El reñidero: duelo de dos mujeres, en un clásico de De Cecco
Es el sueño cumplido del director Antonio Leiva y sube a escena en el bello teatro Empire
L. G.
El Reñidero.
Autor: Sergio De Cecco. Versión: Antonio Leiva y A.M.R. de Bergel. Intérpretes: Yamila Gallione, Javier Salas, Tamara Paganini, Omar Ponti, Juan Pablo Rebuffi, Hermes Molaro, Juan Carlos Uccello y Rocío Moragues. Coro: R. Moragues, Érica Ruiz, Enzo Dupré y Cristian Frenczel. Música incidental: Melina Otero. Producción musical: Silvana D’Onofrio. Asistencia coreográfica: Paula Larriqueta. Vestuario: Liliana Palacio. Escenografía: Juan Carlos Pinilla. Luces: Stefany Briones. Dirección: Antonio Leiva. Sala: Empire, Hipólito Yrigoyen 1934. Funciones: sábados, a las 20.30, y desde octubre, a las 20. Duración: 60 minutos.
Asociado desde muy joven a la pregnante figura de Carlos Mathus y, en especial, a La lección de anatomía, el actor y director Antonio Leiva cumple con El reñidero un proyecto totalmente fuera de la órbita de su mentor (murió en 2017), viejo sueño anidado en la adolescencia como espectador de la obra de Sergio De Cecco en 1964.
Inspirada en la Electra de Sófocles, el autor ubicó la tragedia en la brava tribu de los guapos a principios del siglo XX, en el todavía semiurbano barrio de Palermo, entre caudillos conservadores, barones clientelistas y riñas de gallos. A más de medio siglo del estreno, son muchas las lecturas marcadas por el contexto que corrieron bajo el puente: la psicoanalítica, referida a los míticos vínculos entre padre e hija, madre e hijo; la social, por el enfrentamiento entre dos mundos, el de las viejas y nuevas reglas; la política, por la forma de dominación y reclutamiento; la existencial, por la toma de decisiones frente a condiciones impuestas.
El Reñidero
Todos estos abordajes permanecen como capas superpuestas. Pero hay otro, propio del presente, que resuena con fuerza en la versión de Leiva. Aunque sea “al ñudo cuerpearle al destino”, el corazón de la obra no está en el personaje de Orestes, y sus cavilaciones sobre a qué valores someterse, sino en Elena, la hija mayor guardiana de la obediencia y el rigor paterno, y su oposición a Nélida, la madre que desea otra vida no signada por el sometimiento. Esta tensión no se debe a la adaptación del texto sino a la marcación actoral. La crispada Elena interpretada por Yamila Gallione, con una energía por encima del resto, entronizada sobre una tarima circular –la arena de las riñas- en el centro del escenario, es la que marca el ritmo y atrapa toda la atención. Las razones de Nélida (Tamara Paganini, suplantada a veces por Érica Ruiz), su sensualidad y la ternura con el hijo varón, quedan debilitadas frente a la desquiciada obstinación de la hija, una distancia de intensidades, de tonos que, por momentos, satura la representación. Entre ambas, Javier Salas es un Orestes que deambula, intermitente, angustiado por el lugar que le toca en esa encrucijada entre madre e hija.
Con un vestuario de época y una escenografía realista pero muy despojada, el tiempo se marca con un preciso diseño sonoro que remonta a un Buenos Aires profundo. Muy efectivo el papel del coro, dos actrices y dos actores vestidos por igual de negro, que interviene la escena como “las voces” opinadoras del afuera. Después de todo, si la tradición se respeta o se trastoca, era cuestión de mujeres.
El Reñidero.
Autor: Sergio De Cecco. Versión: Antonio Leiva y A.M.R. de Bergel. Intérpretes: Yamila Gallione, Javier Salas, Tamara Paganini, Omar Ponti, Juan Pablo Rebuffi, Hermes Molaro, Juan Carlos Uccello y Rocío Moragues. Coro: R. Moragues, Érica Ruiz, Enzo Dupré y Cristian Frenczel. Música incidental: Melina Otero. Producción musical: Silvana D’Onofrio. Asistencia coreográfica: Paula Larriqueta. Vestuario: Liliana Palacio. Escenografía: Juan Carlos Pinilla. Luces: Stefany Briones. Dirección: Antonio Leiva. Sala: Empire, Hipólito Yrigoyen 1934. Funciones: sábados, a las 20.30, y desde octubre, a las 20. Duración: 60 minutos.
Asociado desde muy joven a la pregnante figura de Carlos Mathus y, en especial, a La lección de anatomía, el actor y director Antonio Leiva cumple con El reñidero un proyecto totalmente fuera de la órbita de su mentor (murió en 2017), viejo sueño anidado en la adolescencia como espectador de la obra de Sergio De Cecco en 1964.
Inspirada en la Electra de Sófocles, el autor ubicó la tragedia en la brava tribu de los guapos a principios del siglo XX, en el todavía semiurbano barrio de Palermo, entre caudillos conservadores, barones clientelistas y riñas de gallos. A más de medio siglo del estreno, son muchas las lecturas marcadas por el contexto que corrieron bajo el puente: la psicoanalítica, referida a los míticos vínculos entre padre e hija, madre e hijo; la social, por el enfrentamiento entre dos mundos, el de las viejas y nuevas reglas; la política, por la forma de dominación y reclutamiento; la existencial, por la toma de decisiones frente a condiciones impuestas.
El Reñidero
Todos estos abordajes permanecen como capas superpuestas. Pero hay otro, propio del presente, que resuena con fuerza en la versión de Leiva. Aunque sea “al ñudo cuerpearle al destino”, el corazón de la obra no está en el personaje de Orestes, y sus cavilaciones sobre a qué valores someterse, sino en Elena, la hija mayor guardiana de la obediencia y el rigor paterno, y su oposición a Nélida, la madre que desea otra vida no signada por el sometimiento. Esta tensión no se debe a la adaptación del texto sino a la marcación actoral. La crispada Elena interpretada por Yamila Gallione, con una energía por encima del resto, entronizada sobre una tarima circular –la arena de las riñas- en el centro del escenario, es la que marca el ritmo y atrapa toda la atención. Las razones de Nélida (Tamara Paganini, suplantada a veces por Érica Ruiz), su sensualidad y la ternura con el hijo varón, quedan debilitadas frente a la desquiciada obstinación de la hija, una distancia de intensidades, de tonos que, por momentos, satura la representación. Entre ambas, Javier Salas es un Orestes que deambula, intermitente, angustiado por el lugar que le toca en esa encrucijada entre madre e hija.
Con un vestuario de época y una escenografía realista pero muy despojada, el tiempo se marca con un preciso diseño sonoro que remonta a un Buenos Aires profundo. Muy efectivo el papel del coro, dos actrices y dos actores vestidos por igual de negro, que interviene la escena como “las voces” opinadoras del afuera. Después de todo, si la tradición se respeta o se trastoca, era cuestión de mujeres.
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