Los colores del incendio, de Pierre Lemaitre
"Sin la menor emoción, Madeleine volvió a ver la enorme y pesada verja de la gran casa a la que seguían llamando 'mansión Péricourt', como esos edificios destruidos por un incendio que, sin embargo, conservan su nombre: se sigue diciendo 'la casa del doctor Leblanc', pese a que ya han pasado por ella otras tres familias, o 'la glorieta Bernier', aunque haga veinte años que desapareció".
La cita precedente alcanza para dialogar con el núcleo tanto argumental como estético de la última novela de Pierre Lemaitre (París, 1951), Los colores del incendio, continuidad de aquella otra - Nos vemos allá arriba- que le valiera seis años atrás, acaso para sorpresa de muchos, el todavía prestigioso Premio Goncourt. Por un lado, el incendio al que alude el título es metafórico: se trata del derrumbe de una familia, cuya casa es, más que una posesión valiosa, un símbolo absoluto. Por otro, la frase permite observar -claro que la traducción la convierte en apenas una de sus posibles versiones- la tímida elegancia y la fluidez de una prosa que, a la vez, se torna con frecuencia explicativa o redundante, cubriendo casi todos los espacios en blanco, como si Lemaitre no confiara lo suficiente en sí mismo o en la paciencia de sus lectores.
La novela empieza con los funerales del patriarca familiar, el padre de Madeleine, una mujer culta y sagaz pero que ha quedado impensadamente a cargo de un imperio, un rol para el que no ha sido entrenada. El otro hecho importante de ese inicio es un accidente, más bien una fatalidad a la que nadie parece encontrarle explicación. La confluencia entre ambos sucesos marca el pulso de todo el relato, y sin duda uno de sus mayores logros es el modo en que ambos ejes se entrelazan y potencian los diversos acentos de la historia.
Con todo, no se priva de algunos efectismos dignos del melodrama, en particular en las secuencias de diálogo -es decir, cuando la mediación del narrador se ve atenuada-, y sin duda su relación tan mentada con la novela del siglo XIX habrá que establecerla, antes que en la cercanía de Flaubert o Stendhal, mucho más en sintonía con Dumas y ciertos derroteros de la novela de aventuras, que anticipan de manera mucho más evidente o folletinesca los trucos de la televisión.
Aun así, la solidez con que Lemaitre vislumbra el mundo de Madeleine Péricourt, la destreza para posarse en su intimidad sin revelarla nunca del todo, resultan admirables, y son sin duda la clave de su carácter empático.
Una novela como Los colores del incendio entierra además ese equívoco vulgar, signo como pocos de la superficialidad con que a veces se lee -como si esa práctica introspectiva guardara alguna relación con jugar a las adivinanzas-, en el que la presunción o excesiva visibilidad de un desenlace pareciera privarnos del resto de sus virtudes.Por el contrario: aquí el lector tiene casi -casi- la certeza de lo que va a ocurrir, sí. Y quizá por eso mismo, es decir, porque ese destino no le resulta indiferente, es que no puede abandonar la lectura.
Los colores del incendio
Pierre LemaitreSalamadra
Trad.: José Antonio Soriano Marco
432 páginas
$ 750
J. M. B.
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