miércoles, 1 de febrero de 2023

OPINIÓN


Máximo, su madre y una guerra declarada contra la meritocracia
Luciana Vázquez
Hay un eterno retorno en el kirchnerismo: es la insistencia en el tema de la meritocracia y su cuestionamiento a ese ordenamiento social. Volvió a surgir lateral pero sugestivamente con relación a Máximo Kirchner. En sus semanas de vacaciones, el líder de La Cámpora estuvo “hojeando” dos libros. Uno de ellos, La tiranía del mérito, del filósofo estadounidense Michael Sandel, un cuestionamiento polémico al mérito individual como la variable deseable a la hora de definir los logros personales, a la meritocracia resultante como el tejido más justo de una sociedad y a las consecuencias de esa lógica en la vida de una sociedad, por ejemplo, el Brexit o el triunfo de Trump. Sobre ese esquema se recorta la mirada de Kirchner hijo con su resistencia al individualismo meritocrático, su elogio a la Scaloneta y su logro de equipo, y su rechazo a la oposición de Juntos por el Cambio y su identidad meritocrática.
¿Qué queda del lado del kirchnerismo? Varias cosas. Un vacío o, más inquietante, una entronización del demérito que se confunde con igualdad y equidad. Una hiperpresencia del Estado asistencialista que mina la responsabilidad individual. Un dilema personal para Máximo Kirchner, que ante la lógica del mérito queda expuesto por lo contrario: encarna la antimeritocracia, pero en el sentido más cuestionable, la del nepotismo. Sus credenciales de “hijo de”, no solo de uno sino de dos expresidentes, que la nota elogia, resultan una carga difícil de resolver, especialmente en su caso: la ausencia de esfuerzo educativo y cognitivo explicitado en un título académico o el esfuerzo en la construcción de una carrera laboral y profesional por fuera de la familia lo dejan a la intemperie. Porque aunque la meritocracia como concepto está en revisión, hay un consenso central: una sociedad meritocrática, donde se pone en juego el mérito personal, es en esencia y en teoría más justa que una sociedad de herencia de apellidos, de fortuna o de privilegios por casamiento.
Los tres datos, el verbo “hojear” en lugar de “leer”, la cantidad de lecturas y sus títulos, surgen de una entrevista del líder de La Cámpora aparecida el domingo en El cohete a la luna. “Serán inmigrantes, serán vendedores ambulantes o se la agarrarán con la gente que tiene un plan. La estigmatización, eso de que el pueblo no quiere trabajar: “Denle la caña de pescar, no le den el pescado”, responde, para cuestionar la insistencia meritocrática en el esfuerzo educativo o laboral como modo central a la hora de merecer un lugar en la sociedad, es decir, de poner en marcha un mérito. “Pero tratemos de que no estén en el desierto de Atacama o en el Sahara, porque si ahí me das una caña de pescar y no hay agua, no voy a poder pescar nada”, contrasta para imputarle a la oposición la desaparición del Estado y su rol igualador. Es decir, en la mirada de Máximo Kirchner no alcanza el esfuerzo individual si el intento se hace en un desierto de políticas públicas. La limitación de su argumento es la certeza de que las políticas del kirchnerismo son antimeritocráticas pero productoras de igualdad. Los datos no lo corroboran.
De su madre, la vicepresidenta Cristina Kirchner, al presidente Alberto Fernández, y ahora, hasta Máximo Kirchner, las resistencias antimeritocráticas se acumulan en relación con una matriz que también se ha vuelto política: mientras el kirchnerismo se autopercibe antimeritocrático, la oposición, la de Juntos por el Cambio, se identifica con una defensa de la meritocracia. Y esa identidad le resulta funcional al kirchnerismo para acentuar su colocación en el lado precisamente opuesto.
Máximo Kirchner viene haciendo esas asociaciones con relación a Mauricio Macri y sus políticas desde hace tiempo: “Se exigía meritocracia a los compañeros y compañeras que no llegan a fin de mes, justamente Macri, que lo tuvo todo en la vida y puso el país patas para arriba”, decía en mayo del año pasado en Lanús, junto al secretario general de Suteba, Roberto Baradel. En ese mismo acto, mencionó agradecido a “quienes reciben un abrazo de las políticas públicas”.
El contenido de la entrevista no avanza en la interpretación del texto de Sandel. Pero la matriz conceptual de sus respuestas se alinea con uno de los temas centrales de Sandel: detrás de su crítica al mérito y a la meritocracia hay una crítica a un orden capitalista global y a las democracias que lo sustentan, que Máximo Kirchner también cuestiona en su incapacidad para dar respuesta a las necesidades de la gente. En ese contexto, para Sandel, la meritocracia resulta la naturalización de la posición de poder de los sectores dominantes. El mérito, su disfraz moral. La narrativa que organiza a la sociedad global meritocrática, que los ganadores merecen ganar y que los perdedores son culpables de su incapacidad de alcanzar sus logros, genera un peligro: la indignación moral antiélite y el surgimiento de populismos que recogen esas frustraciones. El reproche alcanza incluso al progresismo liberal y su idea de la igualdad de oportunidades y del ascenso social: la lógica “ascendente” subraya el exitismo y la idolatría de los que ganan en lugar de poner el foco en una lógica igualadora. El objetivo: antes que ofrecer igualdad de oportunidades a los que llegan ya muy condicionados por sus orígenes, la necesidad de un Estado activo que corrija y mejore las condiciones de origen, es decir, una igualdad de posiciones, previa a las condiciones de origen.
La meritocracia como tejido social ideal está en revisión desde hace décadas. La utopía meritocrática es en teoría justa, pero, en la práctica, hay injusticias estructurales que la corroen. Por un lado, una injusticia sociológica fundacional, la diferencia de cuna de cada persona, es decir, de las condiciones del hogar en el que nace. Por otro, una injusticia biológica, la distribución aleatoria de talentos: no son un mérito individual, sino el resultado de la suerte. Y finalmente, el resultado real de las lógicas meritocráticas y de movilidad social ascendente: la consolidación de nuevas élites, los pocos estadísticamente que avanzan diferencialmente gracias a la educación, el esfuerzo y las relaciones personales, y su alianza con las viejas élites. La educación y su diferenciación de logros y resultados, maquinaria clave para la supervivencia de la meritocracia, no hacen más que reproducir en general los privilegios de los hogares de los estudiantes y reducir el mérito a la obtención de una “credencial” o título. El “credencialismo” se vuelve una deriva del privilegio de las oportunidades al nacer y copa la valoración social
El caso de Lula, en Brasil, es interesante por ser, al contrario de Máximo Kirchner, la representación más fiel de la meritocracia: primer graduado de la escuela primaria de su familia que, a pesar de todo, con su esfuerzo personal, desafía los límites de su condición social. Apenas con el título de primaria, ingresó a una metalúrgica y se tituló de tornero en el Servicio Nacional de Aprendizaje Industrial. Con eso, fue presidente.
Ese tipo de sueño meritocrático resonó en la Argentina durante décadas. Una meritocracia concebida como movilidad social de la clase baja a la clase media y el diploma de escuela secundaria o el título universitario como prueba del mérito, la llave para trepar la escalera social. Sin embargo, a esa revisión conceptual de la meritocracia que viene dándose desde hace décadas, el kirchnerismo sumó un valor político que corrió al mérito del centro de la escena: la inclusión desacoplada políticamente de la excelencia, la calidad y el esfuerzo individual.
No es nueva en el kirchnerismo esa resistencia a la meritocracia. En 2020, el presidente Fernández dejó clara su posición: “Yo no digo que el mérito no sirve para progresar, pero no creo en la meritocracia”. Cristina viene insistiendo desde hace años en el tema. En Sinceramente, en 2019, lo dejó por escrito. Es decir, Máximo Kirchner no solo heredó el apellido de su madre, sino también sus ideas políticas.
En el capítulo 10, Cristina Fernández elogiaba los logros de sus abuelos inmigrantes, pero cuestionaba la interpretación que hacían de su ascenso social: fruto del puro esfuerzo individual y ninguna consideración al efecto del Estado y la economía peronista que dieron el contexto apropiado. “La meritocracia, la última gran coartada del neoliberalismo para hacerte creer que lo que tenías era solo por mérito propio y no también del modelo económico y el rol del Estado”, sintetizó en 2016.
El kirchnerismo vuelve a caer en varios problemas. La lectura sesgada de un corpus teórico que parte de otras realidades. En todo caso, la revisión de la meritocracia sucede después de haber atravesado períodos históricos enteros donde la meritocracia resultó productiva en lo social. También, la generalización de las dificultades argentinas para el progreso material con inclusión como si fuera un problema de todas las democracias, cuando parece más bien de la política argentina, y muy particularmente, de la kirchnerista. Y la decisión de dejar afuera datos de la realidad.
Chile, el país “neoliberal” y “meritocrático” por excelencia, muestra mejores resultados en una política central para la narrativa identitaria kirchnerista, el ingreso de los sectores populares a la universidad. Chile y Perú, el país que cuestiona Máximo Kirchner en la entrevista por sus niveles de crisis, desigualdad e informalidad, está por arriba de la Argentina en el acceso a la educación terciaria del quintil más pobre de la población. En Chile, ingresa el 40% de los más pobres; en Perú, el 26%, y en la Argentina kirchnerista, el 24%

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