“Con mis hijos, no”: un mensaje de las urnas que el poder no interpretó
La gente siente que el empecinamiento gubernamental en mantener las escuelas cerradas durante un año y medio ha dejado una herida en el presente y en el futuro de los chicos
Luciano Román
Concentración de Padres Organizados, frente a la Casa Rosada para reclamar por las escuelas que no pudieron volver a la presencialidad
“Se metieron con mis hijos”. Candidatos de distintos espacios políticos, que caminaron en estos meses los barrios más vulnerables de la provincia, se encontraron, una y otra vez, con esta frase. La gente siente que el empecinamiento gubernamental en mantener las escuelas cerradas durante un año y medio ha dejado una herida en el presente y en el futuro de los chicos. “Con mis hijos, no”. Ese es, tal vez, uno de los mensajes más fuertes que han dejado las urnas, aunque el poder sigue sin interpretarlo ni lo lee de esa manera.
En la “carta neutrónica” con la que la vicepresidenta ha emplazado al Presidente, abundan los reproches a su gestión, pero no hay una sola referencia al cierre de las escuelas. El Gobierno cree que la única causa de la derrota ha sido el desquicio económico, que es por cierto gigantesco y seguramente ha incidido mucho. Pero ignorar el impacto de la cuestión educativa confirma la dificultad del poder para entender a la sociedad. Les cuesta comprender que hay algo más que “poner plata en el bolsillo de la gente”. Se resisten a aceptar que el futuro también cuenta y que aun los sectores más golpeados valoran la educación y el esfuerzo más que el subsidio y la dádiva.
En las franjas más humildes, la escuela es un salvavidas. Es el espacio de contención en el que los padres sienten que sus hijos están a salvo. Si no están en la escuela, están en la calle. Y la calle es la droga, el delito, el peligro. La escuela es, además, el gran organizador social, la columna vertebral de la rutina cotidiana y, en muchos casos, es el lugar donde se come y se detectan los problemas psicológicos. Alrededor del colegio se organiza la vida.
Ese eje es el que se perdió durante un año medio, con especial impacto en los sectores socialmente postergados. El costo ha sido enorme y se pagará durante décadas. La reapertura de los colegios, que se hizo en forma parcial y entrecortada, no compensa el daño consumado. Más de un millón de chicos –según estimaciones oficiales– directamente abandonaron la escuela secundaria. ¿Pero cuántos han sufrido regresiones, tienen problemas para ordenar el sueño, perdieron ritmo de estudio y sufren cuadros de depresión? ¿Cuántos cayeron en adicciones, desórdenes alimentarios y problemas de socialización? Esto es lo que angustia a millones de madres y padres, que sienten que el Gobierno se ha metido con sus hijos.
En los sectores más humildes, la escuela todavía representa la esperanza de una vida mejor para las nuevas generaciones. La madre que trabaja en el servicio doméstico y el padre que hace changas creen, con buenas razones, que su hija o su hijo podrán tener empleos formales y de mayor calidad con un título secundario; podrán vivir en un barrio mejor y acceder a otras condiciones de vida. Por eso hacen grandes sacrificios para que los chicos tengan educación. Lo ven como un camino de oportunidades y progreso. Ahora sienten, sin embargo, que el Gobierno ha conspirado contra esa posibilidad. Sienten que ese enorme esfuerzo que hacían para que sus hijos no dejaran el colegio, no se atrasaran, no perdieran la motivación, fue vaciado de sentido con las escuelas cerradas. Entre los que todavía no abandonaron, hay muchos a los que les cuesta retomar el ritmo, sentarse a estudiar, concentrarse y regularizar su rutina.
La angustia es muy notoria entre las madres, que suelen ser las que más le ponen el cuerpo a ese sacrificio cotidiano por la educación de los chicos. Es algo que un gobierno que presume de tener “sensibilidad de género” no parece registrar. Como si el feminismo fuera una apenas una pose pseudointelectual y no tuviera nada que ver con los esfuerzos, los sueños y los desvelos de las madres de las barriadas humildes.
A millones de familias les aprieta el bolsillo, por supuesto. La cuarentena eterna –no la pandemia– les achicó sus ingresos, les cerró fuentes de trabajo y las endeudó más de la cuenta. Pero tal vez lo que más les duele es ver que sus hijos quedaron mucho más condicionados para construir su futuro. “Clases siempre hubo”, repite con cierto cinismo el coro militante. ¿Para quién? ¿Para los que no tienen computadora ni wifi? ¿Para los que recibían por WhatsApp consignas y tareas que nadie les podía explicar? Pocas situaciones han generado tanta desigualdad y han ampliado tanto la brecha social como las escuelas cerradas.
El recambio en el gabinete nacional desplazó a un ministro de Educación convertido en abanderado del cierre de colegios. Pero el relevo parece tener más que ver con el internismo y las disputas del poder que con una autocrítica genuina sobre el disparate de haber “militado” junto al sindicalismo docente la “educación sin escuelas”. El recambio en esa cartera no representa, a simple vista, ningún giro conceptual. El nuevo ministro, de hecho, es un funcionario del mismo equipo que lideraba Nicolás Trotta, más identificado con la burocracia educativa que con el reclamo de impulsar una gran transformación de la escuela pública. Ocupaba hasta ahora la estratégica Secretaría de Políticas Universitarias, que ha avalado otro disparate del que se habla poco: las universidades públicas siguen cerradas y encapsuladas en el Zoom. No hay vacunas ni fundamentos que las muevan de una virtualidad cómoda, de la que casi nadie se queja porque los estudiantes siguen aprobando y los profesores siguen cobrando.
La provincia de Buenos Aires, donde el cierre de los colegios se convirtió en política de Estado, tampoco parece acusar recibo de lo que implicó esa medida. La titular de la cartera educativa bonaerense sigue firme en su cargo. Su mayor mérito ha sido pasar desapercibida y que nadie la conozca en medio de la catástrofe educativa que ella misma ha promovido con el respaldo de Kicillof, Gollán y Kreplak. En el silencio de Cristina Kirchner sobre la cuestión educativa quizá haya algo más que incomprensión de las angustias sociales: asoma también un componente de complicidad y encubrimiento. Si Kicillof puede hacerse el desentendido sobre la marcha de la economía, se le haría muy difícil no darse por aludido ante un reproche sobre el cierre de las escuelas.
En un país donde las encuestas fallan más que la astrología, es muy difícil descifrar con rigor y precisión los componentes del voto. Pero el termómetro de los propios candidatos suele marcar una pauta. Según ese indicador, hay otro episodio que muchas familias facturaron en las urnas y que el poder ni siquiera ha registrado. A muchos padres les provocó escozor ver a una profesora bajando línea a los gritos en una escuela de La Matanza. Pero más escozor aún les generó escuchar que el Presidente la avalaba, y calificaba como “formidable” la actitud de la docente. Muchos sintieron que se había pasado una raya.
El límite se gestó en la intimidad de los hogares: “Con mis hijos, no”. Si ese fue, efectivamente, uno de los mensajes fuertes del electorado, hay razones para la esperanza. Significa que las familias miran el presente, pero también el futuro. Y que, aun degradada y en crisis, la sociedad valora a la escuela como un pilar fundamental. Tal vez hasta debería reescribirse uno de los dogmas de los manuales electorales: “Es la economía, estúpido” debería cambiarse por: “Es la economía, pero también la educación”.
Si el poder registrara este fenómeno, no haría un mero maquillaje en el Ministerio de Educación. Se sentaría con Padres Organizados, convocaría con apertura y pluralismo a un panel de expertos que propongan estrategias para reparar el daño producido y pondría ese tema en el centro de la agenda pública. ¿Comprenderá el Gobierno las razones de una rebelión silenciosa de millones de madres y padres? Siempre se está a tiempo de escuchar e interpretar las angustias y esperanzas de una sociedad.
En los sectores más humildes, la escuela todavía representa la esperanza de una vida mejor para las nuevas generaciones. La madre que trabaja en el servicio doméstico y el padre que hace changas creen, con buenas razones, que su hija o su hijo podrán tener empleos formales y de mayor calidad con un título secundario; podrán vivir en un barrio mejor y acceder a otras condiciones de vida. Por eso hacen grandes sacrificios para que los chicos tengan educación. Lo ven como un camino de oportunidades y progreso. Ahora sienten, sin embargo, que el Gobierno ha conspirado contra esa posibilidad. Sienten que ese enorme esfuerzo que hacían para que sus hijos no dejaran el colegio, no se atrasaran, no perdieran la motivación, fue vaciado de sentido con las escuelas cerradas. Entre los que todavía no abandonaron, hay muchos a los que les cuesta retomar el ritmo, sentarse a estudiar, concentrarse y regularizar su rutina.
La angustia es muy notoria entre las madres, que suelen ser las que más le ponen el cuerpo a ese sacrificio cotidiano por la educación de los chicos. Es algo que un gobierno que presume de tener “sensibilidad de género” no parece registrar. Como si el feminismo fuera una apenas una pose pseudointelectual y no tuviera nada que ver con los esfuerzos, los sueños y los desvelos de las madres de las barriadas humildes.
A millones de familias les aprieta el bolsillo, por supuesto. La cuarentena eterna –no la pandemia– les achicó sus ingresos, les cerró fuentes de trabajo y las endeudó más de la cuenta. Pero tal vez lo que más les duele es ver que sus hijos quedaron mucho más condicionados para construir su futuro. “Clases siempre hubo”, repite con cierto cinismo el coro militante. ¿Para quién? ¿Para los que no tienen computadora ni wifi? ¿Para los que recibían por WhatsApp consignas y tareas que nadie les podía explicar? Pocas situaciones han generado tanta desigualdad y han ampliado tanto la brecha social como las escuelas cerradas.
El recambio en el gabinete nacional desplazó a un ministro de Educación convertido en abanderado del cierre de colegios. Pero el relevo parece tener más que ver con el internismo y las disputas del poder que con una autocrítica genuina sobre el disparate de haber “militado” junto al sindicalismo docente la “educación sin escuelas”. El recambio en esa cartera no representa, a simple vista, ningún giro conceptual. El nuevo ministro, de hecho, es un funcionario del mismo equipo que lideraba Nicolás Trotta, más identificado con la burocracia educativa que con el reclamo de impulsar una gran transformación de la escuela pública. Ocupaba hasta ahora la estratégica Secretaría de Políticas Universitarias, que ha avalado otro disparate del que se habla poco: las universidades públicas siguen cerradas y encapsuladas en el Zoom. No hay vacunas ni fundamentos que las muevan de una virtualidad cómoda, de la que casi nadie se queja porque los estudiantes siguen aprobando y los profesores siguen cobrando.
La provincia de Buenos Aires, donde el cierre de los colegios se convirtió en política de Estado, tampoco parece acusar recibo de lo que implicó esa medida. La titular de la cartera educativa bonaerense sigue firme en su cargo. Su mayor mérito ha sido pasar desapercibida y que nadie la conozca en medio de la catástrofe educativa que ella misma ha promovido con el respaldo de Kicillof, Gollán y Kreplak. En el silencio de Cristina Kirchner sobre la cuestión educativa quizá haya algo más que incomprensión de las angustias sociales: asoma también un componente de complicidad y encubrimiento. Si Kicillof puede hacerse el desentendido sobre la marcha de la economía, se le haría muy difícil no darse por aludido ante un reproche sobre el cierre de las escuelas.
En un país donde las encuestas fallan más que la astrología, es muy difícil descifrar con rigor y precisión los componentes del voto. Pero el termómetro de los propios candidatos suele marcar una pauta. Según ese indicador, hay otro episodio que muchas familias facturaron en las urnas y que el poder ni siquiera ha registrado. A muchos padres les provocó escozor ver a una profesora bajando línea a los gritos en una escuela de La Matanza. Pero más escozor aún les generó escuchar que el Presidente la avalaba, y calificaba como “formidable” la actitud de la docente. Muchos sintieron que se había pasado una raya.
El límite se gestó en la intimidad de los hogares: “Con mis hijos, no”. Si ese fue, efectivamente, uno de los mensajes fuertes del electorado, hay razones para la esperanza. Significa que las familias miran el presente, pero también el futuro. Y que, aun degradada y en crisis, la sociedad valora a la escuela como un pilar fundamental. Tal vez hasta debería reescribirse uno de los dogmas de los manuales electorales: “Es la economía, estúpido” debería cambiarse por: “Es la economía, pero también la educación”.
Si el poder registrara este fenómeno, no haría un mero maquillaje en el Ministerio de Educación. Se sentaría con Padres Organizados, convocaría con apertura y pluralismo a un panel de expertos que propongan estrategias para reparar el daño producido y pondría ese tema en el centro de la agenda pública. ¿Comprenderá el Gobierno las razones de una rebelión silenciosa de millones de madres y padres? Siempre se está a tiempo de escuchar e interpretar las angustias y esperanzas de una sociedad.
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