miércoles, 27 de abril de 2022

ARGENTINA Y EL "PARTIDO JUDICIAL "


Momento de decisión

Alejandro Carrió
Si se recuerdan distintas intervenciones públicas de Cristina Fernández de Kirchner a lo largo de los años, así como de quienes comparten su ideario sobre el diseño institucional para la Argentina, fácil es entender la encrucijada que como ciudadanos se nos presenta.
No hace mucho, la vicepresidenta descalificó las ideas de Montesquieu (ancladas en la importancia de la división de poderes), como algo arcaico y propio de los tiempos en que ni electricidad había. A su vez, hablando directamente o a través de sus principales voceros, consideró muy grave que la Corte Suprema haya desbaratado sus dos grandes intentos de controlar al Poder que, por definición, existe como límite a los gobiernos populistas que encarna. 
Me refiero, por un lado, a la llamada “democratización de la justicia”, prohijada a su pedido en una ley que disponía que incluso los representantes de los abogados en el Consejo de la Magistratura fueran elegidos en oportunidad de los comicios generales. Con lo cual, además de los miembros políticos del Consejo (representantes del Ejecutivo y del Congreso, que eran ya mayoría), otros estamentos de dicho organismo pasarían también a depender del partido político mayoritario para acceder a su cargo. La idea subyacente, claro está, era que el partido gobernante pudiera alzarse con suficientes plazas en el Consejo de la Magistratura para designar a voluntad a jueces de su agrado, e incomodar a quienes no estén dispuestos a adherir a la doctrina del “lawfare”.
Más recientemente la declaración de inconstitucionalidad, otra vez por la Corte, de la ley de su autoría que convertía a dicho Consejo en un órgano dominado por mayorías políticas, sirvió nuevamente para que Cristina Fernández y sus seguidores renovaran su cruzada contra lo que ha denominado, recientemente en presencia de azorados parlamentarios europeos, como “el partido judicial”.
Que la Corte Suprema diera al Congreso un plazo para el dictado de una nueva ley de regulación del Consejo de la Magistratura, vencido el cual recobraría vigencia una ley anterior más respetuosa de los parámetros de la Constitución, fue tildado otra vez por sus voceros como algo cercano a un “golpe de Estado”. Para intentar conjurarlo, la audacia desplegada por un diputado del Frente de Todos no tuvo límites. En tiempo récord, logró que un incompetente juez federal de Entre Ríos frustrara transitoriamente la ejecución de la mencionada sentencia de la Corte de declaración de inconstitucionalidad del formato del Consejo de la Magistratura, al prohibir al Congreso el envío de representantes de las minorías, según lo dispone la ley que la Corte ordenó poner en vigencia. Ese disparatado pronunciamiento judicial del juez de Entre Ríos se adoptó con total desapego a las normas básicas que regulan quiénes pueden intervenir en un juicio radicado ante un tribunal diferente, que cuenta para colmo con un pronunciamiento de la propia Corte Suprema, y que el partido gobernante buscó desarticular a cualquier costo.
Es muy posible que para el ciudadano común, atribulado por cuestiones de inseguridad, inflación rampante y necesidades básicas para su subsistencia, este enjambre relativo a leyes regulatorias de Consejos de la Magistratura y de sentencias que las interpretan, sea visto como algo demasiado abstracto para merecer su preocupación.
Pero antes de buscar un nexo entre esas angustias y estos avatares judiciales, un breve repaso de otros aspectos de nuestro presente institucional sirva tal vez de alguna ayuda. Pese a ser un órgano de entidad constitucional, hace años que se mantiene vacante el cargo de Defensor del Pueblo, que debería brindar ayuda a personas necesitadas de apoyo legal en sus derechos más elementales. Tampoco se cuenta desde hace largo tiempo con un Procurador General titular ante la Corte y, desde la renuncia a su cargo de la jueza Elena Highton, tampoco el Poder Ejecutivo ha cumplido con su obligación legal de proponer un candidato para esa vacante en el Alto Tribunal.
Si sumamos a todo eso que los procesos por corrupción avanzan a paso demasiado lento en comparación con lo que sucede en otras latitudes, y que causas emblemáticas como la de los “cuadernos” se hallan estancadas, con “arrepentidos” que luego se arrepienten de haberse arrepentido, no debería sorprendernos que la Argentina aparezca para muchos inversores externos como un lugar que les despierta algo cercano al espanto.
Empresarios de importancia y que generarían puestos genuinos de trabajo han preferido radicarse en naciones vecinas, y nuestro país parece atrapado en una calesita que atrasa, donde las noticias de hoy bien podrían haber sido las mismas aparecidas hace varias décadas.
Ha llegado, me parece, el momento de decidir hacia donde deseamos dirigirnos como pueblo jurídicamente organizado. Haciendo siempre cosas parecidas, no es sensato esperar que los resultados vayan a ser diferentes.

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