martes, 29 de noviembre de 2016
HECTOR ALTERIO; "ACTOR"
Si ves a Héctor Alterio después de que él deje de ser otro en el escenario verás en realidad al que fue allá arriba, hasta que cae sobre él la luz de la realidad y es de nuevo Héctor Alterio, este hombre pacífico y risueño que tiene manos de portero de fútbol y ojos de Robert Redford.
Nació en Buenos Aires hace 87 años, de origen italiano, y sueña o canta en ese idioma. En España vive desde 1972.
Ha hecho todos los personajes posibles, y siempre le ha pasado lo mismo: bajaba del escenario y era cada uno de esos entes de ficción que llevó a la pantalla o al teatro.
En el escenario es ahora Andrés, un hombre que pierde la memoria y se desorienta en medio de un mundo de brumas y malentendidos.
Pero no se puede evitar: le das la mano y es el mismo personaje de El padre, la historia que escribió Florian Zeller y que dirige en el Bellas Artes de Madrid José María Plaza.
Va a la cita con su abrigo de invierno, con ese aire de hombre que se entretiene con todo, con el fútbol, con la nieta, con los escaparates.
Y cuando se despoja del ropaje invernal, y pide un café con leche y habla de fútbol (de su Real Madrid, esa pasión) y pasea por el bar sus ojos azules, es imposible no encontrar en el asombro sin oscuridad de sus ojos al mismo hombre que representó anoche, tan ausente, tan duro o tan tierno como el Gabriel García Márquez que a su edad, más o menos, era como este Andrés que es Alterio en el escenario.
Pero él está aquí, no es Andrés, es Héctor Alterio.
La primera vez que estuvo cerca del drama humano que representa ahí arriba fue cuando su amigo el actor Juan José Campanella lo llevó a ver su madre, una mujer de ochenta años, que estaba en esas circunstancias, en una residencia de Buenos Aires.
Iban a rodar El hijo de la novia, con Norma Aleandro, y ese era el asunto. “Su hijo y yo la sacamos a pasear alrededor de su casa. Era una persona mayor, de la edad que tengo ahora, fija en su pensamiento. En un momento determinado se paralizó con pavor mirando hacia delante, nos cogió de los brazos (ella estaba en el centro) y dijo: ´¡ay, si me viera mi papá!` ¡Como si su padre pudiera verla del brazo de dos muchachos! Dimos una vuelta y al llegar a la puerta exclamó: ´¡No, yo ahí no entro!` Vinieron los enfermeros, nosotros no pudimos entrarla”.
Es ahora un actor veterano. Le funciona la memoria, su materia prima, “y recibir a la gente asombrado y alegre; me lo dan los ojos. ¿No ves? Yo saludo así. ¡Como en la obra, alegre! Con los brazos abiertos, ¡así!.”
El Eurobuilding, donde toma café con leche, se convierte de pronto en un escenario y él es Andrés, no el actor. Y el entorno es claro y oscuro a la vez, “como la obra”.
“La obra”, dice Alterio, “es sobre la oscuridad. La oscuridad es la que marca la mente de la persona que sufre esa enfermedad. Y la luz contribuye entender el estado de ánimo, no sólo de esa persona sino de las que la atienden”.
La gente no lo ve como Alterio, lo ve como Andrés. “Y yo me veo así, claro que me veo. Y me veo sentado en el patio de butacas.
Y me veo en los que luego me vienen a ver y lloran cuando me ven porque vuelven a enfrentarse con el personaje o con la persona que les provoca ese sentimiento.
Un tío, un padre, alguien los espera en la misma circunstancia, con la misma oscuridad dentro y fuera”.
Podría terminar siendo abajo tan solo el actor, no el hombre, respondiéndoles.
“No soy ya el actor entonces. Soy el ser humano que soy, no puedo ser el actor respondiéndoles. Pero a veces sí, me doy cuenta de que les respondo como si estuviera en el escenario…, perdido más allá de la oscuridad de Andrés”.
—¿Y hay un momento, Alterio, en que se deja de ser actor también cuando se baja?
—¡No sé! Yo trato de dejarlo inmediatamente. ¡Y tengo a mi mujer que me reprende: ´¡Que eso es lo que dices en la función!` Pero no me doy cuenta…
Alterio repite, en el escenario de la cafetería, la metáfora del fin de la obra: “… es como si se me fuesen cayendo mis hojas, unas tras otras”.
Andrés es un árbol sin memoria cuyas ramas se caen, es el final de la vida, y es también el límite de la memoria. Y ese otoño umbroso en el que entra parece el del propio Alterio, a esta eda
“Y el público se lo cree, cree que este soy yo también. Tengo la edad del personaje, no soy un viejo que está interpretando a un viejo con Alzheimer. Es Andres, soy Andrés, soy creíble. Yo miro a través de mi físico, y mi físico es el de cualquier personaje que pueda tener Alzheimer. Eso me ayuda, me libera y me deja trabajar en paz y en paz. Es mi trabajo. Ser otro. Y aquí lo soy, enteramente otro, pero yo en
—Así que es usted pero otro.
—Si hubiera tenido una escuela, como el Actor´s Studio o alguna de esas, te podría responder, pero no la he tenido. Siempre aprendí mi letra, dejé que el director me pusiera en la escena y largaba. Con el correr del tiempo primero tengo que leerlo y creérmelo yo. Cuando ya está todo preparado, el espectador me tiene que creer a mi y yo se lo digo con la mayor verdad. La mía, la de Héctor Alterio… ¡Yo no puedo evitar ser yo mismo, todo pasa por mí!
—Alterio, dice que le gusta esa frase de la obra, la oscuridad, el fin del tiempo, las ramas que se van cortando… ¿Y usted, cómo se lleva con el tiempo?
—El tiempo… Mira, yo sé que la pelota está pegando en el poste, aunque todavía no ha entrado. Pero cuando pega en el poste, al poco es gol. Sé que estoy en ese momento. Estoy bien de salud, la retención de la letra no es la misma que hace diez o veinte años… Y el público me responde. Es lo que hace que ese gol siga golpeando ahí en el poste y no me afecte. Sé que entrará…, pero mientras tanto… Tengo apetito, como, discuto de política y de fútbol, hago mis fideos… Es decir, la vida. No voy a pensar que dentro de dos meses, dos años o tres esto se puede acabar. ¿Para qué me voy a arruinar la vida hasta ese momento?
Cuando sale del escenario de la cafetería y alcanza la calle húmeda, Alterio se va tarareando en italiano, con la música viaja a su origen.
J. C. R.
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