La consagración internacional de Martel, Darín y Alonso
la ciénaga (2001)
La de 2000 fue una gran década para el cine argentino. Fueron los años de aparición de directores muy importantes y con gran reconocimiento internacional (Lucrecia Martel, Lisandro Alonso), de la consolidación de una voz clave como la de Pablo Trapero, del desembarco de una obra anómala, ambiciosa, lúdica y provocadora como Historias extraordinarias (más de cuatro horas de duración), capaz por sí sola de establecer a su director, Mariano Llinás, como figura ineludible de la época e impulsor de novedosos mecanismos de producción, pergeñados al margen de los cánones de la industria con el equipo de El Pampero.
Luego del trágico final de la experiencia del menemismo y la crisis de 2001, la Argentina viviría con la llegada del kirchnerismo una etapa de recuperación económica y reaparición de las políticas de derechos humanos como asunto privilegiado en su agenda. El cine nacional reflejó de maneras más o menos oblicuas, dependiendo de los casos, ese nuevo contexto. Lucrecia Martel no solo desarrolló el grueso de su obra –La ciénaga, La niña santa, La mujer sin cabeza–, sino que forjó en esa tríada un estilo muy identificable, apoyado en una gran inventiva para aprovechar múltiples recursos (trabajo virtuoso del sonido y el fuera de campo, oído agudo para capturar los pliegues de la oralidad, capacidad para crear climas de una singular densidad), siempre con la circulación de la energía femenina como combustible. En su cine, las tensiones de un entramado social inestable se manifiestan a través de señales misteriosas que enrarecen los pequeños universos siempre a punto de estallar en los que se mueven sus personajes.
Más ascético y preciosista, Lisandro Alonso también definió su propia caligrafía en esta década: primero con La libertad (2001), un debut sorprendente que se ganó un lugar en el Festival de Cannes con su lenguaje atípico, definido con justicia como un auténtico ovni en el firmamento del cine local. Alonso terminaría de afirmar su personal discurso con Los muertos (2004), Fantasma (2006) y Liverpool (2008), películas caracterizadas por la austeridad y el rechazo categórico de las lógicas y dinámicas del cine convencional, una estrategia que lo ubicó en el terreno de la vanguardia.
En las antípodas de ese tipo de búsquedas, Juan José Campanella consiguió en 2009 un enorme suceso comercial y nada menos que un Oscar con El secreto de sus ojos, sustentada en su innegable fluidez narrativa, el carisma de la gran estrella del cine argentino contemporáneo, Ricardo Darín, y una trama que cruza hábilmente el policial negro, la comedia dramática y los interminables ecos la convulsionada vida política argentina de los años 70.
En medio de esos dos afluentes bien distintos se puede ubicar al cine de Fabián Bielinsky, que dejó antes de su prematuro fallecimiento en 2006, a los 46 años, dos películas muy valoradas y de características bien diferentes: Nueve reinas (2000), un ejercicio de impronta hitchcockiana que aludía con sagacidad al territorio plagado de oportunistas que se configuró en plena resaca de los años 90 en la Argentina y que rindió muy bien en la taquilla, y El aura (2005), un film más árido y cargado de misterios cuyo prestigio fue creciendo con el paso del tiempo. En ambos casos estuvo involucrado Darín, un imán para el gran público.
Pablo Trapero también fue de los más prolíficos: enhebró cuatro largometrajes
–El bonaerense (2002), Familia rodante (2004), Nacido y criado (2006) y Leonera (2006)– y se afirmó como un cineasta de corte clásico, capaz de elaborar relatos de una eficacia narrativa indiscutible.
Con trabajo deliberadamente al margen de cualquier tendencia, otros tres directores que merecen mención por su trabajo en este período son Martín Rejtman, Raúl Perrone y Albertina Carri. Con Los guantes mágicos (protagonizada por Vicentico), Rejtman retrató con su su humor extravagante el extravío de la clase media argentina en los 90.
Perrone sostuvo su política de producción constante y su absoluta independencia: filmó una decena de películas con su metodología de siempre, a excepción de La mecha (2003), uno de sus trabajos de naturaleza más clásica y el primero que tuvo apoyo del Incaa para la ampliación a 35mm. Carri sorprendió gratamente con Los rubios (2003), una película íntima y difícil de clasificar que borra los fronteras entre la ficción y el documental y aborda el espinoso tópico de la militancia política en los 70, señalando con crudeza el vacío provocado por la represión ilegal desatada a partir del golpe de 1976.
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