domingo, 6 de marzo de 2022

LOS DISFRACES DIARIOS DEL PRESIDENTE


Un trajinado Zelig de las pampas
Héctor M. Guyot
Sergio Massa, Alberto Fernández y Cristina Kirchner durante la Asamblea Legislativa
El Presidente alcanzó su pico. Hay que atreverse a pontificar sobre la desigualdad y la voracidad del capitalismo bajo el dudoso amparo de quien está acusada de haber robado dinero público que debió haber sido de los pobres. 
A indignarse con ínfulas revolucionarias por “la indecencia de los poderosos” desde una mesa que acaso era el ejemplo más acabado de eso mismo. A acusar a la Justicia de parcialidad cuando la fuerza política que representa ha intentado devorársela. Sin embargo, el mejor momento de la Asamblea Legislativa llegó cuando, fuera de libreto, Alberto Fernández le respondió al senador Cornejo: “Yo no miento, Alfredo, me conocés”. Si esto fuera una película, habría que pulsar el botón de “pausa” en esta escena. Aquí Fernández se supera a sí mismo y abre un interrogante de índole filosófica. ¿Miente cuando dice que no miente? Tal vez el verbo le quede chico. Lo que hace el Presidente es más que eso, pero quizá no se haya acuñado aún la palabra capaz de describirlo.
Analizar el discurso presidencial se me antoja una pérdida de tiempo. La palabra del Presidente es humo que la brisa disipa. La razón de que carezca de valor es obvia, aunque tendemos a olvidarla: se trata de una persona que ha sido sobornada a la vista de todos. En una transacción perversa, pagó la candidatura con su palabra y se entregó sin culpa a la obligación de decir blanco donde ayer decía negro. No advirtió que así rifaba su credibilidad y se condenaba a encabezar un gobierno inexistente, que no tiene palabra y actúa sabiendo que no la tiene. Si Alberto Fernández tuvo alguna convicción propia, la resignó cuando firmó aquel pacto. Hoy es un recipiente vacío que se llena por proximidad. Es decir, de acuerdo a quien tenga circunstancialmente al lado. Un trajinado Zelig de las pampas.
"‘No hay modo de combatir el crimen organizado sin una Justicia independiente’, dijo el Presidente. Esto es rigurosamente cierto. Y más todavía cuando el crimen se organiza desde el mismo Estado"

Esa imagen congelada del Presidente debería incluir a Cristina Kirchner, a su izquierda, y a Sergio Massa, a su derecha. Nada parece describir mejor el fracaso del pacto que los gestos de quienes estamparon allí su firma. Viciado en su origen, ese acuerdo no podría haber dado otros frutos que los que ha dado, muy amargos. Pero se ve que Massa y la vice esperaban otra cosa de él, porque ambos llevaban la decepción escrita en el rostro. Es posible que, en la gimnasia de eludir responsabilidades, cargaran todas las culpas sobre las espaldas del orador, a quien seguían como si estuviera hablando en otro idioma. Ajenos, incómodos, estaban y no estaban. Vaciado también, el relato ya no despierta grandes entusiasmos. Por momentos, ya no se sabe a quién va dirigido. Fernández dijo que hizo todo lo que estuvo a su alcance para cumplir con la palabra empeñada. ¿Le hablaba a Cristina? ¿Era una disculpa en clave? Se le escaparon, de cualquier manera, algunas verdades: “No hay modo de combatir el crimen organizado sin una Justicia independiente”. Esto es rigurosamente cierto. Y más todavía cuando el crimen se organiza desde el mismo Estado.
Otra vez, como en los tiempos más bravos de la pandemia, los argentinos padecemos dos males graves al mismo tiempo. O un doble problema, el global y el local. Para peor, el segundo potencia al primero y nos deja del lado equivocado de un conflicto planetario en el que está en juego nuestra forma de vida. Además de un ataque feroz a un pueblo heroico decidido a defender su libertad, la invasión a Ucrania impulsada por Vladimir Putin es un desafío a los valores republicanos y a los mejores ideales de la Ilustración. Un desafío peligroso, que llega cuando las democracias están resquebrajadas por efecto de la desigualdad y por la ambición de autócratas que inoculan en la gente el veneno del odio y el fanatismo. Es decir, con las defensas bajas. Rusia y China pretenden expandir un orden que desconoce la libertad. Allí no hay ciudadanos, sino súbditos. En esa línea se inscribe la pulsión hegemónica de Cristina Kirchner. De allí su identificación con el dictador ruso, lo que determina que en este conflicto trágico y crucial la Argentina sea parte del problema y no de la solución.
Tras condenar la invasión de Ucrania ante la ONU, en su vaivén perpetuo, el Gobierno decidió no sumarse a las sanciones económicas y políticas que Estados Unidos y Europa vienen aplicando en forma creciente contra Rusia. Para justificarlo, el canciller Santiago Cafiero dijo que nuestro país “llama a la paz, a un diálogo franco para que se resuelva el conflicto”, como si en lugar de una víctima y su verdugo hubiere aquí dos partes en igualdad de condiciones. Está claro para dónde patea el Gobierno. Todo sea por no contrariar a la vice.
Mientras, en un raid demencial, Putin avanza, destruye y mata. Habría que haberlo parado antes, cuando se sentaba en la mesa del G20 sin importar que persistiera en la costumbre de envenenar a sus opositores. La política del cálculo puede tener costos enormes. Sobre todo cuando se calcula mal. En estos días dramáticos, la carta de Occidente es convertirlo en un paria en nombre de los principios que se oponen a la barbarie. Aislarlo, como un criminal de guerra, en todos los órdenes. Cueste lo que cueste y antes de que sea tarde.

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