miércoles, 23 de noviembre de 2016
HABÍA UNA VEZ....
Muy temprano en la mañana, la madre se sienta a la mesa del bar junto con su hijo. La mujer no tiene aún 40 años. Nada hay en ellos que llame la atención. Una madre con su hijo como tantas otras. El mozo que todas las mañana me trae el café apenas cortado sin necesidad de que yo se lo pida se acerca a la mesa:
-Traéme, por favor, una chocolatada -dice-. Para mí, un café.
Unos minutos más tarde, la voz de la mujer hace que levante la vista del libro que tengo entre manos. Está hablando por su teléfono celular, y lo hace con tanta exaltación que la voz pronto centellea por encima de las murmuraciones soñolientas de los parroquianos y el tintineo de las tazas a esa hora en que la ciudad empieza a desperezarse. Al otro lado estaba su marido.
-No sabés adónde lo traje -dice en un grito-. Al barcito de la esquina de casa. Le pedí una chocolatada. No sabés la carita que tiene. Está feliz.
La madre le revuelve el pelo, y con el dedo pulgar le quita la breve espuma de leche que le quedó impregnada en los labios. Sólo Dios sabe cuántas privaciones debió haber pasado para regalarle a su hijo este momento, cuántas noches habrá soñado con el día en que lo vestiría con sus mejores ropas apenas saliese de la ducha y le alisaría el pelo enmarañado y le acomodaría el cuello de la camisa recién planchada, sin que su muchachito entendiese del todo por qué esa mañana su madre lo ha incomodado de ese modo.
Quizá lleve semanas enteras privándose de pequeños lujos, haciendo malabares con la economía familiar con tal de traer esta mañana a su hijo a tomar una chocolatada, alborozada y con la risa estallándole en la boca como esos padres que un día llevan a sus hijos a que conozcan el mar.
El chico ha bebido la chocolatada de un sorbo, entrecerrando los ojos para que el vapor caliente no hormiguee en ellos, o tal vez para retener este momento al que regresará conmovido dentro de muchos años. Esa mañana el hombre en que se convertirá volverá a sentir el cosquilleo del vapor en la punta de la nariz, el sabor del cacao espeso en la boca y la espuma de leche caliente humedeciéndole los labios. Quizá aún lo aguarden en el futuro otros deslumbramientos, como el de este día en que su madre lo trajo a beber una chocolatada, la aventura de la literatura o los hechizos de la pantalla en la penumbra de un cine, el primer beso a una chica entre las sombras de una plaza o el momento en que la partera deposite en sus brazos a su primer hijo. Da tanta ternura verlo allí, ocho o nueve años, el futuro aguardándolo con todos sus encantamientos.
Aunque pasaron tantos años, recuerdo todavía las ondulaciones de la llama azulada con que mi abuelo Nino templaba la cocina en las mañanas de invierno mientras me preparaba el desayuno antes de que partiera a la escuela. Los detalles de esa escena se me han ido escapando en el curso de los años, pero la llama azulada a la que yo aproximaba mis manos, ahuecándolas para procurarme calor, sigue ardiendo en mi memoria.
Me dan ganas de acercarme a la mesa del niño de la chocolatada para decirle que conserve este recuerdo en su corazón, temeroso de que las distracciones de la niñez se lo arrebaten. Me tienta decirle que cuando sea un hombre se le hará un nudo en la garganta cuando pase delante de este mismo ventanal, como me ocurre a mí cada vez que el azar me lleva al frente de la casa de mi abuelo Nino. Hace unos días regresé a esa esquina del barrio de Núñez, cuya mansedumbre no han podido derrotar ni el tiempo ni las agitaciones de la vida moderna. La casa es la misma de siempre, apenas alterada por dos o tres agregados que sirvieron para ampliarla. Estuve tentado de llamar a la puerta para que me permitiesen ingresar cinco minutos, y aún no sé con certeza si no me atreví a hacerlo debido al pudor o porque temí que el reencuentro con ese pasado me hiciese estallar en lágrimas delante de desconocidos.
Estoy seguro de que, apenas trasponer la puerta de entrada, hubiese visto al abuelo Nino dormitando sobre la mesa del vestíbulo, apoyado sobre sus brazos entrecruzados y arrullado por las voces de la radio que siempre estaba encendida, y una vez llegado a la cocina vería, viboreando hacia lo alto y ahumando la pared blanquísima, la llamarada azul que aún hoy sigue iluminando mi infancia. Sobre la mesa encontraría, humeante y sabrosa, la leche chocolatada que en aquellas mañanas de escarcha me servía el abuelo Nino.
V. H. G.
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