jueves, 14 de abril de 2016
AÑORANZAS
Cuando salí del Saint Moritz (uno de los pocos bares, con el Zürich de Belgrano, donde el té, aunque no sea de la mejor calidad, se sirve todavía en hebras y con colador), doblé por Esmeralda hacia Córdoba. A esa altura, Esmeralda es calle de librerías: Helena de Buenos Aires, que nunca frecuenté demasiado, pero también la ineludible Agape con sus libros de religión y la Oficina del Libro Francés, joya de esas dos o tres cuadras.
Hacía bastante que no iba a la Oficina del Libro Francés, y cuando llegué me topé con la evidencia de que estaba en liquidación. Es ambiguo el efecto de una librería que decide saldar su stock. El lector se siente invitado a una fiesta, pero sabe que será la última que se celebrará en ese lugar. No tuve suerte. La Oficina del Libro Francés cerraba esa misma tarde, en un rato, y me quedó el espectáculo triste de los estantes vacíos y los restos que nadie había querido llevarse. Me esforcé por elegir un ejemplar, cualquiera, casi como souvenir de un tiempo que terminaba.
Muy pocos días después recibí un mail de la librería anticuaria Henschel en el que informaban a los clientes que el lugar cerrará definitivamente al público mañana. Henschel era la última librería alemana de Buenos Aires. Es cierto que no llegaban novedades, pero yo fui regularmente durante años y siempre, invariablemente, encontraba algo que había pasado por alto en la visita anterior. Lo mejor era la atención de Viviana, que desde la muerte de su dueño, Edgardo Henschel, y aun desde antes, administraba el local con la discreción más extrema.
Podían encontrarse en Henschel ejemplares inhallables incluso en Alemania. Cada tanto, Viviana traía más ejemplares de una biblioteca mayor en Olivos, del mismo dueño. Sabía qué podía interesarle a cada cliente. Que se entienda: la cuestión no era la simple posesión bibliófila de un volumen particular (aunque en Henschel casi todos los volúmenes eran hermosos), sino la posibilidad de leer lo que de otro modo, sin ese ejemplar perseguido, no podría leerse. En el primer piso de la calle Reconquista -la librería funcionaba, funciona aun unas horas más, en un departamento, sin salida a la calle- nunca había nadie y el único sonido del ambiente era el crujido opaco de la madera del piso. Pienso ahora que la librería se parecía bastante a un club ideal en el que sus miembros no llegaran nunca a cruzarse. Tengo un amigo que también compraba en Henschel habitualmente, pero con quien jamás coincidimos en el departamento de Reconquista.
Me acuerdo también de la liquidación de la Librería Goethe, en la calle Lavalle, y poco después de ABC, que, aunque a precios siderales, ofrecía novedades. En inglés nos quedan todavía, por suerte, Kel y la preciosa Walrus de San Telmo. Hacia mediados de la década de 1990, empezaron las ventas de libros vía Internet y se imputó precipitadamente a Amazon y Barnes&Noble el cierre de los locales de libros en otras lenguas. Pero para una ciudad, Buenos Aires, que tuvo librerías como Hachette, Pigmalion, Mitchell's, Mackern's, Galatea, El Buen Libro, lugares que ponían a disposición libros ingleses, franceses, alemanes, italianos, esa explicación suena a poco.
Es difícil creer que la extinción de estos locales sea una mera cuestión de cambios en el comercio minorista. Aquello que se modificó, más que los modos de la oferta, fue la variedad de la demanda. Sin rodeos: hay cada vez menos lectores dispuestos a hacer el esfuerzo de leer en otras lenguas. Es un raro tipo de monolingüismo: leemos libros en una sola lengua y en Internet leemos en todas las lenguas y en ninguna.
A fuerza de monolingüismo, el del libro se volvió en estas costas un mercado de traducciones. Es posible que sea un movimiento más global que nacional, pero recuerdo, por mencionar un único caso, que la sucursal de la cadena Feltrinelli en la estación Termini de Roma dedica todo un nivel del local a libros ingleses, con una oferta que no habría desentonado en cualquier librería especializada.El único consuelo del lector es que muchos de esos libros que llegaron durante décadas y décadas a la ciudad siguen aquí, y pasan de mano en mano en anticuarios (toda mi gratitud a La Teatral y El Incunable) que resisten el monolingüismo. Solamente esto explica que encontrar en Buenos Aires un libro en una lengua extranjera siga siendo por ahora un poco menos extravagante, pero nada más que un poco, que el té servido en hebras en cualquier bar.
P. G.
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