Vidas para leer
La mujer que creó el Batallón de la Muerte, una tropa de guerreras temibles
La rusa María Bochkariova combatió en la Primera Guerra Mundial entre hombres y se destacó por su bravura. Luego, entrenó y comandó a otras mujeres soldado.
Tras haber sufrido abusos juveniles, decidió entrar en el ejército.
Luciano Lamberti
María Bochkariova era una experta en huir, y lo hizo varias veces a lo largo de su vida.
La primera vez tenía dieciséis años: era demasiado alta para su edad, grandota y maciza como un monolito de piedra, y aprovechó que su madre había salido a alimentar a las gallinas para salir por la puerta de atrás y simplemente correr hacia los árboles, con una bolsa de tela endurecida en la mano donde llevaba unos pedazos de pan.
Era el año 1904. Bochkariova vivía con su familia, pobres campesinos rusos, al borde del nacimiento del bosque y las montañas, en una tierra poco cultivable que ellos insistían en cultivar año tras año. En el bosque la esperaba Afanasy Bochkariov, un hombre también alto pero atlético y nervioso, que fumaba sin parar.
María y él se escaparon a Tomsk, una ciudad creciente y bulliciosa, en la que debían salir a buscar trabajo todos los días, sin esperanza. Vivían en un sucucho infectado con olor a repollo, rodeados de bebés gritones y peleas de pareja, y pronto todas las palabras bonitas, todo el romanticismo, se desvaneció.
Afanasy se volvió huraño, taimado. Empezó a tomar más de la cuenta. Llegaba borracho, golpeaba a María, abusaba de ella. Entonces decidió escapar por segunda vez.
Hasta Bochkariova, las mujeres sólo eran auxiliares en el ejército.
Se fue a vivir sola, encontró un trabajo. Era un trabajo malo: tenía que cambiar las sábanas, limpiar los inodoros y pasar el trapo por el piso en un prostíbulo. Pronto la obligaron a cubrir a las chicas enfermas o agotadas, y de esa situación María escapó nuevamente. Esta vez, a la casa de Yákov Buck.
Buck era un carnicero gigantesco, de grandes brazos y frondoso bigote. María se fue a vivir a su casa y entonces, una noche, la Policía le comunicó que su marido había sido arrestado por robo y enviado a Yakutsk. María lo siguió: hizo el camino a pie y trabajó en lo que fuera hasta que liberaron a su marido.
Pusieron una carnicería. Una noche, la Policía volvió a comunicarle que su esposo había sido otra vez arrestado por robo y enviado ahora al desolado Amga, de pocos y parcos habitantes. María lo siguió, de nuevo. Buck empezó a beber, a golpearla, a abusar de ella. María volvió a escapar.
Los soldados se burlaban de ella, a veces la manoseaban. Esto se mantuvo hasta que les tocó marchar al frente y la vieron combatir.
Era el año 1914, y se iniciaba la Primera Guerra Mundial. María pensó que un lugar disciplinado como el Ejército sería ideal para ella. Era una idea extrañísima: nunca una mujer había estado en el Ejército, si no era como enfermera o auxiliar. Pero María no quería ser enfermera. Quería disparar un arma, quería avanzar sobre las líneas enemigas, quería matar.
No se amedrentó cuando se le burlaron en la cara durante las primeras entrevistas. Le escribió, de su puño y letra, una carta ceremoniosa y expeditiva a la vez al zar Nicolás II. Para la sorpresa de todos, incluso de ella misma, el zar le dio su autorización.
María entró al 25° Batallón de Reserva del Ejército Imperial Ruso, y la vida marcial se encargó de endurecerle lo poco que le quedaba de blando. Los soldados se burlaban de ella, a veces la manoseaban. Esto se mantuvo hasta que les tocó marchar al frente. Entonces la vieron pelear y empezaron a respetarla.
María, la experta en huir, no escapaba de las batallas, del humo, de los gritos, del pánico. Eran tiempos de peleas cercanas, cuerpo a cuerpo casi, con bayonetas, y María fue herida dos veces y condecorada tres por demostrar valentía en el campo de batalla.
La vida militar terminó de endurecer su carácter.
“Mi corazón me arrastraba al caldero de batalla en ebullición, para ser bautizada por el fuego y endurecida en lava. Me sentí abrumada por un sentimiento de autosacrificio. Mi país me llamaba”, escribiría María en Yashka, mi vida como campesina, exiliada y soldado, las memorias que dictó cuando vivía en Nueva York.
Tres años después, la revolución de 1917 terminó con el gobierno zarista, Nicolás II abdicó, en el Ejército la moral era baja. María, que había notado el espíritu en su propio batallón, ideó un plan que volvería a sonarle una locura a todo el mundo. Aprovecharía el menosprecio de los soldados hacia las mujeres, crearía un batallón compuesto íntegramente de mujeres para que, al ver la madera de la que estaban hechas, los hombres pudieran movilizarse, también, y salir del ensueño en el que parecían haber caído.
Sorpresivamente para todos, incluso para ella, Aleksandr Kérenski, el flamante ministro de Guerra, estuvo de acuerdo. Bochkariova creó, entonces, el conocido como Batallón de la Muerte, íntegramente compuesto de mujeres de cabezas rapadas. Su idea era, también, la de juntar en un solo batallón a todas las mujeres, que eran bastantes, dispersas en el Ejército y que no dejaban de sufrir maltratos por parte de sus compañeros varones. Si estaban unidas serían indestructibles.
Mientras los varones vacilaban, las trescientas mujeres rapadas gritaban enloquecidas al entrar en batalla.
Más de dos mil mujeres, desde campesinas a universitarias, empleadas domésticas o analfabetas, desde panaderas a deportistas, desde jóvenes a mayores, acudieron al llamado a filas.
“Seré responsable de todas las mujeres solteras. Habrá una dura disciplina y yo les impediré vagar por las calles. Sólo la disciplina puede salvar al Ejército. En este batallón, tendré todo el poder e insistiré en la obediencia”, escribió Bochkariova en sus memorias.
Había decidido ser implacable y ese fue el filtro con el que muchas fueron rechazadas. Si demostraban alguna clase de flojera durante los ejercicios físicos y militares, quedaban descartadas. Si se reían: descartadas. Si se hacían las lindas con algunos de los soldados varones: descartadas. Si desobedecían mínimamente a cualquier orden: descartadas.
Las mujeres combatientes tenían una valentía superior a la de los hombres.
Si hacía falta, Bochkariova le daba un fustazo a la reprendida para que aleccionara a las demás. El número de mujeres, entonces, fue bajando y al cabo de un tiempo, de las dos mil iniciales, quedaban 300. Todas tenían menos de 35 años y eran lo que Bochkariova quería que fueran: mujeres de acero líquido. En las mangas de su uniforme llevaban el símbolo de Totenkopf (“Cabeza de Muerto” en alemán), la calavera con los huesos cruzados detrás, que significaba un desafío a la muerte.
Hubo una conferencia de prensa en la que Bochkariova respondió, de mala gana, las preguntas de los periodistas. ¿Habrá un nuevo llamado a filas?, quiso saber uno de ellos. “No habrá una nueva llamada a filas. Iremos y moriremos”, dijo Bochkariova muy suelta de cuerpo. “Irán y morirán, dice Yashka”, tituló el diario. Yashka era el nombre de guerra de Bochkariova.
El 8 de julio de 1917, mientras los varones vacilaban, con sus bayonetas en las manos temblorosas, las trescientas mujeres rapadas gritaban enloquecidas al entrar en batalla. Fueron las primeras y las más feroces. Fue la llamada ofensiva de junio, en el frente occidental de Rusia, frente a la ciudad de Smorgon.
La Revolución de Octubre terminó con su sueño. Estaba en el frente en el momento en que los bolcheviques tomaban el poder.
El experimento dio resultados favorables, sobre todo en la moral de los soldados, y aunque Yashka fue herida en la batalla y tuvo que ser trasladada de vuelta a Petrogrado, el contagio era inminente. Pronto Kérenski, que no dejaba de recibir solicitudes femeninas para ingresar a la milicia, creó otros batallones similares en Moscú, Petrogrado y Kuban.
La Revolución de Octubre, sin embargo, terminó con su sueño. Estaba en el frente en el momento en que los bolcheviques tomaban el poder, y a diferencia del primer Batallón de Mujeres de Petrogrado, que participó en la defensa del Palacio de Invierno, Bochkariova supo, apenas de oídas, que el poder había cambiado de manos una vez más.
Le llegaban mensajes contradictorios, pero uno de ellos fue bastante claro: la habían licenciado, el batallón se disolvía. Yashka Bochkariova volvió a Petrogrado, donde fue detenida y posteriormente liberada por el Ejército Bolchevique, y se quedó un tiempo con su familia, en Tomsk. La habían acusado, sin prueba alguna, de ser una contrarrevolucionaria.
En 1918, sin embargo, recibió un telegrama para llevarle un mensaje al general Lavr Kornílov, quien estaba al frente del Ejército Blanco, la fuerza contrarrevolucionara que amenazaba al nuevo poder de Rusia. Los bolcheviques descubrieron la conspiración, la encarcelaron y estaban a punto de fusilarla cuando uno de los soldados, que había luchado con ella en 1915, intercedió a su favor, y le permitieron salir del país.
Me sentí abrumada por un sentimiento de autosacrificio. Mi país me llamaba.
María Bochkariova
Bochkariova viajó a Vladivostok, donde subió al barco de vapor Sheridan, que en 1918 la llevó a los Estados Unidos. En América del Norte, tuvo una vida bastante agitada. Llegó a San Francisco, pasó por Nueva York, conoció a Florence Harriman, una adinerada que decidió apadrinarla, y llegó a presentarle al presidente Woodrow Wilson, quien al escuchar su caso prometió, visiblemente emocionado, hacer algo por ella. Pero no pudo, o no quiso, hacer nada.
Bochkariova escribió, o hizo escribir, en realidad, sus memorias en ese momento. El escritor fantasma para la tarea fue Isaac Don Levine, un periodista ruso emigrado. Después Bochkariova viajó a Inglaterra, donde conoció al rey Jorge V, que la atendió en una audiencia y le prometió, visiblemente emocionado, que haría algo por ella. Pero no pudo, o no quiso, hacer nada.
Bochkariova sabía que volver a Rusia era casi un suicidio. Los bolcheviques estarían esperándola, prestos a encarcelarla y matarla, probablemente. Pero estaba harta de escapar y sentía que su lugar no era ni los Estados Unidos ni Inglaterra. Su lugar era donde más la necesitaban.
Volvió entonces a Tomsk, contra todo pronóstico, y comenzó a armar un segundo batallón de mujeres especialmente entrenadas.
Fue capturada poco después por los bolcheviques, interrogada duramente durante cuatro meses y condenada a muerte, bajo el cargo de haberse convertido en una “enemiga del pueblo”. La fusilaron soldados anónimos el 16 de mayo de 1920.
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