domingo, 20 de noviembre de 2016
HABÍA UNA VEZ...
Casi no merecía el nombre de planta: era apenas una rama, un fragmento perdido de lo que alguna vez había sido árbol, despojos de verde entre los escombros de una terraza remodelada. Y sin embargo. De ese resto vegetal -duro, terco, abigarrado en hojas de verde profundo y tamaño diminuto- habían nacido raíces. Un hilo de vida que se extendía desde las baldosas sobre las que había sido arrojada la rama (segura candidata al volquete) hasta el trozo de tierra que los arquitectos habían destinado a un futuro jardín en altura.
Latía algo tremendamente digno y porfiado en ese inaudito cordón umbilical. Tanto, que hubo alguien -y no precisamente un abanderado del universo verde, puedo dar fe- que tomó con suavidad la raíz, la rama y un poco de esa tierra a la que se habían aferrado, las depositó en un exiguo recipiente de plástico, decidió que merecían una segunda oportunidad.
Eso ocurrió unos diez años atrás, en Córdoba. La planta sobrevivió a la hecatombe de la terraza en construcción y sobrevivió también a los azarosos vaivenes de una mudanza a Buenos Aires. Hoy la miro mientras escribo: la presencia más sólida y recia del balcón de nuestra casa, pletórica de nuevos brotes y cubierta de hojas; gloriosa bajo el sol a veces impiadoso del séptimo piso, orgullosamente inmune a algún que otro olvido de riego.
"La vida siempre se abre camino": cada vez que contemplo a la planta sobreviviente, recuerdo la frase. La escuché de boca de Patricia Saragüeta, doctora en Química Biológica, que hace un tiempo, cuando la entrevisté, participaba de un proyecto científico con atisbos de ciencia ficción: junto a la Fundación Bioandina y el Zoológico de Buenos Aires, desarrollaba un banco de material genético con muestras del jaguar y otras especies en extinción. Intentaban generar las condiciones para que, en un futuro quizá no tan lejano, con las técnicas de clonación puestas a punto, fuera posible recuperar animales desaparecidos y preservar la biodiversidad.
En eso estaba cuando la conocí. En eso, y en la escritura -delicados e intimistas poemarios-, y en la creación de obras e instalaciones afines al diálogo entre ciencia y arte. Pero no fue ese notable espíritu renacentista lo que más me impactó; me sedujo su apertura hacia algo que uno jamás esperaría encontrar en un laboratorio: el misterio.
Investigadora del Conicet, Saragüeta trabajaba con cultivos celulares, sabía de la sistematicidad del trabajo científico, del rigor de las demostraciones y los papers. Pero, a cuento del proyecto de los jaguares y la necesidad de ingresar en los territorios donde esos animales habitaban, había tomado contacto con chamanes. Y ella, la científica que hurgaba en los orígenes mismos de la vida, los mencionaba con un respeto en el que no había ni una sombra de impostación.
A mí, que siempre fui más o menos sensible a las paranoias apocalípticas, me intrigaba su opinión: ¿estábamos tan al borde de la extinción como los animales cuyo material genético intentaba preservar? Se lo pregunté y, como deber ser, no obtuve ni un sí ni un no: "La vida siempre se abre camino", dijo.
Desde luego. La respuesta de alguien consciente del propio tamaño: ¿qué somos, más que una particular y parlante versión de una forma que tiene mil variantes?, parecía haberme querido decir. La humanidad: un eslabón efímero y acotado, parte de una cadena infinita, inaprensible, inabarcable.
Hay noche de "superluna", rememoro aquella charla y, como tantas otras veces, siento que la información científica puede llevarse bien, pero muy bien, con algo parecido a la magia. Por estos días, nuestro satélite está excepcionalmente cercano, informan los astrónomos de todo el mundo. Bañado en su luz blanquecina, el ejemplar verde más terco del universo, aún enraizado en la nada de tierra que lo hizo vivir, me parece más noble que nunca.
D. F. I.
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