Tres semanas de vacaciones no alcanzan para mucho. Esto es algo que volvemos a confirmar al final, cuando terminan. Porque antes, cuando nos arrimamos a ellas y se perfilan como la más dulce de las promesas, vemos la Tierra Prometida donde redimiremos todas nuestras deudas y carencias: cabe allí lo que no leímos durante el año, las series que no vimos, los programas que le debemos a la familia y hasta unas siestas eternas bendecidas por el canto de los grillos. Movido por este espejismo, y en medio de otros propósitos desmesurados, dos veranos atrás decidí revisitar de modo más o menos integral la obra de Bergman. El streaming aún no había barrido del todo a la piratería del DVD y en un local oscuro conseguí unas diez películas suyas. Me disponía a volver a otro mundo, quizá no muy distante en el tiempo, pero desplazado por los cambios y la velocidad de la vida digitalizada.
Al final, lo que debía ser una inmersión profunda en el universo del cineasta sueco acabó siendo un chapuzón: durante esas tres semanas libres de obligaciones solo vi dos de sus películas. Fui débil y me ganó Netflix. Sin embargo, este verano, cansado ya de series muy bien producidas que empiezan a parecerse demasiado unas a otras, me acordé de Bergman. Fue una reacción agónica, un manotazo de ahogado, porque apenas me quedaban tres o cuatro días de vacaciones. Elegí dos películas ligadas entre sí y las vi en trasnoches consecutivas: Escenas de la vida conyugal (o Secretos de un matrimonio) y Saraband, su secuela.
Escenas... me había impactado en su momento, pero tenía de ella un recuerdo vago. Enseguida me vi envuelto en el progresivo resquebrajamiento del matrimonio que integran Johan (Erland Josephson) y Marianne (Liv Ullmann). Pasan de una relación falsamente idílica a una separación que no supone la extinción del vínculo que los une, sino que los conduce, ya libres o con nuevas parejas, a una serie de encuentros y desencuentros pautados por el ritmo inestable de sus deseos y pulsiones. Saraband, la secuela, retoma a estos personajes en su vejez, durante un último encuentro que tienen en la casa de campo de Johan, después de 32 años sin verse.
El de Bergman es un universo denso, donde la finitud del hombre está siempre presente de modo tácito o explícito, como sucede, por ejemplo, en las maravillosas El séptimo sello, Cuando huye el día o La fuente de la doncella. Encontré en Escenas... y Sarabandaquello que esperaba y más también. Sin embargo, advertí en ambos films, a pesar de la lucidez de sus diálogos, una cuota de ingenuidad. No era tanto el paso del tiempo, me dije. La razón, más que en las películas, había que buscarla en mi propia mirada, acostumbrada hoy a los planteos epidérmicos y cínicos de muchas de las series que vemos por streaming. En Johan y Marianne se percibe, aun en medio del vacío, algo que está quedando fuera de uso: la búsqueda de un sentido. Esa carencia que mueve a los personajes los hace más humanos.
Aunque quizás estén solos, Marianne y Johan alcanzan momentos de una intimidad conmovedora. Tras el arco de la vida, que los unió y los separó varias veces a través de los años, podría decirse que a su modo se tienen el uno al otro.
-A veces siento pena por no haber amado nunca a nadie -dice Marianne en la última escena del primer film-. Tampoco creo que haya sido amada. Eso me entristece.
-Ahora creo que estás exagerando -responde Johan.
-¿Te parece? -sonríe Marianne.
-Solo puedo responder por mí. Y pienso que te amo a mi manera incompleta y bastante egoísta. Y a veces creo que tú me quieres a tu manera peleadora y emocionalmente trastornada. Creo que tú y yo nos queremos. De una manera terrenal e imperfecta.
Johan, inmaduro y caprichoso, complementa esta idea en otra línea genial: "Mi amor es como es -le dice a Marianne-. No puedo describirlo y no suelo sentirlo". La incomunicación empieza por casa. Y se prolonga después, naturalmente, hacia los demás.
Marianne acaba siendo la más sensible, la que aprende algo de la vida y es capaz de dar respuestas adecuadas a los conflictos que se presentan. Al final de Saraband, ayuda a Karin, nieta de Johan, a liberarse del karma de la familia. Y le da calor a Johan cuando, tras un intento de suicidio de su hijo, lo corroe la angustia. Un calor provisorio, como todo en Bergman, que en definitiva es -lo sigue siendo- uno de los grandes narradores del desamparo de la condición humana. El de ayer y el de hoy, que son el mismo.
H. M. G.
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