Los fantasmas del náufrago
JORGE FERNÁNDEZ DÍAZ Esta nota fue publicada originalmente en el 26 de abril de 2009.
Nadó hacia arriba con todas sus fuerzas y cuando salió a la superficie, en medio de la más oscura de las noches, el hombre pensó dos cosas: su avión había caído al mar y él se había salvado. Estaba solo en la inmensidad, entre olas gigantescas, y no se veía nada. Iba vestido con saco y corbata, y le sangraba la cabeza, pero en ese instante solo podía pensar en la enorme alegría de haber sobrevivido a una tragedia. Una alegría indescriptible y psicológicamente incorrecta. Un optimismo sobrenatural.
El ingeniero Roberto Servente tenía 39 años hace cincuenta, manejaba una empresa de construcción y su familia veraneaba en Mar del Plata. Servente viajaba los fines de semana: lo hacía siempre en auto o en rastrojero, pero ese viernes se inauguraba el primer vuelo de Austral y entonces se anotó con un amigo de su hermano.
La nave era un Curtis de la Segunda Guerra Mundial que había sido reciclada como avión de línea y, con tripulación incluida, viajaban 59 personas aquella noche de perros. A Servente le tocaron los últimos asientos, después de una demora por problemas meteorológicos. Finalmente, el Curtis levantó vuelo a las diez de la noche en medio de una gran tormenta, sorteó las nubes y cruzó el cielo hasta llegar a Mar del Plata. Cuando fue a aterrizar, después de algunas vueltas, el piloto tomó tarde la pista y le quedó corta, por lo que tuvo que ascender de nuevo con el motor a fondo. La azafata les avisó a todos que por problemas técnicos regresaban a Buenos Aires.
Servente miró la cara de la chica y le dijo a su compañero: “Se la ve muy tranquila, che”. Pero el avión había temblado y pronto se dieron cuenta de que perdía altura. Volaba cayendo y cayendo, y en un momento rozó las crestas del océano y el ala derecha se partió con un horrible crujido. Fue entonces cuando el Curtis, por la inercia del golpe, se dobló hacia la izquierda y se clavó en el mar. La superficie de agua era, a esa velocidad, como una pared de concreto, y el choque fue tan duro que cincuenta y cuatro pasajeros murieron desnucados en ese movimiento seco. Luego, las autopsias confirmarían que solo cuatro de ellos tenían agua en los pulmones: habían muerto ahogados luego de haber sobrevivido al impacto. Pero la inmensa mayoría casi no sufrió; solo experimentó un dolor corto y letal.
El ingeniero se distinguió del resto porque, en un movimiento instintivo, se agachó en posición fetal y, a pesar de que se abrió la frente contra el asiento delantero, salvó su cuello de ese crack maldito. Cuando levantó la cabeza, vio que el techo se quebraba, y que se le venía encima una ola enorme de agua verde y brillante. La masa avanzó arrasando todo, mientras Servente intentaba desesperadamente soltarse el cinturón y pararse. Hizo a continuación lo que hacía en la playa con las olas grandes: se agachaba y cerraba los ojos mientras era arrastrado hacia atrás. La cola del avión se había desprendido y el ingeniero fue traccionado hacia el mar. De repente, abrió los ojos y se dio cuenta de que estaba fuera del avión. Empezó a patalear y a nadar hacia arriba con todas sus fuerzas y, al asomarse, sintió el aire puro y salvador, y aquella feroz alegría.
Su situación no era muy alegre que digamos. Aunque no lo sabía, tenía rotos la tibia, el peroné, varias costillas y una clavícula, y tenía un enorme tajo sangrante en la cabeza. Pero Servente no registraba esos desperfectos del cuerpo; ni siquiera sentía dolor. Solo saboreaba el oxígeno y la “droga” de la felicidad del sobreviviente.
Estaba en esa ensoñación de su extraña dicha, cuando oyó un grito. La oscuridad era total, y el ingeniero intentó aguzar el oído. Era el grito de una mujer, a muchísima distancia. Pero el ingeniero no podía detectar siquiera la dirección, y enseguida dejó de oírlo. Solo se oía ahora el rumor bramante del mar y del viento. El náufrago no podía ver más allá de un metro, y antes que nada decidió quitarse el saco y deshacerse del pantalón para poder nadar mejor. Luego dio unas vueltas para tratar de divisar la costa. Pero solo encontró a lo lejos una luz puntual. “¿Qué hago? –se preguntó, pataleando para mantenerse a flote–. ¿Me quedo en el lugar para que sepan dónde rescatarme? ¿Voy hacia la luz o me dejo llevar por el oleaje?” Se trataba de una decisión crucial. Y justo allí, en medio de las inclemencias de la naturaleza, vino a su memoria un libro.
Había leído Corazón, de Edmundo De Amicis, durante su niñez, y recordaba un cuento en el que unos náufragos remaban desesperadamente en un bote salvavidas para tratar de alejarse del barco que se hundía y amenazaba con succionarlos. “¿Dónde está el avión?”, se preguntó. Podía ser que una parte del Curtis aún permaneciera flotando por allí y que también se estuviera yendo a pique, y que en su caída lo chupara y lo arrastrara hasta el mismísimo fondo del mar. Tenía que irse de inmediato de ese sitio. Vamos: ¿la luz o el sentido de las olas? “La marea viaja hacia la playa; eso es seguro –razonó, con el agua al cuello–. Las olas me tienen que llevar a tierra firme”. Fue una buena idea. La luz pertenecía al faro de una lejana escollera, a varios kilómetros de donde se encontraba: hubiera muerto en el intento. Servente descartó nadar crawl o pecho, porque son estilos muy exigentes. Se puso de costado y nadó over, tratando de administrar sus energías al máximo.
Su espíritu naturalmente optimista lo salvó de morir. Nunca pensó durante esa larga noche en tiburones, ni en más desgracias, ni en abismos. No se enredó en pensamientos oscuros. Mantuvo la fe en sí mismo y en el hecho de que había salido indemne de una catástrofe total. Pensó que el lunes debía pagar la quincena y que el accidente lo había salvado también de ese disgusto. Otros se encargarían del trámite: al fin y al cabo, él no era tan imprescindible. Tal vez cuando llegara a la playa estuvieran incluso esperándolo sus pequeños hijos: se los imaginaba recibiéndolo con alaridos como si él fuera un atleta o una especie de héroe. No pensaba en temas profundos y su optimismo rechazaba todas las cosas negativas. Así en el mar como en la vida, nadó y nadó con confianza, pero aceptando las leyes naturales: se dejaba llevar por las olas hacia adelante y no oponía resistencia cuando las olas lo devolvían hacia atrás. De esa manera, avanzaba lentamente, pero sin perder las fuerzas.
En un momento, horas después, se empezó a adormecer y lo despertó el agua salada, que le invadió la boca. “¿Dónde estoy? –se preguntó–. Voy a morir. ¿Cómo será morir?” Servente tenía un concepto elemental, pero eficaz, de la vida. “Lo malo es sufrir y lo bueno es lo contrario –se decía, mientras braceaba de costado–. Yo me siento bien y creo que puedo seguir nadando mucho tiempo. Mientras esté despierto, tengo grandes posibilidades de llegar a la playa. Ahora, ¿qué pasa si me duermo? Si me duermo, me ahogo. Bueno, pero en ese caso tampoco sufriría. No sufriría nada porque sería como si el mar me durmiera para siempre. Estoy preparado para cualquiera de las dos alternativas”. Servente es un ingeniero cartesiano y positivista, y sus cálculos de probabilidades daban suma cero: no había forma de fracasar, aun muriendo. Hay optimismo hasta en la muerte, ese asunto que el ser humano ha convertido en drama antinatural y monstruoso.
Servente nadaba sin monstruos en medio de las tinieblas. Y cuatro horas después de que el Curtis se clavara en el mar, divisó en la oscuridad una línea blanca: la rompiente. Ese ruido y esa visión lo despabilaron. Siguió el movimiento de la marea, con paciencia infinita, y de repente tocó algo sólido: una roca. Se aferró a ella como pudo, y subió y se sentó unos minutos a descansar. Estaba en camisa y corbata, y calzaba todavía sus zapatos de cuero. Pero el viento tormentoso de aquella noche de enero de 1959 era tan frío que lo ametrallaba.
Tenía la ropa mojada y sentía alfilerazos por todo el cuerpo. Bajó de nuevo al agua, que estaba más templada, y siguió nadando y arrastrándose y gateando en la arena, y al final percibió que se hallaba en una solitaria playa del norte, cerrada por la pared de un acantilado. Por suerte, el mar había cavado cuevas en los pies de esa pared, así que el náufrago se metió en una de ellas buscando algún tipo de reparo.
En ese punto, temblaba dentro de un lago de pesadillas y adormecimientos. La siguiente vez que recuperó la lucidez, estaba mirándolo un perro y, al girar, vio un bosque de piernas y oyó unas voces lejanas y tumultuosas. Un cura que estaba en Camet pensó que, si había sobrevivientes, la marea los arrojaría sobre esas playas remotas. Así que armó un reflector con el faro de un auto, subió a dos o tres policías en su jeep y los llevó a rastrillar la zona. Lo descubrieron escondido en esa cueva porque Servente era alto y sus zapatos sobresalían. Lo envolvieron en un capote y lo subieron al jeep. El ingeniero se desmayó y recuperó la conciencia cuando los médicos lo revisaban. Había cincuenta médicos esperando a los sobrevivientes. Pero de cincuenta y nueve pasajeros, uno solo había salido con vida. Durante cuatro días, todos los cadáveres fueron apareciendo en las costas y pudieron ser recuperados. El último fue un niño pequeño.
Servente estaba todo magullado y lo trasladaron hasta un sanatorio. Además de las fracturas, tenía neumotórax y orinaba sangre. Su hijo de nueve años se quedó alelado al verlo en aquella cama, metido en una carpa de oxígeno. Todos se compadecían del ingeniero, pero él, por dentro, estaba eufórico. “¿De qué se preocupan tanto todos estos? –se preguntaba–. ¿No ven que estoy vivo?” Había peregrinaciones en la avenida Luro para estar cerca del lugar donde yacía el hombre del milagro. Había gente que viajaba a Mar del Plata para verlo o para seguir de cerca su destino. Cuando volvió a veranear en la playa, hombres y mujeres hacían cola para saludarlo y hablar con el náufrago imposible.
Nunca se le pasó por la cabeza un rencor. “Fue una fatalidad”, se dijo. No quiso indemnización, ni juicio ni venganza. Recordó para siempre que no era el centro del mundo; reacondicionó su ego y aprendió a ejercer la responsabilidad sin desesperación. Siguió con su empresa adelante y se convenció a sí mismo de que el optimismo sobrenatural le había evitado perecer en las aguas negras de esa noche.
Hizo muchas cosas durante su larga vida. Construyó la autopista Buenos Aires-la Plata; estuvo en el negocio de los centros de esquí situados alrededor del cerro Catedral; fue dirigente de la Cámara Argentina de la Construcción y funcionario de Frondizi y de Guido, y hasta conoció a Perón; consiguió que Alfonsín le pidiera un crédito a España y, luego, que Menem destrabara la maraña burocrática para construir el edificio de la Biblioteca Nacional, y en el medio fue presidente de Alas, empresa de aviación, y director de Austral. El colmo de un náufrago: dirigir la empresa de la nave que lo hundió en el mar y que lo hizo vivir una penuria.
También se dedicó a preparar a aquel atribulado hijo de nueve años para sucederlo en la empresa. Pero cuando ya tenía 48 años y había tomado su antorcha, al hijo le apareció un melanoma y el padre tuvo que acompañarlo en su agonía y sepultarlo. Su hijo era un hombre de fe cristiana. Servente, en cambio, solo creía en Dios, pero no seguía sus ritos. En medio de aquella noche de 1959, nadando a oscuras, pensó que debía rezar. Pero de inmediato se dijo: “No tengo derecho a pedir misericordia. Debo recibir solo la ayuda que merezco”. Con ese temperamento, con esa filosofía, tomó el más doloroso de los acontecimientos que hombre alguno puede sufrir: la muerte de un hijo.
Eso pasó hace diez años, y ahora Roberto Servente tiene 88 y sigue trabajando como todos los días en su oficina de Puerto Madero. Lo salvó el optimismo, pero siente un raro sabor de derrota en la boca: a pesar de la pasión y el entusiasmo que puso en este país, las cosas no salieron bien.
Me mira perplejo, tratando de interesarme en el análisis de ese misterio nacional, cuando a mí solo me intriga saber cómo el náufrago sobrevivió a todo. “Una vez que íbamos al sur en avión, hubo problemas y tuvimos que dar la vuelta en medio de una tempestad –me cuenta, encogiéndose de hombros–. Yo hice un rápido cálculo de probabilidades. Soy ingeniero, ¿vio? Después me resigné y me dije: ‘Si antes los diarios me pusieron en tapa, ahora me van a dedicar un titular gigante. ¡Qué bueno!’. Y me reí de ese pensamiento, y fui optimista y no pasó nada”.
El accidente del vuelo inaugural de Austral que unía a Buenos Aires con Mar del Plata fue un hecho conmocionante para la Argentina de aquellos años. Solo la cola del Curtis y dos de sus llantas pudieron recuperarse porque flotaron hasta la playa. El resto del fuselaje permanece hundido frente a Camet, en aguas profundas. Solo quedan los cincuenta y ocho fantasmas y un trozo del avión, que está en un cuadro, frente al escritorio de Servente. Hace cincuenta años que el ingeniero lo mira, día tras día, mientras lucha por sobrevivir al gran naufragio. El naufragio argentino.
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