La consulta al Dr. Freud de un niño aparentemente desequilibrado llamado Adolf Hitler
Sigmund Freud...Alfredo Sábat
Así comienza la novela histórica “Fusiles en el paragüero” (Espasa), que recrea la visita al psiquiatra de un chico de 9 años que se convertiría en uno de los hombres más macabros de la historia
Mauricio Bergstein
—¡Judío! —gritó el pequeño—. ¡Judío! El diminuto mechón de pelo negro, encombado en la frente, rebotaba con las convulsiones que sacudían su cuerpo. Enseguida pasó a los hechos y lanzó un puntapié a la rodilla del médico que su madre, precavida de las reacciones violentas que la palabra «judío» desencadenaba en su hijo, neutralizó con agilidad.
Ni siquiera dio tiempo para el «buenas tardes, doctor».
La rabieta dejó estupefacto al psiquiatra; sin ninguna reacción visible, se limitó a observar el extraño caso que ese día había llegado hasta su consultorio. Lo hacía con distancia; hasta parecía que sus pensamientos flotaran lejos de ese lugar y de ese niño incontrolable. El inicio de la consulta no pudo ser más sorprendente.
Pálido y delgado, el porte del joven paciente distaba de inspirar temor alguno, pero permitía entrever que algo no iba bien en ese berrinche antisemita pasado de tono; el ceño fruncido y la actitud desafiante tampoco encajaban en la voz aguda de un infante de nueve años de edad.
"Fusiles en el paragüero", de Mauricio Bergstein; Espasa, $5800
El fallido intento de agresión frustró las aspiraciones del pequeño, pero no se resignó: cerró los puños y, con los brazos pegados al cuerpo, dio un pisotón contra el suelo. Un aire envilecido acompañaba al eco que había dejado el patadón.
—¡No quiero ver a este judío! —insistió sin importarle el semblante áspero del doctor.
—Perdóneme, Herr Professor. —La mujer dio por descontada su condición de catedrático y lo llamó de esa forma, cosa que agradó al facultativo y apaciguó la hostilidad reinante—: No sé qué decirle. Como usted sabe, nuestro común amigo, el Dr. Bloch, nos ha recomendado buscar su consejo. ¡Nos insistió mucho en venir, y ahora esto! Me siento muy avergonzada. Nunca le oí hablar de ese modo —mintió la madre, dirigiendo la mirada a la montaña de libros que se levantaba en un extremo del despacho, como la torre de vigilancia de una fortaleza.
La mujer temió que aquel hombre, la figura más prometedora de la nueva generación de científicos vieneses según le había explicado el Dr. Bloch, los pusiera de patitas en la calle. Pasó los dedos sobre el mechón de Adolf mientras que le estrechaba la pequeña mano con la otra: el médico no supo distinguir si lo hacía con el propósito de acariciarlo o de aplacarlo. Aunque todavía respiraba con agitación, la cercanía de la madre comenzó a amansarlo.
—Frau Klara, por favor, cálmese y tome asiento —dijo con aplomo.
Cuando parecía que la sesión se encarrilaría, la rabia afloró con nuevos bríos. El pequeño entendió que había sido ignorado por el judío, que su reacción no había causado ningún daño y que el doctor se disponía a conversar con su madre como lo haría con la madre de cualquier otro niño. Soltó entonces la mano que lo mantenía aprisionado y sin vacilaciones de especie alguna propinó un certero puñetazo al sombrero de color gris que yacía sobre el diván y cuya propiedad atribuyó al médico.
—¡Sombrero judío! —pataleó.
—¿Como el que usan los rabinos? —preguntó el doctor de manera refleja.
—¡Compórtate, Adolf! —esta vez la madre lo regañó con un tirón de orejas que lo devolvió a su silla.
El médico advirtió que su fórmula resultaba inadecuada para dirigirse a un chico de nueve años. Se había dejado envolver en la contienda que el niño planteaba.
Con el tono más amistoso que encontró para dirigirse a un joven tan irascible, intentó desempantanar el diálogo: —Dime, ¿sabes qué es un judío?
El niño lo miró de arriba abajo con un desprecio que Freud nunca hubiese podido imaginar. Pero no produjo palabra alguna. Desconcertada, Frau Klara observaba el extraño curso que el profesor imprimía a la consulta.
Enseguida agarró el sombrero que su hijo acababa de aplastar y procuró devolverle la forma, lo que logró solo a medias. Sus manos denotaban un ligero temblor; ella sabía perfectamente que lo que se había visto hasta ahora era solo el prólogo de un episodio más virulento. Lo peor estaba por venir.
El niño permaneció sentado, inmóvil como si estuviese retenido en una camisa de fuerza invisible, no del todo satisfecho con el resultado de su agresión. Se irguió hasta donde pudo sin quitarle los ojos al doctor, con una pose beligerante difícil de explicar; con los músculos del rostro tensados y las venas del cuello hinchadas, parecía que estuviese a punto de lanzar un cañonazo.
—Ni se te ocurra —se adelantó la madre.
—¿Qué cosa? —inquirió el doctor.
La mujer se demoró en responder hasta que finalmente se decidió.
—Iba a escupirle. Disculpas, disculpas y más disculpas —agregó con vergüenza al tiempo que bajaba la cabeza resignada.
Rápida de reflejos, indudablemente conocía muy bien las descompensaciones de su hijo.
Por un instante la madre imaginó el desastre que hubiera provocado el salivazo en el traje del médico. A pesar de ser ya media tarde, el pantalón, ancho y holgado, mantenía la línea perfecta, conservaba el mismo aspecto impecable que debía haber tenido a primera hora de la mañana. Ya en esa época el doctor mostraba predilección por los chalecos de tejido de cheviot inglés y camisas blancas de algodón. A ella le impresionó el atuendo, desde el nudo de la corbata hasta el de los cordones de los zapatos.
Se produjo una pausa. Mientras dirigía al niño una mirada severa, Freud alzó una pierna y estiró la media gris. Sin prisa. Enseguida repitió el movimiento con la otra.
—¿En qué piensa? —inquirió el doctor.
—En la mancha blancuzca que habría dejado el salivazo en la solapa de su saco —y enseguida bajó la mirada, arrepentida de una respuesta impulsiva que, a su criterio, debía haberse guardado.
Luego del fragor inicial —y a partir de los antecedentes que le transmitiera Bloch— Freud ya barajaba una serie de diagnósticos para explicar el veneno que afloraba en el niño. Paranoia y catarsis automática fueron las primeras conjeturas. Muchas veces se había topado con pacientes que sufrían una cólera incontrolable. Pero aun así resultaba imposible especular acerca de la naturaleza de los traumas que hubieran podido sacudir los cimientos nerviosos de este pequeño. Sin señales de desvanecerse, la ira que destilaba era insoportable. Al psiquiatra también se le hacía difícil entrever las peculiaridades de un próximo asalto, que a esas alturas también daba por descontado.
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