jueves, 19 de mayo de 2016
GUILLERMO JAIM ETCHEVERRI....SU OPINIÓN
La vuelta del 1, el 2 y el 3 al sistema de calificaciones de las escuelas primarias bonaerenses despertó una polémica que reaviva la dicotomía, acaso falsa, entre calidad educatica e inclusión; aquí, tres perspectivas sobre un tema clave
Guillermo Jaim Etcheverry
Somos hoy testigos y protagonistas de un cambio profundo en la manera de concebirnos a nosotros mismos y de relacionarnos con los demás. En su reseña de Los bárbaros. Ensayo sobre la mutación, libro de su compatriota Alessandro Baricco, el escritor italiano Claudio Magris señala: "La sociedad occidental está mutando radicalmente sus valores. En un pasado no tan remoto se privilegiaban la duración, la autenticidad, la profundidad, la continuidad, la búsqueda del sentido de la vida y de absolutos, la verdad, la lógica, la jerarquía entre los fenómenos. Hoy, en cambio, triunfan la superficie, lo efímero, el artificio, la espectacularidad, el éxito como única medida del valor, el ser humano horizontal que corre tras nuevos estímulos en un mundo convertido en una veloz sucesión de experiencias muy diversas". Vivir se ha convertido gradualmente en un surfing, un deslizarse veloz por la superficie de la realidad saltando de una cosa a otra.
La educación no escapa a esta radical mutación de lo humano que pone en cuestión su razón de ser: la de compartir con los recién llegados al mundo nuestros logros y, sobre todo, nuestras capacidades. Parafraseando a Josefina Rueda, mediante la educación buscábamos que los jóvenes conocieran lo que hemos logrado y que adquirieran las herramientas que le hicieran más fácil enfrentarse al mundo. De ese modo, esperábamos que no se vieran obligados a transitar el camino que la humanidad ha recorrido para llegar hasta aquí. Buscábamos, en suma, ayudar a otro ser humano. Ayudarle a que su vida fuera mejor que la nuestra, confiando en que, conociendo las herramientas de las que disponen, los jóvenes pudieran seguir mejorando el mundo para los que vienen después. Ya lo decía hace 2800 años Hesíodo, poeta griego contemporáneo de Homero, al definir la educación: "Educar a una persona es ayudarla a aprender a ser lo que es capaz de ser".
Esta concepción de la educación como tarea humanística, es decir, de introducción a lo humano, ha ido mutando hacia una función humanitaria de asistencia social y psicológica, bienvenida en cuanto no descuide su misión esencial. Hoy se piensa que niños y jóvenes son las víctimas inocentes de un sistema que los oprime. En el fondo, se considera que la escuela -entendiendo por tal a las instituciones educativas de todo nivel- plantea demandas exageradas para ceder el bien que los niños y sus familias anhelan: la certificación de haber pasado por ella. En esa concepción se sustenta la actual lucha contra la institución escolar que hace trizas al pacto fundacional de la educación, que supone la alianza de padres con maestros para educar a los chicos. Hoy, en general, los padres están unidos a sus hijos para oponerse a lo que consideran pretensiones exageradas por parte de la escuela. Eso explica el apoyo a las medidas que "flexibilizan" exigencias, concebidas como inmerecidos castigos.
En la base de este comportamiento subyace el horror contemporáneo al esfuerzo, en este caso el que supone aprender. Como lo puede atestiguar cualquier persona que haya aprendido algo, para hacerlo debió realizar un esfuerzo personal. Interesados por los docentes, apoyados por sus padres, los niños deben encarar ese esfuerzo para aprender, aunque más no sea prestando su atención, hoy tan dispersa. La tendencia general, en cambio, es considerar a la escuela como un ámbito al que se concurre para pasarla razonablemente bien, entretenerse, no molestar y no ser molestado.
Esa concepción de las instituciones educativas explica la reacción que surge ante cada propuesta que requiere que el alumno ponga algo de sí en la tarea de aprender, que deje de ser un sujeto pasivo y que acceda a realizar el esfuerzo que supone desarrollar sus capacidades intelectuales. Educarse no es una tarea sencilla y, reitero, demanda un compromiso personal. Así como un deportista o un instrumentista se exige a sí mismo durante largas y tediosas horas de práctica, el alumno debería estar dispuesto a realizar un esfuerzo similar para agudizar sus capacidades de razonamiento, de comprensión y de abstracción. Pero es muy difícil esforzarse cuando existe un desinterés social generalizado que hace que se ponga escaso énfasis en los logros académicos de los niños y de los jóvenes. No parece ser muy importante que se les enseñe porque se considera que ellos ya saben todo lo que hoy importa. Se los deja de este modo en un estado de desconocimiento de lo que los humanos hemos concretado durante nuestra historia y, lo que es más grave, de las herramientas que han hecho posible esos logros.
La discusión actual acerca del "retorno a los aplazos" en el sistema educativo bonaerense -regreso que no es tal, porque sólo se han modificado los números que denotan la insuficiencia (4, 5 y 6 en la escala anterior, reemplazados por los tradicionales 1, 2 y 3 en la que acaba de ser implementada ya comenzado el año escolar)- se centra en el símbolo que esas calificaciones representan. En estos días se han planteado argumentos que apoyan la instalación de una meritocracia salvaje, frente a otros que sostienen posiciones tolerantes muy cercanas a la demagogia. Ninguno de ambos extremos es realista. Como siempre lo ha sido, es preciso seguir la trayectoria de cada alumno, ayudándolo a superar sus dificultades, a mejorar, a dar lo mejor de sí.
En este contexto surge la importancia del que es un derecho fundamental de los niños: el de ser exigidos. La actitud de sano desafío por parte de los mayores es la que permite a niños y jóvenes explorar al máximo sus posibilidades como seres humanos. Por medio del planteo de exigencias de superación, logramos demostrar al otro cuánto nos importa, transmitiéndole la confianza en sus posibilidades de progresar. Esa confianza resulta esencial para estimular el aprendizaje como lo han comprobado numerosos estudios que coinciden en señalar que todos los chicos son "enseñables". Lejos de ser un comportamiento represivo, el planteo concreto de objetivos razonables -cuyo logro se expresa mediante las calificaciones- constituye un acto de amor, de preocupación por el destino del niño y del joven y no un castigo estigmatizante. Es la evidencia más clara del interés por ellos, así como de la confianza en las capacidades ilimitadas de superación que caracterizan a todo ser humano.
Deberíamos, pues, dejar de proteger a los niños al evitarles supuestas frustraciones como hoy lo hacemos. Debido a nuestra comodidad, amparada por teorías pedagógicas en boga, desde las escuelas arrojamos al mundo a muchos pobres ignorantes que no logran comprender lo que sucede en él. Esto es fruto del hecho de que cada vez enseñamos y exigimos menos. Es preciso volver a enseñar, volver a valorizar el trabajo de estudiar, desafiando a chicos y jóvenes a realizar el trabajo de aprender. Ese maravilloso trabajo que nos permite descubrir, dentro de cada uno de nosotros, las enormes posibilidades de construcción personal con las que contamos.
Médico, fue rector de la UBA y es miembro de la Academia Nacional de Educación
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