Sabores y sonidos mágicos de Montevideo
Bajando por la calle Ciudadela, desde la Plaza Independencia hacia el mar, existió en Montevideo un corredor gastronómico, etílico y musical. Un pasadizo mágico. No fue hace tanto.
Apenas unos tres lustros. Pensé en esas calles, porque esta semana se me terminó la botella de Uvita, la bebida característica del Baar (sí, así, con doble A, guiño tanguero para un reducto ídem) Fun Fun, de cuya fundación se cumplirán 125 años el próximo diciembre. La había traído de mi última excursión montevideana, a mediados del año pasado. La Uvita es una mezcla de vino garnacha con oporto, a la que le agregan cierta dosis de azúcar. Ese licoroso sabor de la tradición es el mismo que probó, dicen, Carlos Gardel acodado en la barra, mientras cantaba unos tangos, en 1933. Yo lo conocí, en un amoroso ritual de iniciación, siete décadas después que el Zorzal criollo, y quedé igualmente fascinado, aunque no canté.
Del Fun Fun, me quedo con una noche de 2009. Hugo Fattoruso había tocado en el teatro Solís, y después del concierto, el bajista y cantante Urbano Moraes, en trío, con Osvaldo Fattoruso en batería y Gustavo Montemurro en teclas, proponía un recorrido en forma de power jazz trío por clásicos de la música popular uruguaya (Opa, Mateo, Rada).
Del Fun Fun, me quedo con una noche de 2009. Hugo Fattoruso había tocado en el teatro Solís, y después del concierto, el bajista y cantante Urbano Moraes, en trío, con Osvaldo Fattoruso en batería y Gustavo Montemurro en teclas, proponía un recorrido en forma de power jazz trío por clásicos de la música popular uruguaya (Opa, Mateo, Rada).
Ese concierto de Hugo en el coliseo mayor del Uruguay era la celebración del flamante título de Ciudadano Ilustre de Montevideo. Y Hugo, con la humildad de los grandes, se subió al pequeño escenario de Fun Fun, para tocar con su hijo, el “Ciruelo”, al bajo y con su hermano Osvaldo en los parches. “El groove rioplatense hace vibrar la escala de Richter”, escribí en una crónica para la revista Rolling Stone. El Mono Fontana, tecladista histórico de Luis Alberto Spinetta, había cruzado el charco para escuchar al Fatto y se sumó a esa zapada inolvidable.
Antes, habíamos pasado por La Ronda, por la misma calle Ciudadela, casi llegando a la rambla Sur, a recargar fuerzas con un típico masticable, una especie de burrito pero con un sabor que sólo aquellos que lo hayan probado sabrán de qué se trata. Detrás de la barra, Felipe Reyes musicalizaba la velada con vinilos de Iggy Pop o de Lou Reed.
La Ronda fue el bar que, a partir de 2001 y por más de una década, se convirtió en el epicentro de la cultura joven montevideana. Una noche cualquiera, se podían cruzar allí Fernando Cabrera con el Enano Teysera, de La Vela Puerca; Jorge Drexler y la crew de Bajofondo (Juan Campodónico, Luciano Supervielle) con Samantha Navarro y Ana Prada, o con los cineastas Juan Pablo Rebella y Pablo Stoll. En la esquina, guardián de la tradición, el Santa Catalina era otra opción amable para una cerveza, una pizza o el sabor de unos canelones caseros a los que supo recurrir, sin custodia, el Pepe Mujica durante los años de su presidencia.
Pero si hablamos de pizza, un poco más arriba, estaba (está) El Tasende. Célebre por su pizza “al tacho”, sin salsa de tomate, sólo con una variedad de quesos, y por la escultura de Don Quijote de la Mancha realizada por la artista plástica Adela Neffa con tuercas, tornillos y otros elementos metálicos, que oficiaba de rígido anfitrión.
Eran apenas cuatro o cinco cuadras, que todavía son, pero ya no lo que fueron. En esos años, los domingos a la noche, se abría un portón mágico en La Estada, una parrillada que tenía un salón anexo con un escenario y algunas mesas. El mencionado Urbano Moraes, legendario bajista y parceiro de Eduardo Mateo y Rubén Rada en El Kinto (el grupo que fundó el candombe-beat a mediados de los 60), lideraba allí a La Celeste, una banda con nombre (y estatus) de selección. La formación se completaba con el tecladista Gustavo Montemurro, el guitarrista Nicolás Ibarburu y su hermano, Martín Ibarburu, en batería. Pero como había una dinámica de jam-session, en no pocas ocasiones se alternaban en los parches dos leyendas: el gran Osvaldo Fattoruso y Roberto Galletti,
La Ronda fue el bar que, a partir de 2001 y por más de una década, se convirtió en el epicentro de la cultura joven miembro de Tótem. Por un show así, en Nueva York podrían cobrar treinta o cuarenta dólares de entrada. Pero como estábamos en Montevideo, apenas te sugerían que tomaras una cerveza.
El repertorio incluía piezas no demasiado transitadas de artistas mayúsculos de la Banda Oriental, como Mandrake Wolf (“Constelación de bares (Pocitos)”), Rubén Rada (“La yapla mata”), Jorge Drexler (“Aparecida”), Fernando Cabrera (“La casa de al lado”), el Príncipe Pena (“Angel de la ciudad”), Opa (“Corre niña”) y Eduardo Mateo (“Nombre de bienes”), entre otros.
La impronta jazzística hacía que la interpretación de cada noche fuera diferente. Era un espacio donde circulaban muchos músicos. Alguna vez para celebrar el cumpleaños de “Manzana” Montemurro, el padre del tecladista que manejaba el camión de Agarrate Catalina, llegaron después de la gira por los tablados en una noche de febrero y acoplaron sus voces con La Celeste.
Por esos años, yo estaba enamorado de una montevideana que sería, unos años después, la madre de mi hija Lulú. Cruzaba el charco cada dos semanas para verla. Ir a escuchar a La Celeste era un ritual amoroso, que le imprimía una energía mágica a las saudades de la inminente despedida.
H. I.
Antes, habíamos pasado por La Ronda, por la misma calle Ciudadela, casi llegando a la rambla Sur, a recargar fuerzas con un típico masticable, una especie de burrito pero con un sabor que sólo aquellos que lo hayan probado sabrán de qué se trata. Detrás de la barra, Felipe Reyes musicalizaba la velada con vinilos de Iggy Pop o de Lou Reed.
La Ronda fue el bar que, a partir de 2001 y por más de una década, se convirtió en el epicentro de la cultura joven montevideana. Una noche cualquiera, se podían cruzar allí Fernando Cabrera con el Enano Teysera, de La Vela Puerca; Jorge Drexler y la crew de Bajofondo (Juan Campodónico, Luciano Supervielle) con Samantha Navarro y Ana Prada, o con los cineastas Juan Pablo Rebella y Pablo Stoll. En la esquina, guardián de la tradición, el Santa Catalina era otra opción amable para una cerveza, una pizza o el sabor de unos canelones caseros a los que supo recurrir, sin custodia, el Pepe Mujica durante los años de su presidencia.
Pero si hablamos de pizza, un poco más arriba, estaba (está) El Tasende. Célebre por su pizza “al tacho”, sin salsa de tomate, sólo con una variedad de quesos, y por la escultura de Don Quijote de la Mancha realizada por la artista plástica Adela Neffa con tuercas, tornillos y otros elementos metálicos, que oficiaba de rígido anfitrión.
Eran apenas cuatro o cinco cuadras, que todavía son, pero ya no lo que fueron. En esos años, los domingos a la noche, se abría un portón mágico en La Estada, una parrillada que tenía un salón anexo con un escenario y algunas mesas. El mencionado Urbano Moraes, legendario bajista y parceiro de Eduardo Mateo y Rubén Rada en El Kinto (el grupo que fundó el candombe-beat a mediados de los 60), lideraba allí a La Celeste, una banda con nombre (y estatus) de selección. La formación se completaba con el tecladista Gustavo Montemurro, el guitarrista Nicolás Ibarburu y su hermano, Martín Ibarburu, en batería. Pero como había una dinámica de jam-session, en no pocas ocasiones se alternaban en los parches dos leyendas: el gran Osvaldo Fattoruso y Roberto Galletti,
La Ronda fue el bar que, a partir de 2001 y por más de una década, se convirtió en el epicentro de la cultura joven miembro de Tótem. Por un show así, en Nueva York podrían cobrar treinta o cuarenta dólares de entrada. Pero como estábamos en Montevideo, apenas te sugerían que tomaras una cerveza.
El repertorio incluía piezas no demasiado transitadas de artistas mayúsculos de la Banda Oriental, como Mandrake Wolf (“Constelación de bares (Pocitos)”), Rubén Rada (“La yapla mata”), Jorge Drexler (“Aparecida”), Fernando Cabrera (“La casa de al lado”), el Príncipe Pena (“Angel de la ciudad”), Opa (“Corre niña”) y Eduardo Mateo (“Nombre de bienes”), entre otros.
La impronta jazzística hacía que la interpretación de cada noche fuera diferente. Era un espacio donde circulaban muchos músicos. Alguna vez para celebrar el cumpleaños de “Manzana” Montemurro, el padre del tecladista que manejaba el camión de Agarrate Catalina, llegaron después de la gira por los tablados en una noche de febrero y acoplaron sus voces con La Celeste.
Por esos años, yo estaba enamorado de una montevideana que sería, unos años después, la madre de mi hija Lulú. Cruzaba el charco cada dos semanas para verla. Ir a escuchar a La Celeste era un ritual amoroso, que le imprimía una energía mágica a las saudades de la inminente despedida.
H. I.
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