jueves, 3 de junio de 2021

LA ODISEA DEL TC-48 DE LA FUERZA AÉREA


La odisea de las familias que buscan un avión caído hace 56 años
A mediados de la década del sesenta, un TC-48 de la Fuerza Aérea desapareció en el aire de Costa Rica; hoy surgen indicios que permitirían encontrar los restos de aquella tragedia
G. O

En territorio de Costa Rica, una de las expediciones de las que participó Clyde Pereira, esposa del comandante Mario Zurro


“Se los comieron los tiburones”. Esa frase escucharon hace casi 56 años los familiares de las 68 personas que iban en el TC-48 de la Fuerza Aérea Argentina que desapareció en el aire de Costa Rica el 3 de noviembre de 1965 y nunca fue localizado. 59 eran cadetes de la Escuela de Aviación Militar de Córdoba, desde donde despegó el avión después de que el entonces presidente Arturo Umberto Illia los despidiera en Mendoza.
Hoy, la búsqueda de esas familias continúa. Persiguen, dicen, cerrar un ciclo, saber qué fue lo que realmente pasó. Muchos están convencidos de que el avión cayó en tierra, quieren encontrar sus restos y el de sus seres queridos. Enterrarlos y hacer el duelo.
Ahora siguen una nueva luz. La asociación sin fines de lucro suiza
missing.aero –que trabaja de forma independiente desde 2017 para crear un nuevo método para la búsqueda de aviones perdidos– detectó a través de radares siete “anomalías” o puntos inexplicables en la zona de la Cordillera de Talamanca en Costa Rica. Una expedición privada de cinco integrantes, encabezados por José Campos (quien acumula 25 búsquedas) se adentró en la región, pero las lluvias les impidieron el trabajo. Regresarán en la época seca, en setiembre. El foco está en unos 200 metros cuadrados y, aseguran los familiares, hay una media docena de testimonios que ya apuntaban allí.
El avión cayó cuando realizaba un vuelo entre Panamá y El Salvador. Nunca encontraron ni un solo cuerpo o resto de la nave. Las pruebas oficiales para demostrar que se precipitó al mar Caribe fueron chalecos salvavidas, camisas, la cédula del cadete Oscar Vuistaz y restos de la cobertura interna del fuselaje. Para gran parte de los familiares fueron “plantados” para cerrar la búsqueda. Hay enojo con el accionar de la Fuerza Aérea Argentina; no sólo con la forma en que comunicaron a las familias el hecho, sino con la decisión de no investigar y no buscar.
Muchos años después, por la presión de los familiares, la fuerza organizó los operativos Esperanza –fueron en 2008, 2009, 2010, 2012 y 2013–, y de cada uno participaron dos integrantes de sus grupos especiales. En el mismo viaje del TC-48 había un T-43 que siguió su ruta y que en Panamá, antes de regresar, fue desarmado y vuelto a montar.
Una semana después del accidente la familia del comandante Mario Zurro recibió una carta fechada en Lima: “Una falla en el motor de nuestro avión nos demora dos horas. El otro avión también tiene sus fallas”, comenta y señala que había sólo 15 máscaras de oxígeno. Antes de partir la unidad había registrado fuego en un motor.
Sin respuestas
Ante la falta de las respuestas, los familiares decidieron organizar y financiar sus propias búsquedas. El capitán Juan Tomilchenko, padre del cadete Juan Bernardino Tomilchenko, y el suboficial Rubén Bravino, padre de Orlando Pedro Bravino, fueron los primeros en viajar al Caribe. Hubo muchas expediciones más. En 1966, Clyde Pereira de Zurro se fue a Costa Rica y se instaló dos años allí; estaba convencida de que su marido estaba vivo.
“No buscamos el avión, buscamos la verdad –dice a Azucena la nacion Tomilchenko, hermana de Juan Bernardino–. Mi padre, quien marcó el sendero que siguieron las otras expediciones, lo buscó primero por mar, en todos los lugares donde la Fuerza Aérea dijo que podría haber caído”.
Cecilia Viberti se autotitula “buscadora”. Tenía nueve años cuando su papá, el capitán Esteban Viberti, subió al TC-48. Su mamá tiene 88 años y prefiere no hablar del tema, aunque conoce los pasos que da su hija. Cuando el avión cayó la familia –son cuatro hermanos– vivía en El Palomar. “Nos pidieron el departamento, nos fuimos con mis abuelos paternos que habían perdido a su hijo pero que tenían una entereza enorme”, recuerda.
No olvida el miércoles de noviembre de 1965 en el que su mamá estaba mirando una telenovela y apareció la noticia del “avión argentino desaparecido en el mar Caribe”. “Salió corriendo a la casa de los compañeros de mi papá. Estaban en la puerta de la base aérea y nadie los atendía. La casa se empezó a llenar de gente. Una chica que ayudaba en casa me dijo ‘se perdió el avión de tu papá’. ‘¿Está muerto?’, pregunté y me contestó ‘lo están buscando’”.
Viberti pasó su infancia buscando los papeles que su madre traía de las reuniones: “Fui acumulando información y pensando ‘cuando sea grande lo voy a buscar, cuando pueda lo voy a buscar’. Necesito cerrar la historia que está llena de incógnitas; es un libro con un final abierto y odio los finales abiertos. Siempre busqué y cuando internet se masificó me abrió una ventana al mundo. Manejaba los programas de comunicación y me fui contactando con gente de Costa Rica, he pasado horas de mi vida haciendo esto. El cierre es encontrar los restos del avión y los cuerpos, hoy los peritos podrían reconstruir qué pasó”. Admite que con el paso de los años fue aprendiendo, que cuando sigue una huella es “con expectativa cero” porque siempre parece que “estamos a un paso de descubrirlo”. La historia, subraya, acerca a “muchos delirantes, mesiánicos que se creen destinados a encontrarlo”. Llegó a dar dinero a cambio de nada. Asegura que el TC-48 es el “santo grial de los montañistas”.
Apoyos importantes de los familiares son el geólogo costarricense Wilfredo Rojas, quien murió en enero y Campos, socorrista, integrante de la Cruz Roja Internacional. “Ellos y sus hombres hicieron decenas de expediciones”, apunta Viverti. Los miembros de las comunidades indígenas de la zona son otra parte importante de esta historia y están en contacto permanente con Viverti.
En la casa de la familia, el “altar” con las pertenencias del padre estuvo hasta 1982: la ropa colgada, las gorras, los perfumes. “Somos cuatro hermanos y la única que busca soy yo, el resto apoya pero no tomó la iniciativa; en todos estos años todos hemos tenido tragedias dentro de la tragedia”. Viverti lleva unos años armando el banco genético de los cadetes, reúne ADN de familiares para que, cuando aparezcan los restos, haya posibilidad de comparar.
Raquel Terradas, hermana del cadete Gerónimo Terradas –era el abanderado– no se involucra personalmente en la búsqueda porque “significa remover cosas que duelen, que hacen daño” pero subraya que entiende la “necesidad” de esclarecer el hecho. “La Fuerza Aérea lo dio por cerrado, trató muy mal a las familias, se cometieron muchas arbitrariedades. Quisieron taparlo y eso alimenta nuestra duda y nuestra certeza de que cayó en tierra”, dice.
María Rosa Le Roi busca a su tío, al cadete David Gauna; es también prima de otro de los accidentados, Daniel Ortiz. En su familia nunca hablaron de la desaparición del avión, se convirtió en un tabú. Ella cuenta que siempre tuvo presente el tema: “Cuando se cumplieron los 50 años de la caída no sé qué me pasó, pero resolví que algo tenía que hacer, que no podía quedarme esperando”.
La esperanza
Los nombres son muchos, tienen grupos, cambian mensajes, se involucran de distintas maneras en la búsqueda. Ana Luna es sobrina del cadete Juan Aguacil, a quien no conoció. Su mamá le mostraba fotos, le contaba historia. “Ella creció con mi abuela buscando a su otro hijo, pidiendo una respuesta”, recuerda. Luna continúa por su madre, para cumplir su deseo y el de su abuelo de cerrar la búsqueda. Son tres generaciones unidas por el mismo dolor.
Los hijos de Zurro siguen en la misma ruta que marcó su madre cuando se fue a Costa Rica para tratar de encontrar respuestas. “Mi mamá era una gran docente en ese aspecto, contaba a todos lo sucedido”, continúa Regina Zurro.
“Tengo que saber dónde está, tengo derecho a enterrarlo –sigue-. Pasaron 55 años, tengo 63 y sigo con la esperanza de saber la verdad, no acepto la negación de la Fuerza Aérea, el mal trato. Busco la verdad histórica”.
Su hermano, Pedro, tenía dos años cuando cayó el avión. El otro de los hermanos, Alejandro, es piloto. “Tal vez influyó mi papá, que lo llevaba en la sangre –afirma–. Hice la carrera militar y cuando decidí ser piloto nadie en mi familia lo aceptaba”. Para él es una deuda a resolver tener detalles de cómo fueron los hechos. “No hay certeza de nada, hay mucha mentira, muchos engaños. Mi mamá se murió pensado que mi padre había sobrevivido un tiempo y eso nos inculcó a nosotros; pensábamos que en un momento iba a volver. Después uno va tomando las cosas de distinta manera pero nos sigue moviendo encontrar el avión”.

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