El Di Tella: un faro de la vanguardia, reflejo de una sociedad que vibró con su tiempo
En los años 60, el Instituto puso en discusión los lenguajes del arte; aquí, el autor del flamante El Di Tella. Historia íntima de un fenómeno cultural, rescata su espíritu y la génesis del libro.
F. G.
Los artistas Dalila Puzzovio, Carlos Squirru, Delia Cancela, Pablo Mesejean, Edgardo Giménez, Marta Minujín, Alfredo Rodríguez Arias y Juan Stoppani, figuras clave del Instituto Di Tella
El crítico de arte Claudio Iglesias escribió hace algunos días: “Este fenómeno estaba en todas las casas de clase media, como un casette de Les Luthiers o una revista con Nacha en la portada. En todas partes. Si hubiera que contar la historia de la clase media argentina de las últimas décadas del siglo pasado en una serie para Netflix, este Di Tella sería una inspiración central”. Por cierto, me crié en una casa de clase media (recontramedia) cerca de donde la actual Facultad de Filosofía y Letras (Puan, bah) era una fábrica de tabaco que arrojaba un hollín dickensiano sobre las inmediaciones (el Chernobyl petit burgués de Caballito sur), tiñendo todo de un negro fúnebre y grasiento. No había entonces tal boom inmobiliario dispuesto a demoler una identidad que se debatía entre pensiones y casonas señoriales para gentrificar el barrio con pirámides de durlock ni tampoco, en mi casa, ese aspiracional cultural al que apunta Iglesias. Ningún casete de Les Luthiers y, entre las revistas femeninas de mi madre o las Selecciones de mi padre, ninguna foto de Nacha Guevara. Pero sí claro, había sobrevivido una heladera SIAM blanca cuya manija semejaba la palanca de cambios de un Fiat 600. En ese pasaje de formas había sí una historia cifrada del consumo y de la movilidad social de la Argentina entre los años 40 y los 60.
“Todos teníamos algo de SIAM en nuestras casas”, me diría Juan Carlos Distéfano en su estudio de La Boca en abril de 2018, en una de las primeras entrevistas que hice para El Di Tella. Historia íntima de un fenómeno cultural (Paidós), que viene a ser este Di Tella al que el crítico Iglesias se refería. Distéfano, el primer y último empleado de los centros de arte del Instituto Torcuato Di Tella (lo que llamamos por extensión El Di Tella) de Florida 936, y mi familia tenían al menos eso en común: un artefacto de SIAM. Solo que a él le tocó darle una identidad visual al tsunami de artes visuales, música y teatro (todas categorías puestas en discusión, además) que sacudía el edificio que los Di Tella alquilaban a los Duhau a través de piezas de comunicación (afiches de vía pública, catálogos, programas de mano) que elevaron el estatus del diseño gráfico argentino. En tanto, no formaba parte de ningún plan familiar, en una casa sin biblioteca pero con un Quinquela fake estelar, que cincuenta años después el hijo mayor de la pareja de un vendedor de autos y una ama de casa se hiciera cargo de contar la primera historia escrita en la Argentina (y en argentino) del Di Tella. Porque la primera, una paradoja salida de esta misma historia, la había escrito un académico inglés llamado John King entre 1979 y 1982, aunque terminara editándose en 1985. Cuando Torcuato Di Tella hijo, entonces secretario de Cultura de Kirchner, me regaló el libro, de algún modo había empezado este. Se cumplían treinta años de la apertura de Florida 936 y me tocaba volver sobre “el mito” en la sección Información General de Clarín.
El Di Tella Jorge Romero Brest con su mujer, Martita, en su departamento de la calle Parera
No conocía el libro de King, casi inhallable hasta su reedición en 2007, pero el Di Tella se había adherido a mi ADN cultural de maneras casi involuntarias. Todos teníamos algo de SIAM en nuestras casas pero no necesariamente algo salido del Di Tella, aunque si aprendíamos a sintonizar –en ese ejercicio de precisión– la Noblex Siete Mares, las cosas se nos cruzaban, aparecían. Un mediodía fue Marta Minujín en un almuerzo de Mirtha: una criatura de otro mundo entrometida en ese ritual de una familia almorzando con la vista clavada en otro almuerzo como en una cascada ilusionista de Escher. Otra noche, escuchar la voz de Hugo Guerrero Marthineitz repitiendo en contrapunto, la voz grave y pausada, la letra de “Plegaria para un niño dormido” de Almendra en el asiento trasero del auto familiar. Más adelante, aprender de amigos más grandes, iniciadores, el mantra “Para no ser un recuerdo hay que ser un reloco” que, supe después, no era una ocurrencia de ellos, adelantados de Villa Urquiza, sino de Federico Manuel Peralta Ramos. Que era el mismo que aparecía los domingos a la noche en ese televisor Philco naranja y ovalado (un artefacto pop) que proyectaba el show de Tato Bores. Arrastraba memorias de aquel Diógenes cajetilla desencajado recitándole a Tato (que le decía aquello de “hay una generación que no te conoce”) la letra de “Porque hoy nací”, de Manal. Esa generación de la que Tato hablaba era la mía y, es verdad, no conocíamos el Di Tella (aunque tuviéramos cosas de SIAM en nuestras casas) pero el Di Tella se las arreglaba para seguir irradiando su luz sobre nosotros.
“No hacía falta estudiar composición en un conservatorio o Bellas Artes en la Belgrano para ser alcanzado por el misterioso rayo ditelliano”
Minujín, Almendra, Manal, Peralta Ramos, todos llevaban a Florida 936/40. No hacía falta estudiar composición en un conservatorio o Bellas Artes en la Belgrano para ser alcanzado por el misterioso rayo ditelliano. También era cuestión, 1981, de dejarse invadir por la nueva modernidad del grupo Virus. Las letras del grupo platense de los hermanos Moura estaban escritas por Roberto Jacoby, un adalid del teórico sauvage Oscar Masotta, que había traficado la mentada desmaterialización del arte en las letras de semiótica pop de un grupo que pasó de fundar el underground a ser bailado en las discotecas de todo el país. Ahí, así, seguía presente el Di Tella.
El acceso a La Menesunda, la ambientación de Marta Minujín y Rubén Santantonín
Aunque se lo hubieran tragado la quiebra de SIAM, la moralina filofascista de Onganía y Levingston y la misma radicalización o la diáspora de los artistas. Aunque en los 70 se lo hubiera borrado del mapa por políticamente incorrecto siguiendo el guión de Pino Solanas en La hora de los hornos, que lo quemaba en la hoguera de la tilinguería. Igual que a Mujica Lainez, intelectual que ejemplificaba el esnobismo imperialista aunque fuera víctima del episodio medular de la censura de Onganía: la prohibición de Bomarzo, ópera cuya música había compuesto Alberto Ginastera. Maestro de Piazzolla y director del CLAEM (Centro Latinoamericano de Altos Estudios Musicales) del Di Tella, cuyo programa único para estudiar composición avanzada (en la línea que iba de Schönberg a John Cage) y su impar Laboratorio de Música Electrónica (que resistió en Florida hasta noviembre del 71) sí habían recibido apoyo de la Fundación Rockefeller. Pero las cosas no eran tan lineales. Para un compositor como Ariel Kusnir, cuyo curriculum incluía la dirección de la Orquesta Filarmónica de La Habana, encontrar trabajo en el país durante la así llamada “Revolución Argentina” había sido imposible. Hizo lo que muchos otros: refugiarse en el Di Tella. A Ginastera no le importaron sus servicios para el faro comunista del Caribe. Tampoco dudaría en salvar, después, la vida del becario chileno Gabriel Brncic (a quien le bajaron el estreno de la obra “Volveremos a las montañas” en el Colón en el 68) de las garras de la Triple A, consiguiéndole un salvoconducto con la beca Guggenheim.
“El Di Tella le dio a Berni espacio para la mayor muestra retrospectiva que tuvo en vida”
Los artistas Dalila Puzzovio, Carlos Squirru, Delia Cancela, Pablo Mesejean, Edgardo Giménez, Marta Minujín, Alfredo Rodríguez Arias y Juan Stoppani, figuras clave del Instituto Di Tella
El crítico de arte Claudio Iglesias escribió hace algunos días: “Este fenómeno estaba en todas las casas de clase media, como un casette de Les Luthiers o una revista con Nacha en la portada. En todas partes. Si hubiera que contar la historia de la clase media argentina de las últimas décadas del siglo pasado en una serie para Netflix, este Di Tella sería una inspiración central”. Por cierto, me crié en una casa de clase media (recontramedia) cerca de donde la actual Facultad de Filosofía y Letras (Puan, bah) era una fábrica de tabaco que arrojaba un hollín dickensiano sobre las inmediaciones (el Chernobyl petit burgués de Caballito sur), tiñendo todo de un negro fúnebre y grasiento. No había entonces tal boom inmobiliario dispuesto a demoler una identidad que se debatía entre pensiones y casonas señoriales para gentrificar el barrio con pirámides de durlock ni tampoco, en mi casa, ese aspiracional cultural al que apunta Iglesias. Ningún casete de Les Luthiers y, entre las revistas femeninas de mi madre o las Selecciones de mi padre, ninguna foto de Nacha Guevara. Pero sí claro, había sobrevivido una heladera SIAM blanca cuya manija semejaba la palanca de cambios de un Fiat 600. En ese pasaje de formas había sí una historia cifrada del consumo y de la movilidad social de la Argentina entre los años 40 y los 60.
“Todos teníamos algo de SIAM en nuestras casas”, me diría Juan Carlos Distéfano en su estudio de La Boca en abril de 2018, en una de las primeras entrevistas que hice para El Di Tella. Historia íntima de un fenómeno cultural (Paidós), que viene a ser este Di Tella al que el crítico Iglesias se refería. Distéfano, el primer y último empleado de los centros de arte del Instituto Torcuato Di Tella (lo que llamamos por extensión El Di Tella) de Florida 936, y mi familia tenían al menos eso en común: un artefacto de SIAM. Solo que a él le tocó darle una identidad visual al tsunami de artes visuales, música y teatro (todas categorías puestas en discusión, además) que sacudía el edificio que los Di Tella alquilaban a los Duhau a través de piezas de comunicación (afiches de vía pública, catálogos, programas de mano) que elevaron el estatus del diseño gráfico argentino. En tanto, no formaba parte de ningún plan familiar, en una casa sin biblioteca pero con un Quinquela fake estelar, que cincuenta años después el hijo mayor de la pareja de un vendedor de autos y una ama de casa se hiciera cargo de contar la primera historia escrita en la Argentina (y en argentino) del Di Tella. Porque la primera, una paradoja salida de esta misma historia, la había escrito un académico inglés llamado John King entre 1979 y 1982, aunque terminara editándose en 1985. Cuando Torcuato Di Tella hijo, entonces secretario de Cultura de Kirchner, me regaló el libro, de algún modo había empezado este. Se cumplían treinta años de la apertura de Florida 936 y me tocaba volver sobre “el mito” en la sección Información General de Clarín.
El Di Tella Jorge Romero Brest con su mujer, Martita, en su departamento de la calle Parera
No conocía el libro de King, casi inhallable hasta su reedición en 2007, pero el Di Tella se había adherido a mi ADN cultural de maneras casi involuntarias. Todos teníamos algo de SIAM en nuestras casas pero no necesariamente algo salido del Di Tella, aunque si aprendíamos a sintonizar –en ese ejercicio de precisión– la Noblex Siete Mares, las cosas se nos cruzaban, aparecían. Un mediodía fue Marta Minujín en un almuerzo de Mirtha: una criatura de otro mundo entrometida en ese ritual de una familia almorzando con la vista clavada en otro almuerzo como en una cascada ilusionista de Escher. Otra noche, escuchar la voz de Hugo Guerrero Marthineitz repitiendo en contrapunto, la voz grave y pausada, la letra de “Plegaria para un niño dormido” de Almendra en el asiento trasero del auto familiar. Más adelante, aprender de amigos más grandes, iniciadores, el mantra “Para no ser un recuerdo hay que ser un reloco” que, supe después, no era una ocurrencia de ellos, adelantados de Villa Urquiza, sino de Federico Manuel Peralta Ramos. Que era el mismo que aparecía los domingos a la noche en ese televisor Philco naranja y ovalado (un artefacto pop) que proyectaba el show de Tato Bores. Arrastraba memorias de aquel Diógenes cajetilla desencajado recitándole a Tato (que le decía aquello de “hay una generación que no te conoce”) la letra de “Porque hoy nací”, de Manal. Esa generación de la que Tato hablaba era la mía y, es verdad, no conocíamos el Di Tella (aunque tuviéramos cosas de SIAM en nuestras casas) pero el Di Tella se las arreglaba para seguir irradiando su luz sobre nosotros.
“No hacía falta estudiar composición en un conservatorio o Bellas Artes en la Belgrano para ser alcanzado por el misterioso rayo ditelliano”
Minujín, Almendra, Manal, Peralta Ramos, todos llevaban a Florida 936/40. No hacía falta estudiar composición en un conservatorio o Bellas Artes en la Belgrano para ser alcanzado por el misterioso rayo ditelliano. También era cuestión, 1981, de dejarse invadir por la nueva modernidad del grupo Virus. Las letras del grupo platense de los hermanos Moura estaban escritas por Roberto Jacoby, un adalid del teórico sauvage Oscar Masotta, que había traficado la mentada desmaterialización del arte en las letras de semiótica pop de un grupo que pasó de fundar el underground a ser bailado en las discotecas de todo el país. Ahí, así, seguía presente el Di Tella.
El acceso a La Menesunda, la ambientación de Marta Minujín y Rubén Santantonín
Aunque se lo hubieran tragado la quiebra de SIAM, la moralina filofascista de Onganía y Levingston y la misma radicalización o la diáspora de los artistas. Aunque en los 70 se lo hubiera borrado del mapa por políticamente incorrecto siguiendo el guión de Pino Solanas en La hora de los hornos, que lo quemaba en la hoguera de la tilinguería. Igual que a Mujica Lainez, intelectual que ejemplificaba el esnobismo imperialista aunque fuera víctima del episodio medular de la censura de Onganía: la prohibición de Bomarzo, ópera cuya música había compuesto Alberto Ginastera. Maestro de Piazzolla y director del CLAEM (Centro Latinoamericano de Altos Estudios Musicales) del Di Tella, cuyo programa único para estudiar composición avanzada (en la línea que iba de Schönberg a John Cage) y su impar Laboratorio de Música Electrónica (que resistió en Florida hasta noviembre del 71) sí habían recibido apoyo de la Fundación Rockefeller. Pero las cosas no eran tan lineales. Para un compositor como Ariel Kusnir, cuyo curriculum incluía la dirección de la Orquesta Filarmónica de La Habana, encontrar trabajo en el país durante la así llamada “Revolución Argentina” había sido imposible. Hizo lo que muchos otros: refugiarse en el Di Tella. A Ginastera no le importaron sus servicios para el faro comunista del Caribe. Tampoco dudaría en salvar, después, la vida del becario chileno Gabriel Brncic (a quien le bajaron el estreno de la obra “Volveremos a las montañas” en el Colón en el 68) de las garras de la Triple A, consiguiéndole un salvoconducto con la beca Guggenheim.
“El Di Tella le dio a Berni espacio para la mayor muestra retrospectiva que tuvo en vida”
Refugiarse en el Di Tella era una metáfora y no tanto. I Musicisti, coro de la Facultad de Ingeniería que debutó con ese nombre en una obra de Norman Briski, se convirtió en Les Luthiers en esa misma sala dirigida por Roberto Villanueva porque no hubiera tenido otro lugar donde llevar adelante su humor erudito, nerd. Lo mismo que Jorge Bonino, a quien Distéfano había recordado en esa entrevista como lo mejor que vio pasar por Florida 936/40, un ¿actor? cordobés que hacía de su glosolalia un show disparatado y conmovedor (según el rumor, claro, pues solo se conserva una grabación del audio que escuché en una isla del Tigre pegado a Walter Guth, el operador de la cabina de sonido de la sala, que la conserva como un tesoro). ¿En que otro lugar de Buenos Aires hubiera podido actuar Bonino que llegó recomendado por Marilú Marini? ¿Y en qué otro lugar Marilú, Ana Kamien y Graciela Martínez hubieran podido desplegar su danza pop? ¿Una galería como Bonino o el Museo de Bellas Artes habrían cedido sus instalaciones para que Marta Minujín y el fantasmal Ruben Santantonín montaran La Menesunda? Ni siquiera pensemos en lo nuevo, en lo que se cree que Jorge Romero Brest ponía por delante de un arte consagrado por la institución-arte.
La entrada del Instituto Di Tella en la calle Florida
El Di Tella le dio a Berni espacio para la mayor muestra retrospectiva que tuvo en vida, y Le Parc distaba de formar parte de la bohemia ditelliana habitué del bar Moderno cuando, en 1967, convocó 159.287 personas. Ya se había consagrado en París y en la Bienal de Venecia y, sin embargo, exhibir en el Di Tella formaba parte de un circuito vanguardista (o neovanguardista) internacional. La prueba más contundente la encontré excavando con paciencia de arqueólogo en el archivo que guarda la materialidad del ITDT en la Biblioteca de la Universidad Di Tella, frente a la cancha de River. Tenía la forma de una carta de Yayoi Kusama a Romero Brest fechada el 27 de enero de 1967, pidiéndole lugar para exhibir en Buenos Aires. Como explica Daniel Molina, se suele olvidar que en los 60 el arte estaba revolucionado pero no así las instituciones. El Di Tella era una institución tan nueva como la década: flamante, se dejo invadir por todas las corrientes que estaban poniendo en discusión las formas y lenguajes de la cultura como no sucedía acaso desde los años 20. Por eso no solo formó parte de esa vanguardia y contracultura aunque estuviera pensado desde la tecnocracia desarrollista sino que se inmoló con ella. Y Kusama tardaría 46 años en exhibir en Buenos Aires, convocando una multitud al Malba.
Así es que en una familia de clase media como la mía no había signos de un pasado progresista cristalizados en un casette de Les Luthiers o la silueta desgarbada de Nacha posando en Siete Días o Gente. Digamos que tuve que salir del mandato familiar para encontrarme al Di Tella de muchas maneras distintas a lo largo del tiempo. Como público de la escena under de los 80, las señales estaban por todas partes aunque entonces no fuera capaz de procesarlas: desde el cabaret neodadá de Patricio Rey y sus Redonditos de Ricota al teatro shock de La Organización Negra o las irrupciones de Batato Barea todo, o mucho, era ditelliano. Lo que nunca imaginé fue que tendría que hundirme en el archivo de planos de AySA para encontrar una conexión que estaba en el fondo de esta(s) historia(s): la mía y la del Di Tella. Hurgando entre los planos que remontaban la locación Florida 936/40 a fines del siglo XIX apareció el sello de mi abuelo como controlador de Obras Sanitarias en uno de 1955. Su firma se cruzaba en el camino de la conversión de SIAM de buque insigna de la industria argentina en mecenas de la revuelta artística y en el mío, que tardaría medio siglo para encontrar su nombre italiano oculto en un archivo durante la investigación para este Di Tella que Netflix nunca entendería del todo.
http://indecquetrabajaiii.blogspot.com.ar/. INDECQUETRABAJA
No hay comentarios.:
Publicar un comentario
Nota: sólo los miembros de este blog pueden publicar comentarios.