miércoles, 20 de mayo de 2020
HABÍA UNA VEZ...,
María Elena Walsh: “Viví de los derechos de autor. Tengo la grata sensación de que la gente me fue manteniendo”
HUGO CALIGARIS Esta entrevista se publicó en el Suplemento de Cultura de el 2 de febrero de 2000.
La consigna era que María Elena Walsh hablara de las cuestiones centrales de su vida. De los puntos claves y también de los otros, los clavos, esas oscuridades que sirven para entender la obra de los artistas. Ese propósito se cumplió a medias: de modo inesperado, la señora Walsh, autora de poemas que niños y adultos saben de memoria, empezó la charla hablando de música. Recordó a Georges Brassens y a Jacques Brel, evocó el sonido del arpa que hechizaba a su madre y la bella caligrafía musical de su padre. Contó cómo la emocionó escuchar el primer concierto de Martha Argerich, cuando la pianista, de apenas 4 años, solo era Martita, y rio con aquella declaración de la intérprete (“El problema es que solfeo un poco mal”).
–Una cuestión clave fue haberme criado con música. Ese período, por suerte, fue bastante largo, desde mi nacimiento hasta la adolescencia. Mi papá y mi hermana tocaban el piano. Mi papá también tocaba la mandolina y el cello. Leía música y escribía con una caligrafía perfecta. A mi madre, más criolla, le gustaba cantar música popular, algunos tangos; le encantaba la música paraguaya, con el arpa, que le parecía tan dulce. Además, se escuchaba mucho la radio, las óperas que transmitían desde el Colón.
–¿Nunca la llevaron esos comienzos a treparse al piano?
–Lo intenté varias veces, pero no hubo caso. Lograron sí hacerme estudiar bellas artes. Mientras estaba allí, dibujaba y pintaba, pero después eso no se transformó en creación. En cambio, la música quedó muy profundamente y tiene mucho que ver ese comienzo con lo que hice después: ligar las palabras con la música. Yo consumía mucho versito, mucha nursery rhyme en inglés. No creo que me contaran cuentos, pero vale una cosa por la otra. Lo importante es que el chico reciba ayuda de ese tipo de estímulos: el contacto humano de hacerle una broma, cantarle un cantito, incitarlo a completar una canción... Ni ruidos ni pantalla exclusivamente, aunque no tengo nada contra ellos.
–¿Cree que esos primeros años la determinaron para siempre?
–Lo importante en un ser humano es lo que mama en sus primerísimos años de vida o desde el vientre materno, la calidad de lo que puede absorber en ese momento. Creo que todo músico importante casi siempre ha salido de familias que, si no se dedicaban a la música, lo estimularon mucho en ese sentido. Cuando uno entra en la escuela primaria, ya va o equipado o desprovisto. De elementos culturales o lo que sea, lo que su familia pueda dar. Y ni el nivel social ni el económico tienen nada que ver con eso.
–Puede ser una familia rica...
–... y estúpida, cosa nada infrecuente. O puede ser una familia pobre de toda pobreza, pero que no se pierde la fiesta con chacarera, baile en el patio de tierra, el chico tocando la caja.
–Tuvo, así, una infancia feliz.
–Fue una infancia feliz y muy rica. También había enormes peleas, porque yo tenía un montón de hermanos con los que podía canalizar todas las agresividades, las bromas...
–¿Su familia era de clase media?
–De clase media. Había que trabajar y más tarde hubo que soportar una situación de pobreza, porque esa condición de clase media se derrumbó con la muerte de mi papá, cuando yo tenía 17 años. En mi primera juventud tuve que vivir con muy poco. Tenía que trabajar, sí o sí. Lo que me gustaría decir, porque para mí es muy importante, es que siempre viví, al principio con dificultades, exclusivamente de los derechos de autor. Salvo alguna incursión, que no considero para nada denigrante, en la publicidad. Todo dentro de la misma tónica, nada de lo cual uno
deba arrepentirse. Tengo la grata sensación de que la gente me fue manteniendo. Es la mejor manera de hacer una fortuna, pequeña o grande: no se explota a nadie, no se degrada a los demás, al contrario, cada cosa que uno hace es una fuente de trabajo para un montón de gente.
–Sigamos con los momentos cruciales...
–Los viajes de mi juventud. Primero a Estados Unidos, después a Europa. Yo no fui a la universidad ni hice ningún estudio disciplinado, pero creo que para eso viajé. Aprendí muchísimo yendo a los grandes conciertos, recorriendo museos y muestras, con gente de una esfera especial.
–¿Qué le enseñó París?
–Cuando llegué a París, no sólo fui a los conciertos. Conviví con los grandes cantantes y autores. A mí me interesaba mucho Charles Trenet, que estaba cambiando la canción europea. Y, detrás de él, sus hijitos: Georges Brassens, Jacques Brel, Barbara, Aznavour...
–Muchas de las canciones que usted ha escrito se pueden leer como poesía. ¿Qué diferencia hay?
–Usted puede pensar que eso es poesía, pero la poesía, como género, es algo que se ejerce en total libertad. De ideas, de forma, de sensaciones, de hermetismo. En cambio, una canción tiene que ser más sencilla, más directa. Por eso digo que me pareció maravilloso llevar ese oficio a la canción, un género menos complicado en cuanto a su carga de profundidad.
–Usted volvió después de la caída de Perón, a fines de los 50. ¿Cómo fueron esos años?
–Si hablamos de hitos en mi vida, ese es otro momento para señalar, porque entonces escribí la mayoría de mis libros para chicos y empecé a hacer teatro para niños.
–¿Por qué pensó en los chicos?
–No sé, quizás porque era un género que me daba más posibilidad de juego. Quizás era algo muy viejo, algo que yo quería reconstruir. Algo que no está desvinculado del folclore, de lo hispanoamericano.
–Se fue del país como una promesa literaria y volvió como una cantante popular. ¿La entendieron enseguida?
–Bueno, cuando uno vuelve, vuelve a asumir su nadiedad. Siempre. Uno vuelve y no es nadie, de lo que hizo afuera no hubo nunca noticia.
–¿Y los puntos clavos?
–Hay uno que yo llevo desde mi nacimiento: la preocupación política. En mí pesó mucho toda esa parte tétrica del siglo: la guerra española, la Guerra Mundial, el régimen soviético, tan adorado por los intelectuales, que ahora lo niegan. Fue una carga permanente. Y después, al terminar el siglo, la desilusión total. Durante un largo momento juvenil, pensé: “Bueno, esto tiene que cambiar. Ya más gente no se puede matar, ya no puede durar mucho la desigualdad social, va a venir una sociedad un poco más pareja”.
–Pero esta inquietud política que dice haber sufrido nunca la llevó a la militancia...
–No podía. En todo ese grupo de intelectuales había izquierda, derecha o peronismo, y yo no me sentía identificada con ninguno. Es aterradora la falta de capacidad de discusión que hubo en el país.
–¿Qué la hace querer a alguien?
–Hay personas que para mí son como angelotes, no tienen malicia. Yo los conservo como amigos aunque puedan ser despistados o no nos entendamos mucho. Hay otros, la mayoría, en los que privilegio la capacidad de diálogo, de escucharte, de retrucarte, de discutir. Y también hay un gremio desopilante, que frecuenté mucho: los artistas. Me gustan, me entretienen, pero además son, casi todos, gente muy generosa, más solidaria que...
–... que los políticos, por ejemplo.
–No lo sé, con políticos no trato.
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