martes, 28 de septiembre de 2021

Y QUE ES NUESTRO ORGULLO....LA ARGENTINA QUE SÍ FUNCIONA



LA ARGENTINA QUE SÍ FUNCIONA
No todo es crisis. Tres islas de excelencia en las que se destacan nuestros científicos



Por Martín De Ambrosio
El sistema científico argentino tiene algunas islas de excelencia donde compite con los mejores del planeta. Es cierto que no está en el top ten mundial –entre otras razones, por la falta de integración, de una inversión sostenida y de articulación público-privada–, pero hay al menos tres grandes áreas con altísima producción: los ensayos clínicos, la energía nuclear y la clonación. Se podrían agregar algunas otras, como los desarrollos de software o, de manera más individualista, los investigadores formados en el país que se destacan en el exterior, o dirigen equipos. Concentrar esfuerzos en las zonas donde hay tradición, conocimiento y formación desde hace décadas es una idea inteligente para la Argentina. Al menos eso plantean investigadores como Carlos Balseiro, exdirector del instituto que fundó su padre, José Antonio. “Es muy difícil que la Argentina cubra todas las áreas de la ciencia con el mismo grado de desarrollo y calidad”, plantea. “Por eso tenemos que pensar cuáles queremos hacer. Eso quiere decir un proyecto científico general que se acompañe de las debidas políticas: ver los problemas más importantes para nosotros como país”, define. Algunas ideas para hacer crecer el sector tienen que ver con la inversión sostenida, más allá de los ciclos económicos; la incentivación de la inversión privada (que es pobre en general en América Latina, pero especialmente en la Argentina en relación a la pública); y la articulación de la academia con el sector productivo, que existe, pero podría ampliarse. Más allá de la obviedad de la necesidad de la ciencia para el desarrollo, la pandemia demostró que tener un sistema científico capaz de reaccionar a tiempo hace la diferencia.

Ensayos clínicos

EL LABORATORIO DE LA PANDEMIA

Los tres argentinos premios Nobel en ciencias (Bernardo Houssay, en 1947; Luis Federico Leloir, en 1970, y César Milstein, en 1984) no implican solo la mención de hitos singulares, héroes que cayeron en un ecosistema vacío, como llegados del planeta Kriptón. Más bien, por el contrario, fueron parte de una tradición que obviamente los antecedió y que continúa. La de los experimentos rigurosos en áreas cruciales, sobre todo en salud y afines. Houssay, con sus trabajos en la regulación de la glucosa; Leloir, por aportes respecto del metabolismo de la lactosa; y Milstein, y los anticuerpos monoclonales; este último fue el mismo concepto que, décadas después, se usaría para tratar a Donald Trump cuando el entonces presidente de los Estados Unidos enfermó de Covid. Y fue justamente en ese pandémico terreno donde se destacan los herederos conceptuales de aquellos (y otros) pioneros.




Una de las principales vacunas que el mundo consiguió contra el virus Sars-CoV-2 requirió para aprobarse de los casi 6000 voluntarios enrolados en el más masivo de los ensayos clínicos: fue el que hizo el grupo de Fernando Polack, Gonzalo Pérez Marc y Romina Libster en el Hospital Militar de Buenos Aires. Ese trabajo con Pfizer-BioNTech le abrió al grupo una posibilidad de ensayar varias más; por ejemplo, con la conocida como “vacuna vegetal” (por hacerse a partir de la planta Nicotina benthamiana) también contra el Covid, desarrollada por la compañía canadiense Medicago, con otros 8000 voluntarios, y cuyos primeros resultados estarían en un par de semanas. “Rompimos la escala”, dice Pérez Marc al mostrar las instalaciones en las que trabajan unas 1000 personas, en lo que sospecha que es el centro de investigación de su tipo más grande del mundo. El pediatra señala el recorrido incesante de los voluntarios y la fila de taxis que esperan para llevarlos de regreso a sus hogares. La cuenta de los viajes es holgada: no menos de 80.000 desde que empezaron la pandemia y los ensayos.

La tradición de excelencia de la medicina argentina se destacó en la pandemia: una de las principales vacunas que el mundo consiguió contra el virus Sars-CoV-2 requirió para aprobarse de casi 6000 voluntarios enrolados en un masivo ensayo clínico, que se hizo en el país
Pero más allá de los números mega, al trío de científicos le interesa que la calidad de los datos sea suficientemente buena para su uso a la hora de tomar decisiones, lo que deriva en la obsesión por los procedimientos y por la carga de los datos a medida que llegan; es decir, día a día. La publicación de papers en revistas de primer nivel (como el New England Journal of Medicine) parece guiñarles un ojo. Y son las mismas paredes de la oficina de Pérez Marc en el Hospital Militar las que llevan la cuenta de los ensayos que hacen en paralelo, o que fueron evaluados y descartados: se eleva hasta doce, la mayoría contra el Covid, pero también hay contra el virus sincicial respiratorio (el de la bronquiolitis) y la gripe. Entre las razones por las cuales todo funciona como funciona, Pérez Marc cita el trabajo regulatorio de la Anmat, que, a la vez que acompañó “en forma hiperexigente”, les dio el sello de calidad a los procedimientos propuestos y ejecutados. “Es un ejemplo de interacción público-privada. Así, con normas claras, ética y resultados, los beneficios se ven. En el fondo es una manera de exportar conocimiento; aquí se articularon los trabajos de otros investigadores e instituciones, como el estudio de plasma de la Fundación Infant, el test CovidAr del equipo del Instituto Leloir, los análisis de anticuerpos del equipo de Jorge Geffner en el Instituto de Investigaciones Biomédicas en Retrovirus y Sida (Inbirs), más la provincia de Buenos Aires y las obras sociales… En fin, un montón de gente”, sintetiza el investigador.
“En el fondo es una manera de exportar conocimiento; aquí se articularon los trabajos de otros investigadores e instituciones”

GONZALO PÉREZ MARC, UNO DE LOS LÍDERES DEL ENSAYO CLÍNICO CON PFIZER-BIONTECH QUE SE REALIZÓ EN EL HOSPITAL MILITAR DE BUENOS AIRES

Esa enumeración, necesariamente incompleta, da una idea del tamaño del esfuerzo de los investigadores argentinos en pandemia. Porque también en distintas instituciones se ensayaron entre otras las vacunas de Sinopharm, Janssen (Johnson & Johnson), Cansino, la fallida CureVac (con plataforma de ARN mensajero); se analizan y vigilan las variantes del Covid que circulan, se estudia la inmunidad a largo plazo, además de los tests ya mencionados; y hasta se generó un trabajo para desestimar la eficacia terapéutica del plasma de convalecientes en pacientes graves, al mando de Ventura Simonovich en el Hospital Italiano. Y mediante transferencia tecnológica se hace una parte del proceso de dos vacunas, y –junto con Brasil– el país será punto focal de la OMS de nuevas vacunas con la mencionada plataforma de ARNm. También están encaminados al menos cinco proyectos de vacunas íntegramente locales contra el virus que causa el Covid; muy posiblemente quedarán como conocimiento heredado para futuras pandemias, o bien como refuerzo para alguna población que necesite mejorar su respuesta inmunológica ante este Covid. Un ecosistema enorme que respondió en pandemia y que incluso promete ampliarse.

Energía nuclear
DEL ERROR DE PERÓN A LA EXPORTACIÓN A EUROPA


Los caminos de la ciencia dan la sensación de ser lineales. Pero hay excepciones, como la que permitió transformar a Bariloche en uno de los sitios más importantes del mundo en investigación de energía nuclear (en combo con actividades espaciales en sentido amplio). La historia es conocida: un seudoinvestigador de origen austríaco, Ronald Richter, le vendió al entonces presidente Juan Perón una idea de punta: la posibilidad de generar energía casi de manera ilimitada, tal como lo hace el Sol. Es decir, fusionando átomos (y no rompiéndolos, como en la energía atómica tradicional). La idea, en teoría, es plausible. Pero el tal Richter, después de generar un inmenso movimiento de fondos en la isla Huemul –del orden de las decenas a cientos de millones de dólares, según las fuentes–, tuvo que partir rápidamente a un nuevo exilio dado que todo fue una especie de farsa o, visto con ojos contemplativos, algo propio de un entusiasmo exagerado (la tecnología sigue bajo investigación setenta años después). Pero esas inversiones no quedaron en apenas estafa o anécdota, sino que permitieron crear la masa crítica no para la ruptura de enlaces atómicos, sino para generar conocimiento y hasta exportar tecnología de punta no solo a otros países de ingresos medios (Perú, Egipto), sino de ingresos altos como Australia y Países Bajos. La aplicación práctica de ese conocimiento es enorme: el 10% de la energía que se consume en la Argentina es de origen nuclear.


En Bariloche quedó un núcleo fuerte de investigadores que creció y dio frutos. La última de las resonantes exportaciones de la empresa Invap (propiedad de Río Negro y el Estado nacional) fue justamente a los Países Bajos: para el diseño y la construcción de un reactor bautizado Pallas que fabricará productos radiofarmacéuticos, contra el cáncer y enfermedades cardiovasculares, además de servir para investigación. El monto de la venta es de US$400 millones. Invap les ganó en la licitación a un consorcio de origen francés y a otro surcoreano. El reactor Opal, vendido a Australia en 2006, se había cotizado en US$200 millones. “Es sorprendente que la Argentina haya competido con Canadá, Francia y Estados Unidos. Australia no necesitaba comprarle a la Argentina, pero lo hizo. Y después Holanda también, teniendo a ingleses y franceses más cerca”, dice Carlos Balseiro. Su padre, José Antonio, fue quien le informó a Perón que lo de Richter había sido un desaguisado. El instituto Balseiro es una pieza clave del enclave patagónico de física.


“Australia no necesitaba comprarle a la Argentina, pero lo hizo. Y después Holanda también”

CARLOS BALSEIRO, EXDIRECTOR DEL INSTITUTO BALSEIRO


En Bariloche hay un núcleo fuerte de investigadores que trabaja en el Invap (propiedad de Río Negro y el Estado nacional) y desarrollan tecnología de punta, incluyendo satélites y reactores nucleares
“Lo importante es sacar provecho de los errores, esa es la enseñanza”, agregó respecto de aquella aventura del científico europeo. Sobre la posibilidad de extender esa isla de excelencia a otras zonas de la investigación, dijo que “ojalá se pudieran hacer cosas así en otras áreas. Hay oportunidades, faltan políticas que hagan llegar al mismo grado de desarrollo. Desde el punto de vista de la formación de gente, nuestros ingenieros y físicos también ocupan lugares en grandes universidades del mundo. Eso quiere decir que somos capaces”. En este último sentido, el caso de Juan Martín Maldacena, teórico del campo de las llamadas supercuerdas de la Universidad de Princeton, quizá sea el más reluciente. De manera conexa, la Comisión Nacional de Actividades Espaciales (CNAE), formalmente establecida en la década de 1990, también bebió de experiencias previas, tan pioneras que se remontan a la década de 1960, antes de la llegada de Neil Armstrong y compañía a la Luna. Hoy la CNAE tiene en órbita una constelación de satélites de investigación y de comunicación, además de una intensa cooperación mundial, entre otras, con la agencia espacial italiana. Para Balseiro, las razones del éxito son básicamente tres: continuidad, recursos, apoyo sistemático a lo largo de los años; “no poner dinero un año y después tres años no; ese es uno de los secretos”, explicó. “No creo que la física de Bariloche se hubiera desarrollado y sobrevivido a los vaivenes políticos si el Estado no hubiera apoyado el desarrollo tecnológico; reconozco que hemos sido privilegiados en nuestras condiciones de trabajo”, sintetizó.

Clonación
LOS CABALLOS DE CAMBIASO

Que se clonen en el país caballos destinados al equipo de polo de Adolfo Cambiaso o que jeques árabes despunten los vicios propios de las pampas puede resultar una curiosidad menor, pero detrás hay conocimiento tecnológico de punta. Apenas seis años después de que se clonara el primer mamífero, la célebre y ya fallecida oveja Dolly (alumbrada en 1996, en el Instituto Roslin de Escocia), la Argentina anunció, a través de una conjunción de conocimientos de la Facultad de Agronomía de la UBA y la empresa Biosidus, que había generado una vaca clonada, bautizada Pampa, en septiembre de 2002. En rigor fueron bastantes más porque Pampa fue una dinastía que incluyó hermanos como Pampa Mansa. A partir de ahí se avanzó hacia clones transgénicos, con la posibilidad de generar leche con la hormona de crecimiento humano. Y fue otra empresa privada, poco tiempo después, la que reclutó científicos para la producción de caballos de polo con cualidades especiales y otros que compiten de forma eficaz en disciplinas de saltos y competencias de largo aliento. La empresa Kheiron Biotech, que los produce y exporta desde instalaciones en Pilar, lleva 150 animales clonados desde 2012 y utiliza la novedosa técnica conocida como Crispr, cuya descubridora –Jennifer Doudna– fue premiada con el Nobel de Química en 2020. Justo antes de la pandemia avanzaban sobre los mismos procesos para ganado vacuno y pensaban usarla para propiciar trasplantes con órganos de cerdos. La posibilidades de la clonación son enormes, incluso podría extenderse a animales domésticos.

La empresa Kheiron Biotech, que produce y exporta desde instalaciones en Pilar, lleva 150 animales clonados desde 2012; el polista Adolfo Cambiaso clonó algunos de sus mejores ejemplares
Según Susana Levy, gerenta de innovación y transferencia tecnológica de la Universidad de San Martín, estas clonaciones y otros esfuerzos idénticos en áreas de transgénicos vegetales (con polémica ambiental incluida), “son casos muy particulares que se desarrollaron por las políticas regulatorias que no existieron en otros países. Es un nicho que aprovechó la Argentina por las restricciones europeas, por ejemplo”, dijo. Para Levy, el hecho de formarse en el exterior y tener contactos con la ciencia que se hace en los países centrales es clave para la excelencia de los investigadores. “Se forman en la universidad pública, muchas veces se doctoran en el Conicet y se van al exterior, pero siguen los lazos y hay un puente abierto. La ciencia es internacional, más allá del nacimiento de cada uno”, explica. Lo que no se debate es que todavía falta una integración más amplia con el sistema productivo y que la ciencia básica sea apuntalada, pero con medio ojo puesto en aplicaciones. El léxico debería incluir transferencia tecnológica, empresas incubadas y demás acciones estratégicas. “Siempre es una apuesta a largo plazo –dice Levy–, pero los emprendimientos de la pandemia que se pusieron en marcha con subsidios del Banco Mundial ya funcionan”. ¿El déficit? La renuente inversión privada. “No se sabe qué va a pasar mañana y es difícil invertir. La ciencia requiere de tiempos largos, ensayos clínicos, aspectos regulatorios, paciencia y dinero”, concluye Levy. Como decía el propio Houssay, si la ciencia resulta cara, hay que tener en cuenta que la ignorancia es todavía más cara.


Cómo se puede potenciar el sector
Articular universidades y sector productivo. Que se creen nuevas incubadoras de empresas (hay algunas exitosas tanto en el sector privado, GridX, como en el público, la Universidad de San Martín) para que lo académico no se circunscriba a la producción de papers en revistas internacionales.
Invertir de manera sostenida. Ampliar el porcentaje del PBI destinado a inversión y desarrollo para llegar al menos al 1%.
Incentivar la inversión privada. Generar más y nuevos fondos para que el Estado pueda dedicarse a áreas prioritarias.
Estar atentos al contexto propicio para despegar. La pandemia demostró que tener un sistema científico capaz de reaccionar a tiempo hace la diferencia.
http://indecquetrabajaiii.blogspot.com.ar/. INDECQUETRABAJA

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