Hijos y nietos de los pioneros. Herederos del bodegón: el desafío de mantener una tradición intacta
A sus 30, Milagros Carro lleva adelante Miramar, un bodegón emblemático que se fundó hace más de 70 años
La generación sub-35 que hoy está al frente de clásicos del paladar porteño como Miramar, Yiyo El Zeneize, Copetín Fiat o el Centro Montañés
Rodolfo Reich
Martina comparte mesa con tres amigas en Yiyo El Zeneize, ese almacén devenido restaurante que el año pasado festejó sus primeros cien años de vida. En medio de una escenografía de otro tiempo, entre frascos de conserva, damajuanas de vino tinto, cortadora de fiambre y miles de objetos recuperados de la historia, ellas comparten una tortilla de papas con pimientos ahumados y una salchicha parrillera por encima, mientras beben el vermú de la casa. “El lugar es un viaje en el tiempo. Es como un museo, como los lugares donde comía de chica, pero con mucha onda”, afirma. Es que Yiyo El Zeneize es parte de esos restaurantes y bodegones que en los últimos años se muestran revitalizados, manejados por una nueva generación de gastronómicos que se toma la tradición en serio. Hijos, nietos y sobrinos de aquellos pioneros que con esfuerzo abrieron las puertas de estos lugares hace varias décadas y que hoy descansan tranquilos, sabiendo que las riendas siguen en buenas manos.
Los bodegones parecen eternos, nacidos para sobrevivir por siempre: muchos llevan 50 o más años dando de comer a comensales mezclados, amigos y familias que comparten una milanesa a la napolitana, unas pastas caseras, un arroz con mariscos. Con porciones generosas y precios razonables lograron arraigarse en los estómagos y corazones de miles de argentinos. En su mayoría fueron creados por inmigrantes que trajeron condimentos y recetas en las gastadas valijas de cuero, y que en tierras porteñas construyeron nuevos caminos y sabores. Pero como bien advierte el cantante de rock brasileño Cazuza en su famosa canción, el tiempo no para, y esto se verifica incluso en los bodegones, confiterías y cantinas: durante la pandemia, pero también desde antes, muchos están cerrando sus puertas, atrapados en la nostalgia de épocas mejores y con dueños sin fuerzas de seguir luchando por la economía del día a día. La lista de cierres en los últimos cinco años incluye nombres emblemáticos como El rey del vino, El Trapiche, Oviedo (el de Palermo), La Flor de Barracas, Mamma Rosa, La Ibérica, El Obrero, Pippo, Algunos pocos reabrieron con otros dueños, pero hay otro camino posible y menos traumático, con una renovación honesta y respetuosa apoyada en una nueva generación de gastronómicos.
Una historia familiar
El final de muchos bodegones se da cuando el dueño fallece y nadie sabe o quiere continuarlo. Pasó en su momento con Los Galgos, también con La Giralda, dos ejemplos que por suerte fueron reabiertos por nuevos socios. La tensión entre mantener las tradiciones y modernizarse está siempre presente, marcando un equilibrio que cada restaurante intenta resolver a su modo. “Para estar en la escena, hay que estar todo el tiempo innovando”, cuenta Danilo Wortolec, un joven de apenas 26 años con sus uñas pintadas que está al frente de Yiyo El Zeneize. “Toda mi vida me transmitieron el valor de las historias que pasaban en estas paredes. Cuando falleció mi abuelo, sentí que todo eso no se podía perder. Tuve la suerte de encontrar a los socios perfectos, Maxi Luque y Cristian Díaz, junto con mi tío Omar que sigue a cargo de los encurtidos”.
Desde su reapertura en pandemia, Yiyo trascendió fronteras, ganando nuevos clientes y recuperando a los de siempre. “La premisa básica era mantener la damajuana, la botella de vino económica, los encurtidos al mismo precio de siempre. No queríamos perder a los vecinos; este lugar es parte del barrio, es parte de su vida. Hoy ellos son un 20% de nuestros clientes, nos conocemos de siempre, a muchos les fío, los invitó un vermú. Y todos nos transmiten buena onda”, continúa Danilo. Mientras, con sus socios a piensan en un futuro más grande para la marca Yiyo, rearmando la fábrica de vermú propio junto con otra de encurtidos.
Otro lugar histórico de Caseros que en pandemia comenzó a reescribir su camino es Copetín Fiat. “Todo esto lo comenzó el tío de mi viejo, don Francisco, aprovechando la cercanía con la fábrica de la automotriz Fiat. Acá venían los obreros a comprar pan y fiambres para armarse un sandwichito al mediodía. De a poco el almacén fue creciendo, ofreciendo algunas comidas listas; luego creció con un barcito acá, en esta esquina, que abrió en 1965 como copetín al paso, así dice la habilitación”, cuenta Gregorio Papaianni, que hoy está a cargo del lugar. “Lo continuó mi tío, después se sumó papá cuando apenas tenía 18 o 19 años. Había sándwiches de milanesa, algunas minutas, mi vieja empezó a meter mano con repostería. De ahí viene la torta de ricota que hoy sigue siendo famosa”, dice.
La fábrica de Fiat pasó a ser Sevel, luego Peugeot; la clientela de Copetín Fiat precisaba comer bien y rápido en el corto tiempo del almuerzo, y así los platos comenzaron a ofrecerse ya exhibidos en el mostrador, un fast food a la criolla dice Gregorio. Él mismo pasó allí buena parte de la infancia; de adolescente comenzó a ayudar, secando platos, baldeando los patios o en el despacho. “Estudié abogacía, pero nunca ejercí. Luego fui a una escuela de cocina. Mi vieja era bien de las comidas caseras, ella aprendió dándole de comer a sus hermanos, haciéndose cargo de la casa. Así se fue armando todo esto, con canelones caseros, un pollo fuera de carta, unas tartas”.
Así, Copetín Fiat se convirtió en lugar de culto, que atrae clientes desde localidades lejanas para almorzar sus canéles (con receta de la mujer de Gregorio), la torta vasca, los arancini, el sándwich de bondiola braseada con especias en pan de papa. “Es muy loco lo que pasó, nos conocen por Instagram y vienen de todos lados. Tenemos platos nuevos y mantenemos otros que nos definen. Incluso rescaté de las cenizas el sándwich de jamón crudo, dulce de batata y queso, que hacía mi papá a pedido de clientes especiales. Uno siempre suma su propia impronta, sino te aburrís. Y si no tenés alguien nuevo que venga y aporte lo suyo, el lugar se momifica, se queda quieto y termina cerrando o siendo comprado por alguien”.
Para cualquier pyme, el paso de generación a generación es un momento clave y difícil, donde se juega su futuro. En los bodegones, con su estricta impronta familiar, esto se magnifica. Varios lo sortean con éxito: lugares emblemáticos como Manolo en San Telmo, El Amanecer en Berazategui, Acuña Bar en Almagro o Montañeses en Colegiales son grandes ejemplos. “La concesión la arrancaron mi papá y mi tío en 1992″, explica Guido Calandra, quien junto a su hermano Stephan está a cargo de Montañeses, con su cocina de guiños españoles. Este lugar está dentro del Centro Montañés, club creado por la comunidad cantábrica en los albores del siglo XX. Hoy, más allá de mantener como socias a algunas de esas familias pioneras, devino en un club barrial, con actividades deportivas abiertas a toda la comunidad. Lo mismo sucedió con Montañeses, que pasó de ser un bufet de club a convertirse en uno de los restaurantes más elegidos de la zona. “Con mi hermano veníamos acá desde chicos, a dar una mano en fechas especiales, atendiendo mesas, limpiando, conociendo los distintos puestos de trabajo”, describe Guido. Hace cinco años decidieron tomar la posta. “El restaurante funcionaba, pero tenía potencial para mucho más. Así nos metimos al 100%”.
Hay cosas que no cambian en Montañeses: la materia prima de calidad, las porciones abundantes. Y el espacio relajado, donde nadie te apura para dejar la mesa. “Para nosotros eso es un bodegón”, dice Guido. Luego, se permitieron meter mano en la renovación arquitectónica, el cambio de las mesas, en algunos platos nuevos. “No usamos más manteles, ampliamos la carta de vinos con más de 100 etiquetas, sumamos platos como el salpicón de pulpo con plátano y palta, de toques más latinoamericanos. Nuestro público es muy variado, estamos a pocas cuadras de Palermo y debemos pensar qué come hoy el porteño”. Los clásicos siguen ahí, inamovibles, con best sellers como la tortilla española con chorizo colorado, las rabas fritas y la paella de mariscos. De los nuevos, gustan mucho el flan de leche condensada, coco y naranja; y los langostinos envueltos en panceta sobre portobellos con salsa agridulce. “Algunos se enojan, no quieren cambios, pero la gran mayoría está feliz de ver que el lugar sigue vivo. Hicimos lo justo y necesario, manteniendo el equilibrio entre la tradición y lo contemporáneo. Un lugar donde puedan convivir varias generaciones de clientes”.
La esquina es emblemática: primero fue fábrica de sombreros, luego rotisería y finalmente restaurante. Es Miramar, fundado hace más de 70 años por la familia Ramos. En este caso, hubo cambio de dueños: en 2013 lo tomó otra familia que conoce de bodegones, los mismos del no menos icónico Café Margot. Y ahí, de a poco, comenzó a hacerse cargo Milagros Carro, que hoy con apenas 30 años muestra cómo una generación joven puede cargarse la tradición al hombro con tanto respeto como pasión. “En esa transición Miramar no cerró ni un día. En todos estos años tuvo solo dos jefes de cocina: Ramón Álvarez, que después de 35 años se jubiló; y sigue hoy el que fue su aprendiz, Richard Llanos. Esta permanencia habla bien del lugar”, afirma Milagros.
En Miramar se comen platos que ya no existen en otros lados, patrimonio cultural en extinción: el rabo de toro, las ranas a la provenzal, la cazuela de caracoles, el pulpo, los mejillones, las gambas al ajillo, las sardinas de Vigo asadas, el jabalí. “Muchos estaban en la carta, pero cuando venías no los tenían. Hoy intentamos que la oferta esté completa, sumando además cosas como croquetas de jamón crudo y de bacalao, también pastas caseras. Hacemos grandes reformas, pero con mucho respeto por la identidad del lugar. Las sillas son todas nuevas, aunque parezcan antiguas. Estamos mejorando los baños, sumamos aire acondicionado. La prioridad, siempre, es mantener la esencia”.
Milagros es, junto a su primo de 19 años, también responsable de El Octavo, un nuevo restaurante nacido en Palermo en plena pandemia, una suerte de hijito de Miramar que toma muchos de sus principios ideológicos en una versión contemporánea, con vermú, cerveza propia y platitos que reversionan clásicos (con croquetas, con tortilla, con empanada de rabo de toro, con pincho de pulpo español). Mientras, Miramar mantiene las porciones de siempre, la filosofía intacta. “Acá somos una familia, con los cocineros, con los mozos. Son vínculos que van más allá de lo comercial. Un 70% de los clientes son los de siempre, sus hijos y nietos. El otro 30% nos está conociendo: es que en pandemia abrimos redes sociales y nos sumamos a las aplicaciones de delivery, algo que Miramar nunca había hecho”.
Para Milagros, Danilo, Gregorio, Guido, Stephan y tantos más, la norma es el respeto a la historia de cada lugar, a sus clientes de siempre, a mantener una tradición sin por eso convertir al restaurante en una postal inmóvil. Cada uno con su impronta. Son los herederos del bodegón, escribiendo su futuro en el cuaderno del pasado.
El miedo a chocar “la Ferrari” del abuelo
Por Matías Pierrad, socio fundador del blog antigourmet.com.ar
Por varios motivos no es muy común que una persona sub-35 se ponga al hombro un bodegón. Y uno de ellos, más que entendible, es que hacerlo significa hacerse cargo de “mantener”. Mantener todo: el lugar, el servicio, los proveedores, la calidad, los comensales, las recetas. Mantener su historia. ¿Cuántas personas de 30 años tienen hoy claro lo que quieren para su futuro? ¿Cuántas se imaginan manteniendo esa misma idea por el resto de sus días? La respuesta es: muy pocas. En el año 2022, en el contexto en el que vivimos, imaginarse toda la vida haciendo lo mismo es complicado. Son épocas donde pareciera que hay que vivir experiencias inmersivas, trabajar como nómade digital, convertirse en influencer no-importa-de-qué, monetizar online con un videojuego o minar criptomonedas. Son épocas donde el morfi es un objeto sin historia. ¿A quién se le cruza por la cabeza jugarse un pleno manteniendo un bodegón?
Los bodegones son instituciones cimentadas en la figura de sus dueños y dueñas. Personas carismáticas, generosas y divertidas. Los dueños y dueñas de bodegones laburan todos los días para mantener el bello monstruo que han creado. Siempre están en el local. Escuchan al comensal. Resuelven los infinitos problemas que depara el servicio. Con lluvia, con nieve o en medio de una invasión zombi: el dueño de un bodegón siempre estará en su boliche. Para colmo, el bodegón no solo sirve comida. Es un refugio. Una zona de creatividad. Un lugar de socialización. Un territorio para cultivar la amistad.
Como se puede ver, hay que tener muchas ganas de mantener un bodegón. Y si el negocio es famoso, de esos cuyos nombres todos conocemos, también hay que lidiar con el miedo de no chocar “la Ferrari” del abuelo. Al parecer, la herencia lleva consigo una carga pesada. Pero, en realidad, ¿es tan pesada? ¿Por qué no tomar la oportunidad como una instancia para progresar?
No hace falta repetir la historia. De hecho, siempre es mucho más divertido si se escribe una nueva. Por supuesto que el universo y la mitobodegonería heredada ya existen. Pero buscar que el brillo de antaño siga fulgurando por siempre es imposible. Así que nada le impide a la nueva generación agregar su propio quiquirimichi a la receta y ver qué ocurre. Tal vez, la solución no sea mantener al bodegón congelado en el tiempo, sino moverlo hacia un futuro donde este tipo de gastronomía nos represente como argentinos en todo el mundo.
Ojalá que más herederos y herederas tengan ganas de poner en movimiento a sus bodegones. Porque, como dice el poeta uruguayo Jorge Drexler, “lo mismo que las canciones, los pájaros, los alfabetos (y, agrego yo, los bodegones); si quieres que algo se muera, déjalo quieto.”
http://indecquetrabajaiii.blogspot.com.ar/. INDECQUETRABAJA
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