quedará como un chico, acurrucada mientras le acaricio la cabeza. Pregunto su edad. Alguien me dice que aún no tiene 18 y que es probable que no los llegue a cumplir. Me pasa el brazo sobre el hombro, apoya su frente sobre la mía, sonríe. ¿Por qué todo el mundo sonríe en esta ciudad? “Es como intentar hacer un agujero en el agua”. La frase del médico de La ciudad de la alegría, el libro de Dominique Lapierre, pelea por instalarse en mi cabeza: no hay asistencia que pueda poner fin a tanta injusticia.
Por el pasillo central que divide en dos las filas de catres, un grupo de novicias se lleva un cuerpo cubierto por una tela blanca. Las demás miran pasar al grupo con sus ojos enormemente negros y después siguen comiendo o se quedan quietas con la mirada dispersa. Sin inmutarse, verán pasar otro cuerpo que será llevado al crematorio del río Hoogly: la muerte es aceptada aquí con pasmosa tranquilidad. La misión de este centro es ayudarlos a morir: “Les damos lo que piden según su fe –nos dice la hermana Dolores–; nadie ha muerto aquí sin ser tratado amorosamente, con dignidad”.
Esa aceptación es el blanco de algunas de las críticas que se disparan contra la Orden, con el argumento de que si estuvieran en manos de profesionales muchos podrían salvarse. La hermana Dolores nos señala una lista: son los pacientes que llegan a Kalighat después de haber sido rechazados de los hospitales públicos. “Los hospitales dejan en la calle a las personas”, nos dice.
Víctor, un español que además de trabajar con las hermanas integra un equipo de voluntarios independientes, destapa un anecdotario de casos de abandono. Al salir de Kalighat vamos caminando hasta la Casa de la Madre. Cuadra por cuadra nos va señalando bultos desparramados. Se agacha junto a uno, me pide que me acerque. De la pierna del hombre sale una canícula que termina en una pequeña bolsa de plástico. El drenaje no tiene buen color. “Es Reman –me dice–. Tenía esa herida llena de gusanos y una fiebre que volaba, pero para que lo internaran tuvimos que armar un escándalo en el hospital y llegar casi a las trompadas. Igual, ya lo ves, acá está: todavía tiene fiebre y ya lo mandaron a la calle”.
Aunque la Madre Teresa ya es Santa Teresa en el corazón de la gente –en la India solo el Dalai Lama es considerado más puro, pero él, dicen, es un Dios–, no son pocos los cuestionamientos que recibe su organización. Aunque no es su culpa, hiere susceptibilidades la enorme trascendencia de su figura internacional. “Parece que fuera la única persona que se preocupa por los pobres y que los occidentales fueran los únicos sensibles de este mundo –nos dice Diptosh Mazmudar, redactor en jefe del diario The
Telegraph– cuando, en realidad, está lleno de organizaciones asiáticas también, además de las europeas. Hay miles de madres Teresa en Calcuta”.
El punto no es solo una cuestión de vanidades heridas. Desde que la Madre recibió el Premio Nobel de la Paz, las donaciones para su Orden se han multiplicado millonariamente, mientras las otras organizaciones realizan malabares para continuar. Hace pocos meses, el diario británico The Guardian y el indio
Asian Age sugirieron que fondos de la mafia y el narcotráfico eran desviados hacia Calcuta. Un incidente denunciado en los Estados Unidos también logró hacer olas: un donante anónimo habría destinado a las Misioneras de la Caridad una suma altamente millonaria que, después se dijo, había obtenido por medio de una estafa al sistema bancario.
La Madre no hace aclaraciones. Es la hermana Joe, una de sus asistentes más cercanas, la que recoge el guante: “Lo que ella hubiera dicho –dice la hermana Joe, que siempre comenzará con esa fórmula (What Mother would say) para contestar en su nombre– es que no podemos ofender a quienes nos ofrecen su ayuda, casi siempre gente humilde”.
–Hermana, la sospecha no es sobre los pequeños contribuyentes.
–Lo que la Madre hubiera dicho es que el 95 por ciento de lo que llega es irreprochable.
–¿Y el otro 5 por ciento?
–Confiamos en Dios; él nos protege sin descanso.
Para los escépticos, la cuestión de la fe, o del exceso de fe, dirían, no deja de ser un problema. “Si hablás con las hermanas, pareciera que hay que agradecerle a Dios que exista la miseria, porque eso sirve como medio para un fin: a las hermanas, como camino para llegar al cielo; a los voluntarios, como laboratorio de experiencias”, cuestiona Becash, médico indio que lidera una organización de profesionales de la salud, con clínicas ambulantes en las peores zonas de la ciudad.
Durante una semana recorremos el circuito de la Madre Teresa, en Calcuta. Shishu Bavan, el hogar para niños abandonados y débiles mentales que funciona también como centro de adopción; Pren Dam, una casa que alberga a 400 enfermos mentales y en donde funciona, además, una escuela para niños; Nirmal Kennedy Center (Dum Dum), para mujeres abandonadas y con trastornos cerebrales; las escuelas. Salvo diferencias específicas, la escena es la misma en cada lugar.
El fin de nuestro recorrido por las casas de las Misioneras de la Caridad coincidirá con el regreso de la Madre Teresa desde Bombay. En su centro de operaciones, otra vez volvemos a hablar brevemente.
–¿Por qué tantos voluntarios occidentales se quedan aquí, Madre?
–Porque les hace bien –dice con su voz apagada y con palabras que, aunque esté hablando para un diario, siempre tendrán más el tono del sermón que el de las declaraciones periodísticas–. Muchos de ellos vienen para ayudar, pero cuando se van lo hacen tan agradecidos…
–¿Qué es lo que agradecen?
–Ayudar a los demás hace bien al propio corazón; Dios nos habla en esos actos. Muchos hermanos que llegan del mundo rico sufren de soledad; tienen todo, pero se sienten insatisfechos. Vienen pensando en la pobreza de Calcuta y acá se dan cuenta de que aquí no se sufre ni el vacío ni la indiferencia que padecen en Occidente.
–¿Eso les hace bien?
–Ayudar hace bien, que alguien nos mire a los ojos para decir gracias hace bien. Convivir con quienes no tienen nada y sin embargo sonríen y nos ofrecen su amor, todo eso son preguntas para nuestro corazón.
–¿Le preocupa Occidente?
–La pobreza de los países ricos está en el alma: ellos tienen carencias afectivas y sufren mucho. Por eso llevamos nuestras casas a Nueva York, Londres, Berlín, porque hay soledad, vacío. Acá no se vive ese dolor… ¿Has estado en Kalighat?
–Sí.
–¿Y en Titagarh, la leprosería de los hermanos?
–No todavía.
–Sufren, pero siempre los verás sonreír.

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