Anna llegó a la Argentina en 1949 a los 21 años. Nacida en Dinamarca, tuvo la suerte de llegar a Suecia durante la guerra junto con Erika, su hermana menor. Fue en un barco pesquero que llevaba también a otras familias judías para salvarlas de una muerte segura.
Sus padres, esperando conseguir otro transporte, no tuvieron la misma suerte. Anna de 15 años y Erika de 12, solas en el mundo, fueron recibidas por los Olsson y sus 3 hijos, Alvar de 18 y Gudrun y Lisa, de 16 y 13. Las chicas congeniaron inmediatamente. Seis años después supieron que sus padres habían sobrevivido y que estaban emigrando a la Argentina. A pesar de lo bien que vivían con los Olsson, Anna y Erika, enloquecieron de alegría ante la posibilidad de volver a reunirse con sus padres. Buenos Aires las recibió un miércoles 21 de septiembre de 1949 en una mañana límpida y luminosa, uno de esos días crocantes que a veces nos regala esta ciudad.
Como tantos inmigrantes y refugiados, ellas aprendieron rápidamente los usos y costumbres, así como el idioma y los códigos de relación, con estilos bien diferentes de los suecos y daneses. La gente era más abierta, más comunicativa y cálida pero al mismo tiempo pacata, moralista y conservadora. Acostumbradas a usar pantalones debido al frío, Anna y Erika vieron con asombro que acá les estaba prohibido a las mujeres en aquellos años. Se sorprendieron con lo remilgadas en el plano sexual que eran las chicas como ellas, como si fuera un tema del cual no se pudiera hablar, como si no existiera.
Las dos se casaron y tuvieron hijos. La hija del medio de Anna, Isabel, se casó en 1982 y su viaje de luna de miel fue a Estocolmo, con la ilusión de conocer a la familia que había salvado a su mamá y a su tía. Con mamá y papá Olsson ya fallecidos, fue Gudrun quien las recibió en su casa, junto a su hermana Lisa, sus maridos y los hijos ya adolescentes. No paraban de hablar, en inglés, claro. Isabel pudo ver con sus propios ojos la calidez, el interés y la transparencia con que se relacionaban, como siempre había escuchado de labios de su madre.
Vieron fotos y escucharon las anécdotas que contaban las hermanas suecas e Isabel conoció otra faceta de su mamá y su tía, sus sueños de jovencitas, sus travesuras y flirteos... Las fotos de Argentina abrieron curiosidades y preguntas sobre trabajos, costumbres, expectativas. Los bombardeaban a preguntas. Había una corriente de comunicación insólita, con un sentimiento de familia como el que se tiene con los parientes biológicos, fácil, como si conocieran de toda la vida. Querían saber cómo vivían, de qué se ocupaban, sus gustos y actividades, tenían sed por todo, sumergirse en sus vidas e imaginarlas en aquel lugar tan lejano del cono sur. Pero las diferencias culturales, aunque menos notorias que en 1949, seguían existiendo. En medio de la comida, delante de grandes y de chicos, sin que se le moviera un pelo ni hubiera nada particular en el tono o en la mirada, Lisa preguntó a la nueva pareja: "¿Y qué tal su vida sexual? ¿va todo bien?". Es que los suecos saben que es un tema importante en la vida en pareja y que puede ser conversado en familia. "¡Qué lejos estamos aún de eso", pensó Isabel. "¡Qué lejos!".
D. W.
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