sábado, 30 de abril de 2022

ECONOMÍA....LA BANCA



La banca central necesariamente se equivoca
Alberto Benegas Lynch (h.) El autor completó dos doctorados; es docente y miembro de dos Academias Nacionales
La llamada autoridad monetaria es el fetiche de nuestra época; si expande la base monetaria, si la contrae o si la deja inalterada, siempre altera los precios relativos. Téngase en cuenta que los precios son los únicos indicadores para saber dónde asignar y dónde no asignar los siempre escasos recursos. Mal guiar factores productivos inexorablemente se traduce en derroche de capital, lo cual, a su turno, significa menores salarios e ingresos en términos reales, puesto que las tasas de capitalización constituyen la única causa de mayor riqueza y, por ende, mitiga y revierte la pobreza.


El premio Nobel en Economía Friedrich Hayek ha escrito que la humanidad ha demorado doscientos años en percatarse del peligro y la inconveniencia de atar la religión al poder político. Es de esperar que no nos demoremos otro tanto en darnos cuenta del daño inmenso de atar la moneda al gobierno. En el origen del proceso evolutivo de la moneda la gente abandonó el cambio directo o trueque porque se dio cuenta del embrollo que significaba encontrar alguien que quisiera lo que uno posee, que al mismo tiempo contara con un bien o servicio que uno desea y, sobre todo, al tipo de cambio aceptable para ambas partes. Desde luego que resultaba muy complicado obtener un trozo de pan para el experto en tocar la flauta, puesto que es poco probable que el panadero aceptara entregar su bien a cambio de una lección de flauta, y así sucesivamente se presentaban las más variadas complicaciones.
En una versión sobre simplificada y telegráfica, así es como la gente decidió recurrir al cambio indirecto, es decir, llevar a cabo las transacciones vía una mercancía considerada de aceptación general debido a sus usos no monetarios (industriales, para comestibles, etc.). Este fenómeno en la jerga moderna se conoce como el teorema de la regresión monetaria. En este cuadro de situación se usó el tabaco en la Virginia colonial, el cacao en Centroamérica, el hierro en África, las sedas en la India, el ganado en Grecia y otros bienes, lo cual facilitó el comercio. En esta especie de competencia monetaria tuvieron éxito generalizado el oro y la plata debido a sus destacadas propiedades de homogeneidad, fraccionabilidad y durabilidad.
Luego, para facilitar la calidad y el peso del metal, se optó por la acuñación y más adelante, para brindar mayor seguridad y comodidad, se abrieron casas de depósito que entregaban recibos denominados billetes, y los emisores se conocieron como bancos. Pero en medio de este proceso los gobiernos, siempre tentados de echar mano de nuevos canales de financiación, impusieron primero la acuñación estatal y luego el monopolio de la convertibilidad, también a través del Estado. Si prestamos atención a la historia monetaria, observaremos que en esa instancia se sucedieron interrupciones en la convertibilidad hasta que en líneas generales finalmente irrumpió la banca central.
Los Acuerdos de Bruselas y Génova del los años 20 acordaron eliminar el metal aurífero como respaldo de la moneda y sustituirlo por el dólar y la libra (este signo monetario a poco de andar quedó sin efecto) con una ratio convencional dólar-oro, pero con la estipulación implícita de no reclamar el oro a Fort Knox, situación que quedó expuesta cuando, desde el gobierno francés, Jacques Rueff deliberadamente para poner al descubierto la trampa reclamó el oro, desde luego sin éxito. De todos modos, el nuevo sistema permitió expansiones monetarias por parte de Estados Unidos, lo cual a su vez generaba reservas para la banca central extranjera que les permitían emitir dinero local. Esto condujo al boom previo a la crisis del 29, que arrastró al planeta a una debacle sin precedente y a nuevas medidas por todos conocidas hasta nuestros días, donde estamos inmersos en la banca central, con el apoyo logístico de instituciones nefastas como el FMI, que financian gobiernos fallidos con recursos detraídos coactivamente a contribuyentes de distintos países.
Supongamos que banqueros centrales muy competentes y honestos –como hemos consignado al abrir este texto– solo pueden decidir entre tres caminos, los cuales desfiguran los precios relativos con las consecuencias apuntadas. Y si se insiste en que la banca central sea independiente del Ministerio de Economía o similares, el error será cometido independientemente, pues no hay salida posible.
Se ha dicho que la autoridad monetaria se establece para preservar el valor del poder adquisitivo de la unidad monetaria, pero ninguna banca central ha hecho semejante cosa. En verdad, se trata de succionar el fruto del trabajo ajeno con lo que los economistas llamamos elegantemente “inflación”, pero que en verdad es un robo descarado a los ingresos de todos, muy especialmente a los más vulnerables.
Milton Friedman –otro premio Nobel en Economía–, en sus conferencias en Israel publicadas bajo el título de Moneda y desarrollo económico, ya había anticipado: “Llego a la conclusión de que la única manera de abstenerse de emplear la inflación como método impositivo es no tener banco central”. Y en su último escrito sobre tema monetario –Monetary Mischiff– consignó: “La moneda es un asunto demasiado serio para dejarlo en manos de banqueros centrales”.
Hay tres modelos monetarios: política monetaria activa con tipo de cambio flexible; política monetaria pasiva con tipo de cambio fijo, conocida en nuestro medio como “convertibilidad”, aunque estrictamente esta denominación en la literatura económica corresponde a una mercancía intercambiada por un recibo-billete, pero no un billete de un color por otro de otro color, y, por último, moneda de mercado con tipo de cambio libre, que significa ausencia de política monetaria.
La primera vez que expuse lo dicho fue en mi libro Fundamentos de análisis económico, hace la friolera de 50 años, con prólogo de Hayek y prefacio del exsecretario del Tesoro del gobierno de EE.UU. William E. Simon. Ahora veo que hay propuestas varias para, en última instancia, dejar de lado el fetiche de la autoridad monetaria, pero es llamativo que a veces algunos periodistas se detengan en los pasos a seguir para lograr cometidos similares, con lo que se enganchan en un debate que deja de lado la meta. Más provechoso en esta y otras materias que apuntan a reformas estructurales de fondo es discutir la validez de las metas, puesto que hay muchas arquitecturas en cuanto a los medios para lograr esos fines, y si se pierden en métodos finalmente se deja de lado el objetivo. Hay propuestas sólidas que señalan la conveniencia de que la gente elija su activo monetario al estilo de lo propuesto en primer término por Hayek, pero que ahora acompañan una frondosa bibliografía. En esta línea argumental con razón se conjetura que, dadas las circunstancia actuales, en una primera instancia la gente elegirá el dólar. Por otra parte, debe tenerse en cuenta que fuera de la base monetaria como pasivo de la banca central, el resto es deuda gubernamental.
Algo tragicómico es la manía de aludir a “la soberanía monetaria”, sin entender que es equivalente a referirse a la soberanía de la zanahoria. Como ha indicado, entre otros, Bertrand de Jouvenel, la soberanía primordial es la del individuo con sus derechos inalienables; lo demás es pantalla para distraer al incauto

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