lunes, 28 de noviembre de 2016
HISTORIAS DE VIDA
La vida era algo que comenzaba a desperezarse, como los brotes de una planta que al fin se siente a gusto. Pero no pudo ser así: cuando Julia, mi primera esposa, murió yo tenía 41 años, y nuestros hijos nueve y once.
Recuerdo que leí el diagnóstico que le dieron en un abrir y cerrar de ojos, de pie, en la vereda del departamento en que vivíamos. Lo trajo un empleado del laboratorio. Me extendió el sobre sin ningún gesto que pudiera decodificar y me dejó solo.
Conocí el nombre y el apellido de la enfermedad que iba a tardar dos años en vencer a mi primera esposa: un linfoma linfoblástico, un cáncer en definitiva. No podía moverme, el papel colgando de mi mano.
En eso apareció un vecino. “¡Marquitos, che, se cortó el agua caliente!”, me gritó. Yo formaba parte del consorcio, y él me hablaba sin reparar en que su problema se empequeñecía mientras en mi corazón se levantaba una montaña de oscuridad.
Sus ojos se cerraron y el mundo sigue andando, cantaba Carlos Gardel en un tango que fue hecho, siempre pensé, verso a verso para mí.
A Julia la había conocido por un amigo que tenía una novia en Zárate y arregló una salida de a cuatro con una amiga suya. Yo acababa de recibirme de médico. Quedamos en encontrarnos en la estación Callao del subte, a las diez, un sábado.
Estuve a punto de faltar, pero fui. Al bajar por la escalera identifiqué a lo lejos a mi amigo, después a su novia. Recién después la vi a ella. Nos separaban unos diez metros todavía, y yo ya estaba enamorado.
Fuimos muy felices hasta que apareció la enfermedad, invencible. Fueron largos meses de internaciones y sufrimiento. Julia perdió poco a poco el pelo, pero nunca permitió que la viera pelada.
Mantuvo su coquetería intacta, usando pelucas y pañuelos. Convivir con el cáncer es como tener un hierro caliente en la mano. De algún modo, sin embargo, fueron meses de preparación.
Cuando vi venir la muerte, le pedí a mi hermana que se llevara a mis hijos de viaje con los suyos, a Mar del Plata. Julia se fue de este planeta lamentándose por una sola cosa: no poder verlos crecer.
En la morgue del hospital, un enfermero me preguntó si quería quedarme con algo suyo. “Un recuerdo”, dijo. Pero ¿con qué podía quedarme?
Fue entonces cuando tomé plena conciencia de que al irnos de este mundo no nos llevamos nada con nosotros. Lo miré, descolocado por la sugerencia. “El anillo, tal vez”, susurró. Pero yo no podía tocarla, ya. Le pedí que lo hiciera por mí.
Tampoco pude cerrar ese cajón, ni soportar que los chicos estuvieran presentes en el entierro. Era demasiado. “¿Por qué a nosotros?”, me preguntó mi hija cuando la tuve en frente, al fin, con esa verdad inconmensurable.
La muerte de Julia nos partió. Decidí dejar casi todos mis trabajos, me quedé apenas con dos horas en el centro de diagnóstico que tenía.
Creía que era lo mejor, que lo que mis hijos necesitaban era que yo estuviera ahí, presente, el mayor tiempo posible. Fui padre y madre a la vez, di todo. Por supuesto, no fue suficiente.
Me convertí en un viudo. “Viudo” es una palabra horrenda. Cuando tenés que anotar el estado civil, en cualquier documento, no existe como opción. O se es soltero o se es casado: el viudo no está, no figura. Es como si ya no participaras del mundo.
Creí que la angustia no se iba terminar nunca. No hay, no se ha inventado todavía, un “dolorímetro”. Nadie podría decir cuánto sufrí yo, cuánto mis hijos, cuánto los padres de esa mujer que amé tanto.
Las parejas amigas, ante un dolor así, se alejaron a la velocidad del agua cuando cae una gota de aceite en la fuente. No todas, debo decir: mi hermana y su marido Jorge, mis íntimos amigos Julia y su marido Alfredo, y Abraham de Montevideo se quedaron y me ayudaron.
Y fue el suegro de mi hermana, Mishe –el hombre que en las reuniones familiares me escuchaba con mayor paciencia– quien me aseguró primero que el dolor iba a pasar.
Yo no podía creerle, pero algo me decía que tenía, además de piedad, razón. Mis hijos no fueron al entierro, pero sí los llevé a la ceremonia de los treinta días.
Cuando estábamos volviendo del cementerio, de repente, comenzaron a cantar con total inocencia.
Cantaban una canción de moda, no recuerdo cuál, desde los asientos traseros del auto. Mantuve las manos en el volante sin poder creerlo. Del estupor pasé al coro, me sumé a su canto inexplicable.
Mishe seguía diciéndome en los asados que tenía que dejar pasar el tiempo, que el tiempo iba a hacer sus trabajos. Al año, después de colocar el monumento a Julia en La Tablada, sentí algo parecido a una liberación: fue un momento clave.
Los afectos que se habían quedado cerca me sugerían conocer a alguien, retomar mi vida. Me presentaban amigas, conocidas, primas, compañeras de trabajo.
Yo no podía conectarme con ninguna: solteras, divorciadas, separadas, me parecía que no iba a ser posible que nos entendiéramos jamás. Volvía de los encuentros desanimado.
¿Cómo iban a estar cerca de alguien tomado por una tristeza tan grande? En el silencio privado de mi cabeza me preguntaba si no habría, por ahí, alguna viuda como yo. Alguien que jugara para el mismo equipo de mi dolor.
Y si existiera, ¿cómo encontrarla? Me parecía imposible. Fueron meses de abatimiento, de intentos inútiles. Yo sé que ahora vendrán caras extrañas con su limosna de alivio a mi tormento, seguía sonando el tango de Gardel en mi interior.
Curioso, el día que murió el zorzal criollo que me canta desde entonces, a mi papá le daban el alta de una cuarentena en el Hospital de Inmigrantes y se encontraba con Buenos Aires al fin.
Una ciudad a la que había llegado, solo y con 22 años, en 1935. Lo vieron hambreado, analfabeto, parecía tísico.
Se había casado en Polonia con mi mamá, que llegó a este país para reunirse con él un par de años después. Era sastre. Tenían un negocio en Villa Crespo. Al lado había otro.
Se llaman casualidades a las combinaciones imprevisibles. Hubo una, capital —entre tantas que es difícil de creer—, que giró mi destino como una llave.
Mis padres eran amigos de la pareja de ese comercio lindero; además, eran vecinos en el edificio en que vivían
Yo no los conocía, pero mi mamá y esa señora conversaban mucho, la cercanía las había reunido. Hablaban del país, de la actualidad, de los precios en el mercado.
Una mañana fatal los vieron salir desesperados. Habían perdido a su hijo, Julio, que tenía 31 años. Un accidente cerebrovascular, de repente, había talado la vida de ese chico viajero y fuerte.
Julio había estudiado en Jerusalén y había vuelto casado, con su esposa, desde allá. Era padre de dos nenes que no llegaban todavía a la altura de un picaporte.
¿Cuál de esas dos madres comenzó la conversación? ¿Cómo la inició? ¿Cómo salteó la incomodidad, cómo dijo lo que dijo? No lo sé. Lo que sí sé es que mi padre empezó a hablar del asunto una vez que vino a mi casa de visita.
Yo lo notaba inquieto, con algo para decir pero sin poder largarlo. Al final, después de dar muchas vueltas, lo hizo: “Vos no te vas a ofender, hijo, pero la nuera del vecino quedó viuda … Hace un tiempo. Tiene dos hijos chiquitos. Como vos. No sé, quizás, se me ocurre, ¿no querrías conocerla?”.
Ni siquiera sabíamos su nombre.
En esa época, casi nadie tenía teléfono de línea. Mi papá me dio el número del negocio de los vecinos. Tardé días en decidirme a caminar hasta una galería que estaba cerca de mi casa, donde había un teléfono público, de esos que eran naranjas y brillantes.
Junté valor, metí la ficha. Cuando comenzó a darme tono de espera me di cuenta de que no sabía cómo presentarme. “Soy el hijo de Julio e Hinda”, dije. Y no me había equivocado, el cruce de nombres no era un error producto de los nervios.
Es que mi mamá también se llamaba como la mamá de Julio, y mi papá como su hijo recién muerto. En medio de esa confusión logré pedirles a los suegros de mi futura mujer que me hicieran el favor de pasarle el número de mi consultorio, para que me llamara.
Del otro lado del teléfono, cuando sonó a los pocos días entre paciente y paciente, había una voz extranjera. Un canto distinto al mío pronunció: “Hola, habla Joseline”. Y fue recién entonces que supe cómo se llamaba.
Acordamos una cita. “Nueve y media toco el timbre de tu departamento”, prometí. El viernes anterior llevé a mis dos chicos a Zárate, donde estaban sus abuelos.
Al volver, pasé por lo de mi hermana y tuvimos una discusión pequeña pero suficiente como para doblarme el humor. Esa bronca, un agotamiento infinito y la poca fe que guardaba me hicieron imaginar un encuentro de media hora, no más, con esta mujer que mis padres habían puesto en mi camino.
Así y todo me bañé, fui puntual. Manejé hasta su casa. Toqué su timbre. “Ya bajo”, prometió.
Entre la puerta de vidrio de la entrada y el ascensor habría unos siete, ocho metros. La distancia, de nuevo, del amor a primera vista. Yo estaba ahí, de pie. No esperaba nada, para ser sincero. De repente la vi aparecer.
Fue sentir lo mismo que aquella vez.
Abrió la puerta, me besó en la mejilla y salimos caminando para el coche. “Me están temblando las gambas”, le dije. Joseline, que había nacido en Bélgica y arrastraba una erre francesa, cuyos padres se habían salvado de la guerra casi por milagro, una chica que se había enamorado de un argentino por pura casualidad en la Universidad de Jerusalén y que había decidido quedarse con él en vez de con su primer novio; Joseline, todo el pasado de Joseline, todo el dolor estacado en el pasado de Joseline, un alma errante, una sobreviviente, abriendo sus ojos claros y sonriendo con la timidez de los heridos para siempre, preguntó: “¿Qué cosa son las gambas?”.
La media hora se transformó en ocho. Del café nos echaron cuando tuvieron que cerrarlo, y supimos que era de madrugada porque empezaba a clarear el horizonte al final de la calle donde estábamos estacionados, empezando a desempaquetar nuestras vidas. Se inauguraba un nuevo día y se inauguraba, también, una nueva esperanza.
Comenzamos a vernos, a escucharnos, con paciencia. Un día visitamos juntos el cementerio: yo la llevé a ver a Julia, ella me llevó a ver a Julio.
Sus restos descansan en distintas cuadras, pero tienen –increíblemente– el mismo número. Es que los dos necesitábamos pedirles permiso, presentarnos.
Lentamente, conocimos a los hijos del otro. Fueron ellos, todavía chiquitos, los que insistieron en que nos casemos. Una familia ensamblada es una aventura.
Y una de las difíciles, pero ¿qué no había sido difícil, ya, para todos nosotros? Joseline no quiso una fiesta grande, no quiso un vestido blanco.
Mi hermana nos prestó su jardín e hicimos venir al rabino. No recuerdo el color, pero ella dice que vestía de turquesa. Yo solamente miraba su cara, su pelo rubio: otra manera del amanecer.
Ahora tengo 78 años, y hace 36 años que estamos juntos. Tres veces el tiempo que pasé con Julia, cinco veces el tiempo que pasó con Julio.
Fue de Joseline la idea de fundir los anillos de matrimonio: el mío y el que a ella la unió con el papá de sus hijos. Aquel recuerdo que el enfermero rescató para mí en la morgue volvió a mi mano.
Un orfebre cruzó los materiales, y los hizo regresar curados por el fuego en dos anillos nuevos. Fue un modo de recordarnos que están presentes, que están con nosotros.
Que su partida es hermana de nuestro encuentro. Que el amor es esa patria gigantesca en la que todos los corazones errantes consiguen asilo.
Marcos Waciarz es médico; nació en Buenos Aires en 1938 y se crió en un conventillo de Villa Crespo, cerca del arroyo Maldonado que recién había sido entubado.
Una vez recibido, cursó la especialidad de radiología –recién se jubiló hace cuatro años– y trabajó intensamente hasta que quedó viudo de su primera esposa.
Allí supo poner cierto freno para dedicarse más a sus hijos. Conoció a Joseline –también viuda y con hijos– y creyó que el encuentro duraría media hora.
Pero fue flechazo. Hoy, ella estudia pintura y él se entusiasmó con el mundo digital: mantiene una colección de 800 películas que –asegura–no tiene problemas en compartir.
Por Marcos Waciarz
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