Jamás podremos huir de aquello que perdimos", piensa el señor Linh, que lo perdió prácticamente todo.
Linh es un personaje de ficción, de esos destinados a ponerte el corazón en un puño. El héroe de una historia que llama a ser leída una y otra vez, especialmente en esos momentos en que la fe en la humanidad flaquea. Al señor Linh lo creó el escritor francés Philippe Claudel, un experto en indagar en la potencia silenciosa de las pequeñas cosas.
El libro se llama La nieta del señor Linh. Y comienza de un modo insuperable. Un hombre mayor acaba de descender de un barco. Sus manos sostienen una valija ligera y una bebita "más liviana que la valija". El hombre se llama señor Linh y es el único que lo sabe, "porque todos aquellos que conocían su nombre han muerto".
Nunca se nos dirá exactamente a qué ciudad francesa llegó Linh ni de qué país proviene. Intuimos sus rasgos orientales, la belleza exótica de su tierra de origen y la tragedia -una guerra, a saber cuál- que lo arrojó a un barco de refugiados. Apenas sabemos que los seres que alguna vez lo rodearon fueron barridos de la faz de la Tierra. Y que a él solo le quedan tres cosas: un puñado de tierra, tomado de algún camino de su aldea arrasada y envuelto en un trozo de tela; una vieja foto familiar; la niñita que estrecha contra su cuerpo.
Claudel, que dedica el libro "a todos los señor Linh de la tierra y a sus nietas", nos introduce, con discreción y hondura, en un drama con mucho de universal. El señor Linh arriba a una ciudad en la que todo, desde los ruidos hasta las casas, los olores y el movimiento de la gente, le resulta extraño. No entiende una palabra de la lengua en la que le hablan. No le encuentra sabor ni comprende con qué elementos fue realizada la comida que le brindan. En ese estado de brutal despojamiento, se deja llevar por las personas que lo asisten en el centro de refugiados. Su mundo sigue siendo aquel que dejó. Una espina dolorosa y dulce que hinca hondo, demasiado hondo, en su pecho.
En uno de los escasos paseos en los que se permite alejarse del centro de asilo, el pequeño y delgado señor Linh se encuentra con el señor Bark, un robusto hombretón que quizá tenga su misma edad, fuma mucho y extraña a su mujer, fallecida hace un tiempo. Hablan, cada uno en su lengua. Y resulta que algo sucede. Día tras día, se sientan en el mismo banco de plaza. Intercambian regalos: el señor Linh obsequia cigarrillos; Bark, un vestido para la niña. Se cuentan cosas y en la inflexión de la voz, en los gestos o silencios del otro, adivinan emociones, sospechan alegrías, vacíos, promesas. Se reciben con una sonrisa. Se despiden con un "buenos días" dicho en el idioma del otro, y que ambos suponen que quiere decir "adiós". Con la delicadeza de una filigrana secreta, van tejiendo una singular amistad.
Una tarde, Bark lleva a Linh a un bar y le hace conocer la delicia almibarada del vino caliente. Otro día, pasean por el puerto y Linh se detiene, señala más allá del mar y por primera vez dice en voz alta el nombre de su país. Eso sí lo entiende Bark, que de joven mató, quemó, mancilló, asedió y portó armas y uniforme en vaya a saberse qué guerra acontecida en la tierra del señor Linh. Bark sentirá un escalofrío aterrador, una vergüenza profunda, una tristeza antigua. Entre lágrimas, le cuenta todo a Linh y le pide perdón. El hombrecillo lo mira sorprendido, no entiende palabra, pero sí comprende cada uno de los sentimientos que tiemblan en la voz de su amigo. Y lo percibe más próximo, más hermano; tan solo y atravesado por el dolor como él mismo.
El relato sigue, pero este es el núcleo de su fábula. Dos seres más allá y más acá de las palabras. Amables el uno con el otro. Capaces de esa infrecuente proeza: el mínimo, enorme, sustancial acto de ponerse en los zapatos del otro. Y callar un momento. Y saber escuchar.
D. F. I.
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