domingo, 11 de septiembre de 2016

HISTORIAS DE VIDA..



Soltó la frase sin énfasis. Era una mañana destemplada de otoño. Caminábamos mi padre y yo bajo una llovizna que traía malos presagios: el equipo no jugaba bien en ese clima ligeramente hostil, se acobardaba y perdía elegancia. Caminábamos rumbo al estadio junto a una multitud apretujada y anhelante, raramente en silencio, o eso me pareció. O quizá fue la frase de mi padre la que hizo desaparecer de súbito el ruido ensordecedor con que la muchedumbre avanza sobre el estadio.



Mi padre tenía mano pesada. Me palmeó la espalda con torpeza, pero no me quejé: entendí que era uno de esos raros gestos de complicidad o cariño que yo tanto anhelaba y pocas veces obtenía de él. "Te pido una sola cosa para cuando me muera -dijo al aire-: quiero que pongas en el cajón el escudito de River, quiero llevármelo conmigo." Yo tenía unos 10 años cuando me lo pidió. Nunca había pensado en mi padre muerto, creía que lo tendría para siempre conmigo. Permanecí en silencio, incapaz de decir una palabra. Él tampoco habló más.
No conversábamos a menudo, y cuando lo hacíamos él se desinteresaba del mundo. Casi no hablábamos de otra cosa que no fuera el fútbol, aunque en tanto fue envejeciendo él empezaron a ganar terreno otros deportes que llamaron más o menos su atención. Durante muchos años, los domingos cumplía con una obstinada liturgia: atendía los detalles previos del partido inminente, en la cancha escuchaba en una radio portátil el partido que estaba viendo, leía la crónica apurada en el diario vespertino mientras regresábamos a casa, cenaba en compañía del resumen televisivo y, a la mañana siguiente, leía en el matutino la reseña y los detalles de lo que había ocurrido.

 Lo recuerdo en su lecho de enfermo, muchos años después, feliz como un niño frente a la pantalla del televisor: en ese novedoso furor de la televisión por cable, a toda hora seguía los partidos de las ligas europeas y se emocionaba como un chico con los quiebres de cintura, los amagues y las fintas, esa elegante danza masculina que es el fútbol bien jugado, pura reciedumbre y plasticidad. Era conmovedor (mentira: es conmovedor sólo ahora, yo en verdad me enfurecía con su desinterés por la vida y sobre todo por mis cosas, y eso fue distanciándonos con los años) verlo disfrutar ese mundo de pasiones ciegas. En estos días no sé por qué volví a recordar sus gritos desaforados (y a añorarlos), su mirada vidriosa en los momentos de amargura, su iracundia cuando prometía en vano romper el carnet; volví a escucharlo recitar de memoria varios equipos de las épocas de gloria, alineaciones enteras con sus bancos de suplentes incluidos, y contar una vez más episodios legendarios que nunca supe si eran fieles a la realidad o eran embellecidos por su memoria. "Fútbol era el de antes -decía-. Moreno jugaba con una botella de whisky al lado de la raya." Entonces se perdía en otras divagaciones que daban cuenta de un tiempo mejor, cuando el fútbol era inspiración e inventiva.


La noche de su muerte me paré junto al féretro en el silencio de la madrugada. Cuando ya no había deudos en la sala, me acerqué a la capilla funeraria. Estábamos solos: mi padre y yo. Le tomé la mano con una sensación de extrañeza: lo sentía tan familiar y, sin embargo, ya lejano y ajeno. Era una mano fría y pesada, la mano de un hombre muerto. La mano que tantas noches había recorrido mi espalda para ayudarme a conciliar el sueño, un gesto amoroso (el único) que mi padre nos reservaba en medio de tanta distancia. Me puse en puntas de pie para alcanzar su frente con los labios: lo besé en la frente. "Chau, campeón", le dije.


Años después, cuando empecé a ir a la cancha con alguno de mis hijos, le conté las mismas historias que me había contado mi viejo: que hubo un tiempo en que la gente iba al estadio vestida de frac, con galera y con bastón, y que había un jugador llamado José Manuel Moreno, integrante de la Máquina, que jugaba con una botella de whisky al lado de la raya. Una de esas tardes íbamos con uno de ellos por el mismo boulevard por el que tantas veces había caminado con mi padre.

 Tomé de la mano a mi hijo, y cuando pasamos junto al cantero donde una madrugada fría había yo esparcido las cenizas de mi padre, le pedí que con su otra mano tocara las flores que allí habían crecido. "Acá está el abuelo", le dije. Lloré en silencio, sigo llorando todavía.
V. H. G

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