sábado, 4 de abril de 2020

JORGE OSSONA DA SU OPINION,


A la Argentina le cuesta aprender de las catástrofes

Jorge Ossona
El coronavirus es un "cisne negro" cuyos alcances globales nos impactan de lleno En la emergencia todos los gobiernos improvisan por ensayo y error
Las grandes catástrofes del siglo XX y comienzos del actual supusieron para nuestro país un impacto directo. Tomemos tres casos emblemáticos: la Primera Guerra Mundial, la Gran Depresión de 1929 y la crisis posterior al ataque de las Torres Gemelas en septiembre de 2001.
La Gran Guerra europea de 1914 fue acometida por sus protagonistas con la inercia del optimismo positivista del siglo XIX. No obstante, desde hacía por lo menos 20 años venían circulando corrientes ideológicas autoritarias, clasistas y seudocientíficas a la par de los nacionalismos, el imperialismo colonialista y la xenofobia. Lo que se supuso solo un cotejo a destrabarse rápidamente descubrió uno de los aspectos más monstruosos de las sociedades industriales: la novedad de la muerte masiva de las poblaciones civiles. El mundo que la sucedió fue irremediablemente distinto a las certezas decimonónicas en sus diferentes versiones. El siglo XX exhibió así su rostro verdadero con sus novedades totalitarias, autárquicas y belicistas.
Para la distante Argentina neutral, significó el comienzo solapado del ocaso de una dinámica de desarrollo comenzada 40 años antes. Las tentaciones providenciales hubieran simbolizado antes de la guerra meras metáforas románticas. Pero en el contexto de la posguerra significaron el peligro cierto de una torsión autoritaria contraria al espíritu y al régimen institucional prescripto por la Constitución de 1853. El breve verano económico del lustro ulterior al fin de la posguerra fue solo una ilusión que eclipsó un problema interno y dos externos. El primero estribaba en haber alcanzado los límites de las tierras explotables para nuestras exportaciones. Los segundos, en los desafíos de la declinación definitiva de las potencias industriales europeas frente al nuevo gigante norteamericano. Europa siguió comprándonos materias primas en cantidades y precios crecientes, pero solo en virtud de la caída de nuestro competidor ruso. Mientras, nos convertimos en ávidos consumidores de bienes de consumo y de capital estadounidenses, pero sin contrapartida para nuestras exportaciones.
La Gran Depresión de 1929 tomó al mundo tan de sorpresa como la radicalización de la guerra. Un nuevo orden mundial estaba en ciernes, pero sus misteriosos contornos solo serían tangibles con el correr de los años en línea con las incertidumbres comenzadas en 1914. Al providencialismo yrigoyeniano restaurado en 1928 se le respondió con otro lisa y llanamente autoritario y protocorporativo impuesto por la fuerza de una revolución cívico-militar. Sin embargo, las aristas más disruptivas pudieron ser limadas por una concepción tan republicana como políticamente excluyente, que significó un retroceso de los alcances de la democratización comenzada en 1916.
En el plano económico, la dinámica primario-exportadora acompañada durante el medio siglo anterior por una diversificación manufacturera incipiente al compás del crecimiento, colapsó cerrando a nuestra economía en una relación inversamente proporcional al librecambismo anterior. Para evaluar el desastre, baste con señalar que en 1931, para poder importar la misma cantidad de bienes que en 1930, debíamos aumentar nuestras exportaciones en un 75%. Al refuerzo de las elevadas barreras arancelarias tradicionales se le sumaron los controles cambiarios que reorientaron a las inversiones y a la producción hacia un mercado interno cada vez más hermético. Esta asombrosa reconversión inimaginada en la década anterior hizo posible, sin embargo, remitir la desocupación en las ciudades y en las cuencas agrícolas de la pampa húmeda, cuya población se aglutinó en torno de las grandes urbes litoraleñas para emplearse en las nuevas manufacturas y sus servicios concomitantes.
Pero hacia los comienzos de la Segunda Guerra, diez años más tarde, la reconversión de la economía argentina exhibía problemas candentes que la inercia cortoplacista de la depresión impidió percibir, salvo para algunos vanguardistas que osaron pensar en cómo habríamos de insertarnos en la siguiente posguerra sobre la base de la experiencia adquirida. Por caso, cómo habría de sustentarse la prosecución ingenua del crecimiento industrial reforzado por la guerra, sin materias primas estratégicas y con salarios tendencialmente altos, en un mercado interno reducido por una demografía exigua a raíz de la parálisis de los grandes flujos inmigratorios. Asimismo, si habría de sobrevivir o no nuestro régimen constitucional en medio del fraude y de una tentación autoritaria que ganó nuevos adeptos no solo en la política y la inteligentzia, sino en instituciones cruciales como el Ejército y la Iglesia. La irresolución de estos dilemas estuvo en la base de nuestros desencuentros durante el medio siglo siguiente.
En 2001, el ataque a las Torres Gemelas de Nueva York marcó otro jalón de los misterios incubados por un siglo XXI comenzado históricamente diez años antes con la caída del bloque del Este, la nueva revolución tecnológica y la globalización económica. La potencia unipolarmente hegemónica desde 1991 resultó impactada por primera vez en su historia por un enemigo invisible: el terrorismo fundamentalista islámico organizado en una red de redes según los parámetros del cambio tecnológico. EE.UU. debió intervenir militarmente en Afganistán, donde se suponía que estaban radicados sus centros operativos, incrementando su gasto militar y devaluando su signo monetario. La China comunista en ascenso desde la muerte de Mao y ya convertida en una potencia emergente ingresó en la Organización Mundial del Comercio tonificando la demanda de todas las commodities requeridas por su vertiginosa industrialización. Su apertura supuso un verano económico que le permitió a la Argentina salir del triple colapso económico, social y político que desencadenó el ataque y que precipitó aquí tres meses más tarde.
El nuevo contexto motivó una recuperación tan rápida como insospechada. El alza de nuestra exportación estrella, la soja, desarrollada merced a los alcances de la revolución tecnológica en el agro, tan útil para alimentar los pollos y los cerdos consumidos por los chinos, llenó las arcas de un Estado en bancarrota. Pero este reincidió en el redistribucionismo proteccionista de la segunda posguerra y en el providencialismo. Se postergaron, así, discusiones candentes como la definición de un nuevo patrón de desarrollo, la resolución de la nueva pobreza social y la recomposición del régimen democrático republicano. Las consecuencias están a la vista con solo contemplar nuestros problemas a veinte años de distancia.
La pandemia del coronavirus es un nuevo "cisne negro" cuyos alcances globales todavía resulta muy difícil imaginar, y que ya nos están impactando de lleno, exacerbando nuestras vulnerabilidades acumuladas durante décadas. En la emergencia todos los gobiernos improvisan por ensayo y error. Pasada la tormenta, vendrá la inevitable penuria que habrá que administrar con la mayor inteligencia posible. Pero luego siempre asoman las oportunidades, para lo que se requerirá afinar la perspicacia. Ojalá que esta vez acertemos con diagnósticos serios y políticas acordes para remontar nuestra larga decadencia renunciando a las tentaciones de preservar la excepción, y evitando las improvisaciones torpes de difícil retorno.

Miembro del Club Político Argentino

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