El regreso de los géneros y la consolidación de un público
el ángel (2018)
Resulta imposible no contemplar la década comprendida entre 2010 y 2019 a la sombra de aquello que fue el Nuevo Cine Argentino. Muchos de esos realizadores que a fuerza de cámaras rabiosas despertaron al adormilado cine argentino (a secas), pasaron de ser jóvenes promesas a ineludibles referentes. De una u otra manera, ese grupo le abrió las puertas a nuevos nombres que si bien no se enrolaron bajo un colectivo tan claramente definido, sí le dieron continuidad a algunos rasgos de esa corriente.
La década comenzó de manera contundente con Carancho (2010), de Pablo Trapero, un amargado noir respetuoso de las reglas de género, que se sumerge en la reconocible lógica del conurbano que vive en la obra de ese director. En términos de importancia, a Carancho le siguió El clan (2015), otra muestra de las mil posibilidades que tiene el mainstream local cuando se pone al servicio de un autor sólido. Otra suerte corrieron dos de sus principales compañeros generacionales, Bruno Stagnaro e Israel Adrián Caetano, cuyos trabajos más populares (Un gallo para Esculapio ysandro de América, respectivamente) se vieron ya no en el cine sino en televisión.
Tres nombres vinculados también al Nuevo Cine Argentino filmaron una sola obra a lo largo de la década, aunque con resultados notables. Martín Rejtman hizo Dos disparos (2014). En 2017, Lucrecia Martel lanzó Zama, y en 2014, Lisandro Alonso presentó Jauja, con el protagónico de Viggo Mortensen. En muchos aspectos, este trío simboliza la versatilidad del cine local, y que en muchos casos lamentablemente, es materia de exportación más que de un masivo consumo local.
Al galope de los ya consagrados surgieron óperas prima o continuaciones de filmografías que mostraron estar en su punto ideal de maduración. En ese ecléctico grupo figuran obras clave de esta década, como La luz incidente (2015), de Ariel Rotter; Alanis (2017) de
Anahí Berneri; Las acacias (2017), de Pablo Georgelli; Wakolda (2013), de Lucía Puenzo; La araña vampiro, de Gabriel Medina; Mi amiga del parque (2015), de Ana Katz; El último Elvis (2012), de Armando Bó; La larga noche de Francisco Sanctis (2016), de Andrea Testa y Francisco Márquez, varias de las piezas de José Celestino Campusano (uno de los directores más prolíficos de la década);
El 5 de Talleres (2014), de Adrián Biniez, y El ciudadano ilustre (2016), de Mariano Cohn y Gastón Duprat.
Por otra parte, hay dos nombres que exigen un espacio propio. En primer lugar Santiago Mitre, que luego de un debut compartido en ese enorme largometraje que fue El amor, primera parte (2005), se lanzó en solitario en 2011 con El estudiante (2011), un título que cómodamente se encuentra entre lo mejor de este período, y al que le continuaron La patota (2015) y La cordillera (2017). Mitre logra una trayectoria vertiginosa, que comienza en la periferia para sumergirse sin escalas en el mainstream.
El nacimiento cinematográfico de Mitre se vincula con el de Mariano Llinás, guionista de El estudiante, productor de El amor, primera parte, y otro de los grandes nombres de la década (y de lo que de va del siglo XXI). Llinás representa un universo en sí mismo, y con La flor (2016) revela una mirada que todo lo abarca. La maratónica duración de esa película (casi catorce horas) resulta anecdótica en comparación a la pluralidad de mundos e historias, aquí perfectamente plasmadas a través del protagónico del colectivo Piel de Lava.
Proponiendo un balance de los años diez, hay una ausencia inconsolable. Por primera vez en cuatro décadas, el nombre de Adolfo Aristarain no forma parte de la lista, aún a la espera de su largamente postergada adaptación de La muerte lenta de Luciana B. Entre las reapariciones fulgurantes es imposible no destacar a Damián Szifron, que luego de un paréntesis de nueve años regresó con Relatos salvajes (2014). Esa antología de historias atravesadas por estallidos de visceralidad, se convirtió en una bomba en términos de taquilla, cuya popularidad superó los límites de la Argentina y alcanzó una nominación al Oscar en 2014 como mejor película extranjera. Juan José Campanella, otro realizador cuyo nombre basta para convocar al público, con el estreno de Metegol (2013) y El cuento de las comadrejas (2019), no pudo replicar el suceso de El secreto de sus ojos (2009).
Aún muy próximo para afirmar lo taxativamente, la última década parece un período de transición en términos estilísticos, en el que una generación de directores busca un camino propio acercándose (o alejándose) de las huellas formales de aquello que fue el Nuevo Cine Argentino. Y en este contexto en el que tímidamente surge una renovación, interrumpió de forma violenta El ángel (2018), de Luis Ortega. El largometraje protagonizado por Lorenzo Ferro e inspirada en la historia del asesino serial Robledo Puch, es una explosión de melodías pop, y de unortega logra una obra maestra fiel a su mirada, que funcionó excepcionalmente bien en recaudación (superó el millón de entradas vendidas), y quede muestra que el cine nacional puede volver sobre sus pasos más felices, combinando autores y taquilla más como sinónimos que como antónimos.
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La Larga noche de francisco sanctis,
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