viernes, 25 de noviembre de 2016

HISTORIAS DE VIDA....


Hubo un tiempo en que escuchaba a Vangelis. Por aquello de la "música cósmica", supongo. No era una afición que comentara con los amigos de gustos musicales más sofisticados; mucho menos con los que caminaban por el lado salvaje (andá a confesarle ciertas blanduras a un devoto de los Sex Pistols). Con el correr de los años, el gusto por el compositor griego fue quedando olvidado entre el tsunami de lecturas, indagaciones musicales, películas y novedades culturales que nunca -por suerte nunca- parece detenerse.


Hasta un viaje en taxi, hace unos meses. Tenía que llegar -de ser posible, teletransportarme- a Caballito en medio del habitual colapso porteño. Así que levanté la mano, detuve un auto y lancé sin aliento la dirección a la que me dirigía. El taxista viajaba con los vidrios levantados y Vangelis a todo volumen. Una cápsula del tiempo.
"Si te molesta, apago", dijo, mirando el espejo retrovisor. Y yo que de ningún modo, "dejalo así, está perfecto". Sonrió: siempre es bueno descubrirse parte de una cofradía.
El viaje habrá durado unos veinte minutos. Una islita rodante. Los acordes electrónicos tenían algo así como sabor a infancia. Un tenue lazo con una época en que la inocencia parecía posible: la música de Cosmos, Carl Sagan y su polera eterna, su humanismo optimista, el sueño de mirar el cielo y creer no sólo que indefectiblemente llegaríamos a las estrellas, sino también que todo lo que estaba por venir sería mejor, luminoso, indudablemente bueno. Esa idea del futuro como promesa y no acechanza que por estos días, ay, cuesta tanto no considerar ingenua.



Volví a pensar en la dupla Vangelis-Sagan el viernes pasado, cuando asistí, junto con dos niños -hijo y amiga de hijo-, a una actividad organizada por el Centro Cultural Ricardo Rojas en la cúpula del CCK. Cielos, se llamaba la experiencia, y era una suerte de iniciación al conocimiento astronómico: observación, por medio de telescopios, de un cúmulo estelar; proyección de cortos sobre las auroras boreales, las constelaciones, el Voyager, su disco de oro y la certeza -¿romántica?- de que alguna vez toda la información contenida allí será leída por inteligencias extraterrestres que la comprenderán, nos comprenderán e intentarán establecer un amistoso y sabio contacto.
Y yo llevando a esa experiencia a la generación de Pixels.
Los chicos contemplan las fotografías expuestas, asisten juiciosamente a las proyecciones, miran a través de los telescopios un punto del cielo en el que a simple vista no se ve nada pero que, a través de la lente, se revela como un abigarrado tapiz de estrellas. Estoy en éxtasis, pero ellos no tanto. Intento explicarle a mi hijo el sentido del disco del Voyager: asiente, con ese gesto que viene despuntando hace un tiempo y significa que tiene ocho años y ya aprendió a responder lo que, intuye, los otros esperan de él. Una expositora menciona la célebre expresión de Sagan: ese "pequeño punto azul pálido" que resultó ser la Tierra fotografiada por la Voyager 1 a miles y miles de kilómetros de distancia.

 Me conmuevo, me pregunto si los chicos entendieron el sentido de la frase. Los veo felices de estar juntos, entusiasmados por el espectáculo de la ciudad nocturna que nos rodea, más dedicados a saltar en la terraza o jugar con unos módulos de realidad aumentada que a obligarse a la quietud de las explicaciones científicas. Su alegría es rotunda; puro y radiante aquí y ahora.
 Dos niños -como todos los niños que vinieron antes de ellos, como todos los que vendrán- desternillándose de risa por el puro gusto de sentirse vivos, de correr, de sentir el cuerpo palpitar y resistirse al aire frío de la noche. Ellos, los adultos que probablemente vean a la humanidad llegar a Marte, olímpicamente inmunes a las estrellas, al futuro, sus promesas o amenazas. Quizás ésta sea, después de todo, la mejor utopía.

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