"Yo largo todo y me voy al demonio". ¿Quién no lo ha dicho alguna vez?
Los edificios que nos encierran, la rutina estresante, las bocinas y ese colectivo que no llega o está atestado, mientras las dificultades económicas, sociales, profesionales hacen lo suyo... Todo apunta a que el deseo sea irse, largarse, rajar... Quizás usando aquel transportador maravilloso que usaban el Señor Spock y el inefable Capitán Kirk, de Viaje a las estrellas, cuando querían salir a pasear por fuera de la nave Enterprise.
Para empeorar las cosas, llegan los relatos, a veces gloriosos o épicos, de quienes se vanaglorian de haber dejado todo así, "de una", tras lo cual arribaron al paraíso, sea versión ecológica en un edén verde y puro, o de prosperidad económica y de nivel de vida amable y confortable en el Primer Mundo. Desde allá, rodeados de montañas, valles y playas, o en territorios primermundistas en donde no hay basura en la calle y los trenes llegan a horario, comentan acerca del coraje de partir, del aroma de los árboles en primavera, las bondades de la organización social próspera y la serenidad del nuevo paisaje que los acerca a lo divino.
Una tarde estival en un subte sin aire acondicionado, una cuenta con aumento descomunal, un estado de precariedad laboral insufrible o la inseguridad de cada día hacen que aquellos lugares, lejanos y perfectos, suenen a la vía regia para zafar de tanto despropósito y alcanzar el paraíso en la Tierra.
Es lógico, es natural, y debemos saber que a veces es un deseo real, y otras, una reacción de bronca, de hastío, que no responde, sin embargo, a un deseo sustentable.
Nadie dice que debamos someternos a un lugar que no nos gusta. De una forma u otra, sea bajando de los barcos desde otros continentes o llegando a Retiro o Constitución provenientes de otras provincias, todos somos descendientes de alguien que partió de algún lado, dejando atrás su paisaje (geográfico, emocional, espiritual) de origen.
Ocurre sin embargo que una cosa es irse y otra huir. No hay que olvidar que el efecto rebote, producto de partidas impulsivas e imprudentes, es muy pernicioso cuando se tienen responsabilidades y, en particular, hijos.
No se aconseja huir para adelante. Tampoco idealizar otros lugares, ya que, como dice el refrán, "en todas partes se cuecen habas". Si alguien quiere partir, que planifique, y eso ayudará a que, además de irse, pueda sostener su proyecto.
La frase "me quiero ir" o "quiero largar todo" contiene un alto nivel simbólico respecto de cómo nos manejamos con nuestra realidad. Como aquel dicho adolescente que decía "paren el mundo que me quiero bajar", es lógico renegar de la realidad, desear vivir otra cosa, respirar otro aire. Pero de una forma u otra nos llevamos a nosotros mismos, y eso hay que tenerlo en cuenta ya que, sabemos, ni la geografía más linda y próspera nos salvará de ser quienes somos.
Uno se va de la casa de los padres, de su ciudad, de su país. También puede irse de un trabajo, de un matrimonio, de un grupo de amigos?, pero no se va de ser quien uno es. En tal sentido, ni el miedo ni la bronca son buenos consejeros, y mejor se va quien mejor sabe valorar el lugar desde el cual parte.
Vale saber qué es lo que se lleva a título de equipaje, y, como ocurre con los padres, si bien es ley partir del hogar paterno alguna vez, conviene llevar en el corazón lo mejor de ellos, un equipaje que ayuda a nutrir y encontrar referencia en los nuevos lugares y mejorar la calidad de las vivencias que en ellos se desplieguen.
Por eso, irse es el fruto de un proceso, no la huida de una circunstancia. Uno se va a favor de un sueño que pide pista, no en contra de una realidad, por más áspera que esa realidad pueda ser.
El autor es psicólogo y psicoterapeuta
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