Silvina Ocampo: “Llegué a los 40 y 50, y seguí enamorándome y deseando a la gente hermosa”
HUGO BECCACECE
Es una de las mujeres más seductoras del país y también una de sus escritoras más importantes. Es también la menor de las célebres hermanas Ocampo. La mayor, la legendaria Victoria, directora de Sur, fue la primera en ingresar en el mundo de las letras. Pero mientras Victoria se dedicó a rendir testimonio de la realidad, Silvina dio rienda suelta a una imaginación tan poderosa como original. Escribió libros de cuentos como La furia, Las invitadas e Informe del Cielo y del Infierno; obras de poesía como El viaje olvidado, Lo amargo por lo dulce y Poemas del amor desesperado.
Convencerla para que conceda una entrevista es una tarea que debería encarar un corresponsal de guerra. Pero uno no tiene que eludir balas ni granadas, sino sus excusas, su deseo de estar sola, sus temores, su timidez. No quiere que nadie grabe lo que dice y le desagrada que se tomen notas. Quiere que todo sea lo más parecido posible a una conversación entre amigos. Uno no debe jugar al reportaje, sino a las visitas, cuidar los silencios para no quebrar el clima íntimo que ella sabe crear con sus anécdotas, sus reflexiones y también sus graciosas impertinencias.
–Uno de los temas favoritos en tu obra es el de las metamorfosis.
–Sí, siempre me fascinaron. He leído muchas veces el libro de Ovidio sobre las metamorfosis. ¿No te parece maravilloso que una cosa cambie y se transforme en otra? Yo acepto esos cambios. Hay gente que los rechaza. Yo no. Me gusta ver cómo una cosa se hace otra; tiene algo de monstruoso y de mágico. Además en la vida todos nos metamorfoseamos. ¡Qué palabra horrible! Cambian nuestras caras, nuestros sentimientos. En Mar del Plata, hace años, hice una escultura de arena muy hermosa. Era una mujer, de un estilo clásico. Me enamoré de esa escultura, sabía que el agua la iba a destruir en unas horas. Hubiera querido preservarla. Me gustaba tanto ver cómo la luz la transformaba. Era dorada por la mañana, casi blanca al mediodía, rosada al atardecer. Escribí un poema sobre ella, para que no desapareciera del todo. Pero no lo he publicado porque van a decir que el tema de la arena lo copié de Borges. Era él muy amigo mío y escribió tanto sobre cosas de arena. Pero mi poesía es anterior.
–¿Te gusta que la gente cambie?
–A veces, eso es terrible. Los seres que uno quiere son divinos cuando te aman, pero se convierten en monstruos cuando te dejan de querer y, sin embargo, no podés prescindir de ellos. Hubo mañanas en que me despertaba y, pensando en la persona que quería en ese momento, me preguntaba: “Pero ¿por qué tengo que seguir viviendo, por qué?”. Son días en que uno no tiene fuerzas para nada, solo para llorar. Cuando me he enamorado, me he entregado por completo. He sido sincera y he esperado que los otros también lo fueran conmigo. Pero los otros nunca son sinceros, nunca terminás de conquistarlos; siempre se reservan algo que uno no imaginaba... Desde chica yo era muy imaginativa y me ilusionaba con las cosas y las personas, hacía planes. Y después nada era como yo había creído. Las desilusiones me gustaban, y me gustan, porque cuando algo resulta distinto, aun cuando se trate de una decepción, siento que me sumerjo en un mundo desconocido. La desilusión tiene eso de excitante: lo imprevisto.
–En muchos de tus cuentos se tiene la impresión
de escuchar el tono de voz de una chica de diez años. ¿Por qué? –La nena todavía vibra en mí. Sigo siendo una nena. Algunas personas dicen que los chicos no sufren. Quizás ahora no. Pero sí sufrían cuando yo era chica. Tenían que esconder lo que sentían. Un chico sensible se sentía inseguro porque todo estaba lleno de prohibiciones; porque en todas partes había trampas y uno siempre estaba expuesto al ridículo. –¿Le temías a la gente? –De chica, no me gustaba. Solo quería y me gustaban muy pocas personas. La gente siempre me ha perturbado. Cuando no me gusta, porque no me gusta; y cuando me gusta, porque me gusta, porque me encantaría estar siempre con ella, porque la extraño cuando no está. Recuerdo que me llevaban a comer a casa de mi abuela y me pedían que contara lo que me pasaba en la plaza. A mí me daba miedo hablar y que todos hicieran silencio para escucharme. Hablaba cuando todos hablaban, lo que decía se perdía en la confusión. Y cuando los demás se callaban, yo también me callaba. Si me decían: “¿Por qué no hablás?”, yo respondía: “Pero si ya hablé”. Y después seguía un largo silencio.
–¿Qué gente te gustaba?
–La gente vieja porque contaba cosas interesantes. Me gustaban mucho los viejos, los cuidaba, los atendía. A la casa de San Isidro iban muchos mendigos. A mí me encantaba servirles té con leche o café con leche; algo que tuviera leche con nata. La nata me parecía asquerosa. Pero me daba curiosidad ver cómo otros se tragaban la nata tan repugnante.
–¿Qué opinaba tu familia de esa pasión por los mendigos?
–No les gustaba. No querían que yo los atendiera. Pero yo lo hacía igual. La pobreza me parecía divina. En ese entonces, cerca de San Isidro, vivían muchos chicos pobres. A mí me parecían tan superiores a los que nos visitaban, mucho más divertidos que mis primas. Mis primas eran unas pavotas, unas inútiles. No sabían robar nada; no sabían juntar coquitos; estaban siempre impecables, no se movían para no desarreglarse. Los mendigos, en cambio, tenían unos pelos despeinados, unas crenchas espléndidas. Además esos chicos pobres estaban siempre quemados por el sol; tenían un color de piel tan lindo. Siempre me quedó la añoranza de la pobreza. Después crecí y me di cuenta de que la riqueza tiene sus ventajas. Pero la pobreza te da libertad: uno no teme perder nada, no está atado a nada.
–¿Cuáles son las ventajas de la riqueza?
–La haraganería. Poder pasarse horas sin hacer nada. De chica quería trabajar para parecerme a los pobres. De grande, trabajé mucho porque quería ser pintora. Yo creía que todos pintaban mejor que yo, después me di cuenta de que muchos de esos que yo creía grandes pintores pintaban peor que yo. En París estudié con De Chirico. Él me dijo que nunca sería una buena pintora. Pero pinté y dibujé mucho. En San Isidro hice retratos de toda la gente que vivía en el Bajo, de los pobres, de los guardabarreras, de los linyeras. Me había hecho amiga de todos ellos: los saludaba, los besaba. A mi familia le parecía muy mal que yo tuviera esas amistades. Tenían miedo de que robaran algo, de que me contagiaran una enfermedad, de que hicieran quién sabe qué cosa. Una vez, alguien de los míos me dijo: “No podés tener ese trato con esta gente. Así nunca vas a lograr que te respeten”. Y yo le respondí: “Yo no quiero que me respeten. Yo quiero que me quieran”.
–Tu familia era muy tradicional y bastante severa, según cuenta Victoria en sus memorias. Defender su modo de sentir y de pensar le costó bastante antes de casarse y aún después. Tu personalidad y tu obra son poco convencionales. ¿Sufriste la severidad de ese medio?
–Mirá, a Victoria le gustaba pelearse. Yo, en cambio, hice desde chica todas las cosas que me prohibían. Las más prohibidas y hasta las que no me habían prohibido porque no se les ocurría que una nena como yo pudiera hacerlas. Además, había cosas que ellos ni siquiera sabían que existían. Hice de todo a escondidas. A mí me gustaba esconderme.
–Tus relaciones con Victoria deben de haber sido tensas, sobre todo en la niñez, cuando vivían en la misma casa.
–Ella era quince años mayor que yo. Después se casó y dejó de vivir con nosotros. Más que hablarnos, nos comunicábamos por carta. Yo le tenía miedo. Cuando se enojaba, no sabía hasta dónde podía llegar. Era grande y fuerte, y yo era la menor. De modo que cuando la veía enojada me escondía, me iba por ahí y esperaba que se le fuera el enojo.
–Hay situaciones de bastante crueldad –siempre contadas con humor– y de ternura en tus libros. ¿También en tu vida hay ternura y crueldad?
–No hay ternura sin crueldad. Una persona tierna tiene muchos rasgos crueles. Alguien tierno sabe lo que es el dolor por experiencia propia y no puede evitar, y hasta le gusta, herir a otras personas. Solo la gente insensible puede ejercer la crueldad sin ser cruel.
–¿Confiás en vos misma, en tu literatura, en tu capacidad de seducción?
–La seducción viene con la práctica. La gente me dice que soy seductora. Y no confío. Uno no puede confiar demasiado en nada ni en nadie. Ya te lo dije cuando hablé del amor. El sexo es distinto. A mí siempre me interesó el sexo y el amor. Cuando tenía veinte años me decía: “Ay, cuándo tendré cuarenta o cincuenta para no enamorarme más, para no desear más a nadie, para vivir tranquila, sin preocupaciones, sin celos, sin angustias, sin ansiedad”. Llegué a los cuarenta, a los cincuenta, y seguí enamorándome y deseando a la gente hermosa. Es terrible. Ahora el sexo me resulta tan interesante como cuando era chica y acababa de descubrirlo. A mí me importó siempre. Ahora también. ¿Cómo puede dejar de importar? Es una condena y un placer.
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