Por razones diferentes los conceptos motivación y compromiso suelen estar en estos tiempos a la orden del día. En el deporte, en los negocios, en la educación se insiste en motivar. Abundan los motivadores, sus técnicas, sus recetas, sus cursos, sus videos. Por otro lado, en esos mismos ámbitos, a los que podríamos sumar el de las relaciones sentimentales, se pide compromiso mientras se escuchan lamentos por la decreciente presencia de este factor. Motivación y compromiso no son sinónimos, aunque a veces aparezcan en la misma bolsa, e incluso pueden resultar nociones que difieren. En síntesis: la motivación empuja, el compromiso atrae. Quien necesita ser motivado debe ser espoleado. Quien se siente comprometido avanza por sí mismo en pos de un logro.
Según el matemático y psiquiatra británico Steve Peters, eso que llamamos cerebro es, en realidad, un sistema formado por un conjunto de cerebros. Estos serían el cerebelo, el hipotálamo, el occipital, el límbico, el parietal, el temporal y el frontal. En su libro La paradoja del chimpancé, Peters argumenta que tres de esos cerebros (frontal, límbico y parietal) conforman la mente psicológica y los rebautiza como humano, chimpancé y ordenador (o computadora) respectivamente. El cerebro chimpancé es el habitáculo de nuestras emociones. En él todo es impulso, impronta, espontaneidad, no hay cálculo, reflexión, ni inhibición. Estos factores ausentes, más la comparación, la imaginación, la visualización de circunstancias futuras, la comprensión, el discernimiento, pertenecen al cerebro humano. El ordenador, o computadora, ordena, clasifica y traza coordenadas.
Quedémonos aquí con el cerebro chimpancé y con el humano, sin olvidar que ambos nos componen. Uno es emocional, el otro racional. La motivación es materia del primero de ellos. Se trata de un fenómeno emocional. Etimológicamente proviene del latín motivus, que significa movimiento. Y de eso se trata, de moverse, de salir de un lugar o una situación. Ese movimiento, para mantenerse, necesita permanentemente combustible. Empujones. A cada minuto un nuevo disparador. Y, como bien advierte Peters, no es una expectativa realista la de sentirse motivado todos los días de la vida, más allá de lo que uno haga. La motivación se alimenta de emociones, y estas pueden variar súbitamente e incluso interferirse unas con otras. En medio de un torbellino emocional puede sucumbir una motivación. La motivación es útil como impulso, señala el investigador británico, pero no es el elemento esencial para la consumación de un proyecto, un propósito o una visión.
Es ahí donde hace su entrada el compromiso. Este pertenece al campo de lo racional. No nos comprometemos ciegamente. Comprometerse, sea en lo laboral, en lo profesional, en lo social o en lo afectivo, es el resultado de un proceso. Hay una cierta relación entre compromiso y sentido, si entendemos esta última palabra como propósito o razón de ser o existir. En el compromiso hay una cualidad existencial que no se da en la motivación. Quien se compromete verifica con qué recursos cuenta, traza una hoja de ruta, evalúa las dificultades que deberá afrontar y avanza siempre guiado por una brújula que le señala un norte más allá de las vallas a sortear.
De la misma manera que no se puede cubrir largas distancias a fuerza de saltos, es decir de una motivación detrás de otra, tampoco se puede exigir compromiso sin un propósito que merezca enfocar importantes energías vitales hacia él. Ni la motivación ni el compromiso operan milagros ni producen resultados mágicos. Se valorizan cuando conectan con la noción de sentido. Ya decía Nietzsche que quien tiene un para qué siempre encuentra un cómo.
S. S.
S. S.
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