El 21 de agosto de 1986 nació el hombre más rápido del mundo; pero, entonces, nadie lo sabía. Veintiún años después, también en agosto, ese hombre ganaba las tres competencias de velocidad de los Juegos Olímpicos de Pekín 2008: Usain Bolt fue el más rápido en los 100 metros, fue el más rápido en los 200 y, junto a otros tres atletas jamaiquinos, fue el más rápido en la posta 4x100.
Otra vez en agosto, pero en Moscú y en 2013, Bolt alcanzó -otro- récord al ganar tres medallas de oro en un mundial y superar en el medallero a Carl Lewis. Al finalizar la tercera carrera, festejó como suele hacerlo: un tanto showman, un tanto arrogante y un tanto genial porque puede ser showman, puede ser arrogante y porque es el hombre más veloz del mundo; qué va. Con su andar ya cansino, varios metros después de haber cruzado la meta, alguien lo cubrió con una bandera de Jamaica. Antes de asirla, Bolt se sacó las zapatillas blancas, tomó ambas con la mano derecha y caminó por la pista azul, descalzo.
Las venas del grueso de un hilo a la altura del tobillo se ensanchaban en el empeine, como una víbora indigestada, para luego volver a angostarse al llegar a los dedos. El gordo, del pie izquierdo, tenía un juanete tan pronunciado que parecía una fractura expuesta y las uñas como mármoles, todas. Sólo se diferenciaban las de los dedos chiquitos: eran como dos pequeños cristales incrustados, dos esquirlas de copas que se estrellaron en la piel.
Los pies del hombre más rápido del mundo son muy horribles. Pero no son sólo los suyos. Comienza en diciembre, pero es mayormente en enero y febrero cuando, durante las vacaciones de verano, sucede, en Facebook, la mayor incoherencia fotográfica. Esto es: los pies del autor y, de fondo, el mar. Error. El mar es de un diseño exquisito, hasta en sus ruidos, mientras que los pies son un boceto abandonado. Pocos son bellos.
De esos pocos, a todos los han cuidado mucho. Por una razón sumamente primitiva, dada la cantidad de pruebas, pero que no se explica, dada la sinrazón, los muros de la red social se llenan de epígrafes de fotos que dicen cosas tales como "Acá, descansando en el mejor lugar del mundo". Quien lee, deberá sortear el primer plano de los pies, para poder llegar al mar, a las olas, a un morro, es decir, para poder ver el paisaje, que ha caído en tremenda desgracia por esta moda inexplicablemente narcisista de extremidades que lo relega a un segundo plano en todo aspecto.
¿Qué persona, con un mínimo de coherencia estética, le da al mar de Koh Lipe (Tailandia) un rol secundario? ¿Cuántas preguntas nos hacemos hasta que concluimos que el dedo martillo en primer plano es tanto o más interesante que las aguas de Fernando de Noronha? ¡¿Cómo es que decidimos fotografiar de manera tal que un acantilado apenas asome sobre el margen izquierdo, un pie lo tape y el horizonte esté inclinado?! Si Wes Anderson lo viera.
En esta práctica de narcisismo contemporáneo hay algo sumamente llamativo y es que el autor da por sentado un vínculo tan íntimo: supone que conocemos sus pies ("acá estamos..."). Semejante arrojo tiene, como precedente, otro: ha preferido exhibir sus pies a su cara.
¿Cuántas veces cree aquel compañero de la primaria que he visto sus pies de adulto? De haberlos visto alguna vez, ¿debería reconocerlos? Maldita la hora en que se decidió innovar en la selfie: preferibles las caras a esta invasión bípeda.
¿Y por qué se eligen los pies como muestra inequívoca de relax? Los pies no se relajan. Jamás. Aun en reposo, a diferencia de otras partes del cuerpo, en los pies las venas son obreras: su estética es la del esfuerzo a destajo. Ahí están, llevando sangre, todo el tiempo, hasta el último rincón, soportando el peso de esqueleto y bártulos. Quizá los juanetes son consecuencia, o el dedo martillo y los hacinados, esos que se suben a cococho, como un repulgo.
La desnudez del pie en verano es una expresión de libertad porque llega luego de meses de encierro en medias y zapatos, en esas cavernas de nylon y cuero, donde han sudado a oscuras y sin ventilación (la casa soñada de los microorganismos); que subyugados por la belleza del paisaje perdamos cierto pudor, vaya y pase. Pero qué peligro, a ojos propios y de terceros, aquel que decide no sólo no esconder sino ostentar uñas marrones, grises, amarillas. Pues lo que usted tiene allí es un hongo, mi amigo. "Miren mi fungosa vacación", se me ocurre como el epígrafe más preciso para esa foto.
Los pies descalzos son mucho más que desnudez.
E. P.
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