jueves, 13 de octubre de 2022

EDITORIAL


Un gasto público sin control
Es hora de actuar sobre el desenfrenado gasto en subsidios indiscriminados, abusivo empleo estatal, jubilaciones sin aportes y déficit de empresas del Estado
Más gasto público implica más impuestos, más deuda, más inflación, más crisis, menos crecimiento, menos inversión, menos empleo y más pobreza
La economía argentina se enfrenta hoy a una encrucijada que requiere ser resuelta para poder volver a crecer, crear empleo, reducir la pobreza y frenar el éxodo de argentinos que buscan en otros países lo que hoy no podemos ofrecer como sociedad.
Entre 2003 y 2015, nuestro país ha duplicado su nivel de gasto público, lo que a su vez fue llevando a la creación de impuestos distorsivos, a consumirnos nuestras reservas y, una vez terminadas, exprimimos el crédito interno y externo hasta agotarlo. Finalmente, hemos terminado utilizando la emisión monetaria para seguir financiando el gasto público monstruoso que hemos creado. La inflación exuberante que hoy nos agobia es el resultado final de este proceso decadente y autodestructivo y no habrá alquimia monetaria o cambiaria que la resuelva hasta que no enfrentemos el problema original: el tamaño del Estado. Más gasto implica más impuestos, más distorsiones, más deuda, más inflación, más crisis, menos crecimiento, menos inversión, menos empleo y más pobreza.
La magnitud alcanzada por el gasto público es de proporciones insostenibles para las espaldas del país y constituye un caso asombroso para los estándares de la mayor parte de las democracias consolidadas. Entre 1980 y 2004, el gasto consolidado promedió el 23,3% del PBI, para lentamente comenzar a aumentar y llegar a su pico más elevado –cuándo no– en 2015, en el último año del gobierno de Cristina Kirchner, con el 42%. Con gran esfuerzo, entre 2017 y 2019, se inició un proceso de reducción que lo llevó hasta el 36% en 2019, al cerrarse la presidencia de Mauricio Macri. Nuevamente, habrá que comenzar a reducirlo, en una tarea en la que al final del camino hay que converger a un nivel cercano al 30% del PBI si pretendemos eliminar los impuestos que más distorsionan la actividad económica y, a su vez, alcanzar un superávit fiscal que estabilice la economía y comience a eliminar la inflación.
Es decir que, para crecer, la Argentina no solo debe ordenar sus cuentas fiscales, sino que necesita converger a un nivel de gasto público que pueda ser financiado con impuestos razonables y que sea consistente con su nivel de desarrollo. En la comparación regional con América Latina, nuestro país exhibe un nivel de gasto del 40% versus un mucho más razonable 22%.
El aumento del gasto público se ha concentrado en jubilaciones, subsidios, empleo estatal, planes sociales y en el déficit de las empresas públicas.
El sistema previsional actual gasta alrededor del doble de lo que sería esperable para el nivel de desarrollo y envejecimiento de la población. La “tasa de dependencia”, es decir, la proporción de nuestra población mayor de 65 años con relación a la población total, es de solamente el 12%, contra un 20% en buena parte de los países desarrollados. Sin embargo, la Argentina gasta en jubilaciones un 10% de su PBI, prácticamente el doble de lo que erogan países con una estructura demográfica similar a la nuestra. Y solamente gastan 10% de su PBI en jubilaciones los países con una tasa de dependencia cercana al 20%.
Para corregir este desequilibrio, es fundamental que la Argentina adopte, lo antes posible, una regla de movilidad en línea con la sancionada en diciembre de 2017. Esa movilidad se ajustó a las prácticas internacionales vigentes. Toda propuesta de reforma debe uniformizar la edad de retiro, tanto para mujeres como para los regímenes de excepción. Deben dejar de regir los privilegios actuales y la edad de retiro debería tener en cuenta las tendencias que muestran una extensión notable en la esperanza de vida de nuestros habitantes. La última vez que se revisó la edad de retiro fue en 1993 y, desde entonces, la Argentina ha mejorado su expectativa de vida en tres años. Hacia adelante, deben eliminarse los regímenes de privilegio y los denominados “especiales”, es decir, aquellos que permiten retirarse a edades sustantivamente más bajas que las del régimen general. A su vez, ninguna actividad debería contar con un diferencial en la edad de retiro superior a cinco años respecto de la vigente en el régimen general, y las reglas para otorgar pensiones de fallecimiento deben adecuarse a prácticas internacionales en cuanto a cantidad de beneficiarios y grado de los beneficios. Deben revisarse, además, las pensiones por invalidez otorgadas de manera fraudulenta. Una reforma previsional de este tipo podría bajar el gasto público en cerca de cinco puntos del PBI luego de diez años de vigencia.
Todos los consumidores de servicios públicos deben pagar la tarifa plena por la energía, sin subsidios, salvo los beneficiarios de la tarifa social, adecuadamente administrada por el gobierno nacional en los rubros gas y electricidad, dado que será el que aporte los fondos para solventar esos subsidios. La incorporación creciente de usuarios a la tarifa plena tiene que estar acompañada de la eliminación gradual de las subcategorías domiciliarias a fin de llegar finalmente a una única categoría residencial, con un cargo fijo y otro variable, simplificación que favorecería a los usuarios y a las compañías.
El costo anual del déficit operativo de las empresas públicas totaliza el 1% del PBI. Se debe condicionar la entrega de fondos a esas empresas al cumplimiento de reglas de buena gestión, como la presentación de un plan de reestructuración y eliminación del déficit en un plazo determinado, cuyo eventual incumplimiento genere la suspensión de los subsidios.
El peso de la masa salarial del empleo público consolidado se sitúa en 10% del PBI. Se ha duplicado respecto del porcentaje que esta erogación representaba en los años 90. Los trabajadores públicos representan cerca del 20% de los ocupados en la Argentina. Casi 3,5 millones de personas. Así, el peso del empleo público supera el promedio observado en América Latina y se sitúa solo por debajo de Venezuela en la región.
La cantidad de empleados públicos creció entre 2001 y 2014 casi un 70%. El motor de esa expansión fue el empleo público provincial, que explica el 51% de tal aumento, seguido por los gobiernos locales (32%) y, finalmente, el gobierno nacional (17%). El crecimiento del empleo estatal en las provincias y los municipios tiene su correlato en las cuentas públicas, en las que los salarios explican en promedio la mitad del gasto de esa procedencia.
Para lograr que la proporción de empleo público sobre el total disminuya en el tiempo es necesario congelar su aumento en los niveles actuales y lograr que el empleo privado crezca al 2% anual. Para ello es necesaria una reforma laboral que facilite la contratación de trabajadores.
Si el empleo privado creciera un 2% anual o por encima del 1% del aumento de la población, en diez años la proporción de empleados públicos sobre el total de empleos pasaría desde el 20% actual a un 16,5%. Y, para lograr que baje al 15%, deberían reducirse 300.000 puestos, además del congelamiento propuesto. La base para el saneamiento del empleo público debe ser la prohibición de las distintas jurisdicciones de aumentar sus nóminas por encima de la plantilla vigente al momento de iniciarse el programa. Para aumentar el empleo en seguridad y salud hay que reducir la cantidad de empleados administrativos. No puede haber excepciones para la Nación ni para las provincias ni para los municipios. La manera de hacer cumplir esta norma es a través de la distribución de fondos coparticipables. Si se modifica la ley de coparticipación de Ganancias y/o de IVA, podrían establecerse mecanismos de detracción equivalentes al desvío de gasto en personal de cada una de las provincias respecto de la media nacional.
Es hora de poner manos a la obra y reducir el elefantiásico gasto público antes de que sea demasiado tarde. El país no puede esperar más.

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