martes, 22 de noviembre de 2016

HABÍA UNA VEZ DE PABLO DE SANTIS


Cuando mi padre murió, yo hacía cinco años que no lo veía. Se había ido en barco, y durante los meses que siguieron a su partida escribió unas cartas que luego se convirtieron en postales y al fin en vagos telegramas, hasta que el correo cesó por completo. Con otra persona se hubiera pensado: “Algo malo debe haberle ocurrido”. Con él no. La ausencia era un rasgo de su carácter. Cumplí 18 años un jueves de diciembre de 1980: el lunes siguiente llegó una carta escrita por el capitán de un barco de la marina mercante: mi padre había muerto en un hotel de Génova.



Ese mes mi madre se fue a vivir a Mar del Plata, a la casa de su hermana, y yo me quedé solo en el enorme caserón del barrio de Boedo. Me preparé todo el verano para dar el examen de ingreso en la Facultad de Medicina, que al fin rendí, agotado por las noches en vela y las anfetaminas. A comienzos de marzo fui a buscar las notas. Una multitud llenaba el hall: algunos saltaban y daban gritos de alegría y otros, la mayoría, se sentaban abatidos en las escaleras o deambulaban por los pasillos como sonámbulos. Era difícil distinguir a los más exaltados de los más tristes, porque el llanto era el mismo. En unas infinitas planillas, pegadas con cinta scotch en las paredes, encontré mi nombre y el puntaje: 170 sobre 200. Un promedio alto, que me aseguraba el ingreso. Yo no salté ni abracé a nadie.
Apenas llegué a casa me puse a pensar en las dificultades que me esperaban: cómo haría para estudiar y trabajar a la vez. Tenía que mantener la casa, pródiga en caños agujereados, cables viejos y goteras tan entusiastas que hasta prescindían de la lluvia. Debía además comprar muchos libros: los más caros eran los de anatomía. Pasaba las noches preguntándome hasta cuándo podría seguir con la carrera. Fue entonces cuando llegó la valija.
La trajo a mi casa el capitán Rand, el mismo que había enviado la carta con la noticia de la muerte de mi padre. Rand era todo lo que uno espera de un capitán de barco: tenía la barba cana, fumaba en pipa y tomó media botella de whisky sin parpadear. Dijo que había sido su amigo; lo dijo con vacilación, como si mencionar a mi padre y a la amistad en una misma frase fuera incurrir en un extravío o una paradoja. Mi padre, me contó, había sufrido un ataque cardíaco, pero no había muerto de inmediato, había llegado a recuperar la lucidez durante algunas horas.
-Entonces me dijo que regalara toda su ropa a los pobres de una iglesia católica, y que te trajera esa valija tal como estaba. Doy por cumplidas las dos cosas.
El capitán Rand dio unos pasos tambaleantes por la sala y puso en mi mano una llave diminuta.
Era una valija de cuero negro de las viejas; en una etiqueta estaba el nombre de mi padre. Yo me quedé un rato quieto sin animarme a abrirla. Por mucho que nos impongamos el escepticismo, la esperanza se abre paso, tenaz, por donde puede. Cómo no desear que adentro hubiera algo que me salvara: un puñado de billetes, un reloj de oro, cualquier cosa que pudiera vender, o quizás -pero esto era pedir demasiado- una carta donde mi padre explicara su larga huida por el mundo, que la muerte había perfeccionado. Recordé un refrán que decía mi tío Franco: “La vida siempre tiene la última palabra”, y le dejé a la valija la palabra final. Puse la llave y la abrí.
En el desorden provocado por las largas peripecias y los bamboleos del barco, había una serie de objetos sin sentido ni valor: un libro escrito en francés, un pequeño frasco de tinta verde, unas viejas cartas con sus sobres, atadas con una cinta amarilla; una mano con articulaciones, como las que usan de modelo los pintores; algunas monedas de distintas épocas y países, envueltas en un paño negro; una muñeca japonesa de madera. Las cartas estaban escritas en alemán y eran de una mujer desconocida; nunca supe qué decían.
Lo más extraño de todo era un caballo de ajedrez de porcelana blanca. A un lado de la cabeza tenía pintado un único ojo azul.
Mis esperanzas de obtener un peso de aquellas baratijas eran mínimas; pero necesitaba sacar la valija de mi vista. No me molestaban los objetos incongruentes, sino la ausencia de una carta o una sola línea dedicada a mí. No tardé ni un día en llevarle la valija a Franco, el hermano mayor de mi padre. Mi tío Franco tenía un negocio de antigüedades en la calle Medrano, cerca de Corrientes. Al revés de mi padre, Franco se ocupaba con devoción de su familia (su mujer, su única hija) y siempre me había tratado con una mezcla de afecto y distancia. Era un hombre alto, de ojos claros, que parecía estar siempre ligeramente ausente, como si de tanto estar entre muebles y cosas viejas un pedazo de él fuera incesantemente arrebatado por el pasado. Apenas me vio con la valija, me preguntó:
-¿Te vas de viaje?
Pero yo murmuré el nombre de su dueño, y le tendí la llave dorada. Antes, solo, yo la había abierto con lentitud (así es como se frotan las lámparas mágicas y se abren los cofres en los cuentos), pero él lo hizo con desinterés y brusquedad. Miró los objetos y sólo dijo:
-Tu padre, tu padre…
El predicado de la frase fue un largo silencio.
-¿Hay algo de valor? -pregunté.
Suspiró.
-Tal vez se pueda vender la muñeca. Hay coleccionistas que pagan bien. Pero depende de que pertenezca a una colección, de que no haya sido restaurada…
Conversamos de mis primeras clases en la facultad, de mis trabajos ocasionales (la desgrabación de algunas materias de la facultad, una suplencia en Botánica en un colegio secundario) y abandoné la valija con el alivio con que se despachan los equipajes en los aeropuertos.
Tres meses después ya estaba a punto de abandonar la facultad. El padre de un amigo me había ofrecido un trabajo de ocho horas en una aseguradora. Podría ganar lo suficiente para mantener la casa. Más adelante retomaría la carrera. Esta mentira me la decía en voz alta, para resultar más creíble. En esas deliberaciones estaba cuando mi tío me llamó. Caminé hasta el negocio. La valija ya no estaba a la vista. El caos de muebles, jarrones y cristalería se la había tragado. Franco sonreía.
-Aunque no lo puedas creer, vendí el libro.


Me tendió unos billetes. Alcanzaría para salir del apuro en que estaba metido.
-¿Tanto?
-El libro recopilaba unas cartas de un tal Argenson, un amigo de Voltaire. Pero no era valioso por eso, sino por no sé qué detalle de la encuadernación y porque estaba impreso en caracteres elzevirianos. A los bibliófilos les gustan esas cosas raras que uno ni nota. El librero buscó en unos catálogos, estudió el lomo con una lupa y pronunció una cifra que me sorprendió. Tengo años de práctica en poner cara de póquer, así que dije que lo pensaría. Pasé el resto del día visitando a todos los libreros anticuarios de la ciudad. Se lo vendí al que me ofreció más.
Miré los billetes.
-Es el primer regalo que mi padre me hace en años -le dije.
-Ya era hora.
Empecé a noviar con una estudiante y luego con otra, y no hay nada como el romance para que nos distraigamos de todo. Dejé que pasaran los meses sin una sola visita a mi tío. Cuando me aparecí en su negocio, yo andaba al borde de la ruina. Mi tío estaba de mal humor -una señora que acababa de enviudar quería venderle una lámpara y le pedía una fortuna- pero me dijo que se ocuparía del asunto en cuanto tuviera un minuto libre. Me pareció que le causaba un poco de fastidio el recuerdo de la valija.
Una semana después me llamó por teléfono.
-Decidí probar suerte con las monedas. Había una que parecía muy antigua; la fecha estaba borrosa, y le tenía algo de confianza. Pero parece que su valor era nada. En cambio, las dos monedas polacas, grandes y plateadas, las acuñaron justo antes de la invasión alemana y por eso son una rareza. Me ofrecieron 700 dólares. Las vendí sin consultarte.
Fui corriendo al negocio. Llegué sin aire: me esperaba mi tío en la puerta, sentado en una mecedora Thonet, con un sobre en la mano. Insistí en vano en dejarle una parte de comisión.
-No puede ser casualidad -dije después-. ¿Y si mi padre decidió entregarme algo valioso pero que estuviera escondido, a salvo de las miradas? Tal vez desconfiaba del capitán Rand.
-Puede ser -dijo mi tío, no muy convencido-. Pero no esperes que todo tenga valor. Aunque tu padre haya reunido estos objetos a propósito, puede haberse equivocado: no era ningún experto en antigüedades.
Los primeros años de la facultad habían estado marcados por la zozobra y los aplazos; los cambié por la convicción y los siete cincuenta. Las sucesivas novias ocasionales derivaron en una novia única, bonita y persistente; mis empleos transitorios, en un puesto en un laboratorio. Me pareció que vivir era como leer novelas policiales: uno iba pasando de las múltiples pistas al indicio verdadero, de los abundantes sospechosos al asesino final. Se aprendía a resumir, a subrayar lo importante. La valija colaboró con esa serie inevitable de progresos y abdicaciones que nos traen los años. Cuando enfermó mi madre, las estampillas de las cartas resultaron ser un tesoro; cuando apareció una vieja deuda inmobiliaria, la tinta verde fue vendida al Museo de Plumas de Sintra, en Portugal. La mano la compró una Academia de Bellas Artes: y así me enteré de que era un modelo fabricado en un taller de carpintería de Cartagena de Indias. La valija estaba casi vacía, pero yo ya estaba a punto de obtener mi título.
-Sólo queda el caballo de ajedrez -dijo mi tío-. Pero ahí no tengo ninguna confianza. Las otras cosas estaban completas; el caballo, en cambio, es la parte de un todo que no sabemos dónde está.
El caballo no me preocupaba. No tenía el mismo apremio que antes por el dinero. A lo que no me resignaba era a que la valija estuviera vacía del todo. Era como si todavía esperase de mi padre un último objeto, un mensaje final. Una tarde mi tío pasó a verme y nos sentamos en un bar de la avenida Boedo. Yo pedí un café, él un vaso de vino tinto y soda.
-Estuve investigando la pieza- dijo con tono misterioso.
-¿Y?
-Fui a curiosear a la biblioteca del club Torre Negra, ¿lo conocés? -Negué con la cabeza. -Parece que en la ciudad de Darmstadt, en Alemania, cerca de Fráncfort, hay un Museo de la Porcelana. Y ahí tienen un juego de ajedrez al que le falta una pieza. En los años 30 robaron uno de los caballos blancos. Como el museo viene ofreciendo, a modo de curiosidad, más que de esperanza, una recompensa por la pieza, ya varias veces les enviaron falsificaciones. Voy a escribirles, quién sabe, mirá si ésta es la verdadera.
Pero a los dos meses mi tío, en el mismo bar, me contempló con tristeza:
-Les envié el caballo, como te había contado. Y me acusaron de querer estafarlos, malditos alemanes. Parece que nuestro caballo era mucho más blanco, mientras que las piezas de ellos tenían un matiz amarillento. La superficie del nuestro era tersa; las otras piezas mostraban pequeñas, imperceptibles estrías. Ya está, se acabó, no hay nada más en la valija.
Di mi última materia sin decirle a nadie que terminaba: esos festejos con harina, témpera de colores y huevos siempre me parecieron deprimentes. Pero alguien tenía que enterarse, así que llamé a mi madre a Mar del Plata y la oí balbucear en medio del llanto, y luego pasé por el negocio para contarle a mi tío. Me dio un abrazo, algo insólito en él. Fue a la cocina y volvió con una botella.
-Tendríamos que brindar con champán francés, pero sólo tengo una sidra, que quedó de Año Nuevo. Igual sirve.
Brindamos en copas de cristal de Bohemia.
-Yo también tengo buenas noticias -dijo después de terminar la copa-. Me escribieron una carta del Museo de la Porcelana de Darmstadt. Parece que el mes pasado expusieron en una vitrina las falsificaciones de la pieza, entre ellas la nuestra. El público se entretenía mirando las diferencias entre las copias y el caballo blanco original. Pero una tarde aparece por el museo un viejo profesor de Física y pide hablar con el director. Éste lo recibe en su despacho. “En mi juventud yo jugué una partida con ese tablero, cuando estaba completo, y recuerdo perfectamente que la pieza que luego fue robada tenía pintado un solo ojo. Y uno de los caballos expuestos es así. Ahora bien: este detalle no lo sabe casi nadie. ¿Cómo lo supo el falsificador?”. Gracias a las palabras del profesor, el director del museo decidió darle una nueva oportunidad a la pieza. Así se dio cuenta de que nuestro caballo, lejos de ser falso, era el único que conservaba intacto el color original.
-¿Y por qué era distinto?
-Durante los bombardeos de 1944 el techo del museo se desplomó. Las otras piezas del juego se estropearon debido al polvo, a la exposición al sol, a la larga permanencia en el sótano inundado. La pieza era tan verdadera, tan semejante al juego en el momento mismo de su creación que, por contraste con el resto, parecía falsa.
Volvimos a brindar y terminamos la sidra.
-La semana que viene llegará el dinero -anunció mi tío.
Tenía que contarle algo a mi tío, así que aproveché un sábado a la mañana para acercarme al local. Me sorprendió ver a mi prima Esther.
-Papá está enfermo. Son los pulmones. El médico le ordenó que descansara al menos un mes. No quiere que esté en contacto con el polvo.
Yo iba a contarle a Franco que me habían otorgado una beca para una universidad del Canadá, pero me pareció que hablarle de viajes a mi prima, que sufría por estar condenada al negocio familiar, era una afrenta. Todos sus comentarios eran declaraciones de melancolía:
-Estoy tan cansada de las cosas viejas que me gustaría vivir en una casa en la que todo fuera limpio, nuevo y blanco.
Así como hay gente con la que entablamos conversación con facilidad, hay otros a quienes nunca sabemos qué decir. En esa mutua extrañeza coincidíamos con Esther. Ella me convidó un vaso de Coca-Cola y los dos nos quedamos en silencio, incómodos. Cuando entró un cliente, casi lo abrazamos. Aproveché la interrupción para decirle que me iba, que no quería molestarla, saludos a la familia. Ella me detuvo.
-En el depósito hay una valija con el nombre de tu padre. ¿Por qué no te la llevás?
Tenía curiosidad por revisarla a fondo, pero a la vez me desanimaba volver a mi casa con la valija. Fuera cual fuera su secreto, era mejor no verla más.
-Quedatela o vendela. Está vacía.
-¿A quién le voy a vender una valija vieja? Las nuevas, made in China y con rueditas, no cuestan nada. Además, me parece que vacía del todo no está.
¿Habría quedado un último objeto en un bolsillo o en un compartimento secreto? Era fácil imaginar a mi padre con una valija con doble fondo, atravesando fronteras nocturnas con cosas de contrabando.


Detrás de una puerta estaba el depósito. Ahí mi tío se dedicaba a encolar las patas de las sillas, a limpiar los bronces, a poner espejos nuevos en marcos antiguos. La valija estaba sobre una mesa. La llave dorada esperaba en la cerradura. Que haya una carta, deseé con todas mis fuerzas. Que la valija no esté vacía del todo. La abrí. Todas las cosas estaban en su lugar: el libro, las cartas atadas con cinta amarilla, las monedas, el frasco de tinta, la mano articulada, la muñeca japonesa, y abajo de todo, como escondido, el caballo de porcelana con su único ojo azul.
 Por Pablo de Santis

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