Comedia kirchnerista con empanadas de camarón
Jorge Fernández Díaz
Ese viejo cascarrabias con parche y habano que le da una inolvidable lección al joven Spielberg en los epílogos de Los Fabelman es acaso uno de los mayores artistas del siglo XX. Cuando le preguntaron a Orson Welles quiénes era sus tres directores favoritos, respondió sin dudar: “John Ford, John Ford, John Ford”. Para rodar El ciudadano, Welles estudió plano por plano La diligencia; posteriormente, le envió al viejo gruñón un saludo de una gran precisión literaria: dijo que Ford era “un comediante y un poeta”. Varias generaciones de argentinos vieron sus films en Cine de Súper Acción sin saber que eran obras maestras, y luego en cinematecas de prestigio, cuando aquel realizador que se rebajaba autodefiniéndose como un mero “director de películas del oeste” había sido ya descubierto y glorificado por la más excelsa crítica francesa. No hablaremos aquí de su maestría narrativa, épica, pictórica o poética, pero sí de su extraño don de la comedia, que Welles envidiaba y que el cine contemporáneo no logra reproducir acabadamente. Porque no se trataba de un comediante puro y duro ni de un simple parodista, sino de alguien que tocaba cualquier otro género dramático con pinceladas de un humor tierno, contradictorio o socarrón, y cambiaba así la atmósfera y la perspectiva completa de cualquier fábula. Con tantas novelas de detectives que actualmente asaltan las librerías del mundo, solo un autor contemporáneo del género poseía esa misma virtud: Andrea Camilleri. La serie del comisario Montalbano no se hizo célebre por sus tramas ingeniosas, sino por ese humor piadoso, costumbrista, inefable o cruel, basado en su profundo conocimiento de la condición humana, que flota en el ambiente y entra y sale de la pesquisa transformándola. Camilleri era guionista y dramaturgo y la comedia italiana también había ejercido su influencia. En todos los casos hablamos de toques tragicómicos y paradojales que modifican el tono, pero que jamás llegan a los esperpentos chatos del presente, donde triunfan películas densas sin el menor sentido del humor (como si la vida más penosa no lo tuviera) y abundan comedias para descerebrados o cintas involuntariamente humorísticas: es decir, bodrios pretenciosos pero risibles. Rara vez una historia grave se permite la elegancia de una sonrisa. El otro día un abogado español me comentó una escena cinematográfica pero real que le había acontecido hacía muy poco con dos amigos porteños; sentí de inmediato que quien filma desde el cielo a este bendito país posee el don maravilloso de Ford y Camilleri, porque agrega a nuestro océano dramático manchones de comicidad peligrosa. Dos matrimonios se encuentran a cenar y a compartir los pesares de la Argentina: el abogado y su esposa están perplejos frente a la deriva grotesca del peronismo, y sus interlocutores, que son dueños de una empresa familiar, los acompañan en el sentimiento de indignación a lo largo de toda la velada; añaden incluso anécdotas escandalosas y decadentes y datos que causan alarma, y así llegan a los postres y más allá. Con algún whisky encima, los empresarios informan entonces que este año volverán a votar al peronismo. Los españoles abren los ojos como si los hubieran electrocutado, y uno de sus amigos porteños se ataja y le explica que el peronismo es más cómodo para ellos, porque se han amoldado a su praxis, porque aprendieron cómo transar bajo la mesa y porque les permitirá seguir cazando en el zoo; también porque quien venga de la oposición será demasiado exigente, nadie sabe cuánto aguantará en el poder, y cambiar en esas circunstancias da mucha pereza. Los cuatro sonríen por igual y celebran la hilarante incoherencia, pero los visitantes solo lo hacen con los labios y los dientes: los ojos permanecen serios.
El elenco de este gobierno está lleno de personajes que parecen diseñados para expandir catástrofes y sazonarlas con pasos de comedia, y ahoraacabandeincorporaraunnuevo maestro del gag: Antonio Aracre, flamante jefe de asesores del Presidente y hasta hace muy poco CEO de Syngenta. El compañero Aracre, que hizo negocios en el mundo del agro durante décadas y sabe muy bien lo que el kirchnerismo le ha infligido a la gentedecampo,dudabaentreplegarse al shopping de Rodríguez Larreta o refugiarse en el paraíso de Alberto Fernández. Lo ganaron la ansiedad, pero también las convicciones, según le contó a la periodista Cecilia Devanna: agarró viaje con Fernández (más vale pájaro en mano) y lo hizo principalmente por tener “una afinidad intelectual e ideológica progresista” [sic]. Esto es cierto: el kirchnerismo progresivamente nos ha hundido en un foso de 17 millones de pobres, casi cuatro millones de indigentes y 100% de inflación. Habría que aflojar un poco con tanta progresividad, ¿no?
Para solucionar algunos de todos estos problemitas, el asesor que vio la luz propone ahora crear un nuevo impuesto y considera a Cristina Kirchner un “faro dentro de la política”. Entre los empresarios que no quieren cambiar y los que cambian para figurar en el escaparate, este país es un plato. Pero maloliente y de digestión pesada. Sumemos a esto, para contar la película completa, que el “candidato potable” del establishment es el mismísimo ministro de Economía del 6% mensual que ya ha fracasado en toda la línea, y que los sindicalistas multimillonarios de la CGT también lo respaldan, en un acto insólito de traición hacia sus sufridos afiliados y al más elemental sentido común. Podríamos sumar a los funcionarios del FMI, que según el economista Marcos Buscaglia están jugando “fuerte para el peronismo” y que son cómplices del genio de la picaresca Sergio Massa en la construcción de su previsor plan B, que consiste “en dejarle una peligrosa bomba a la siguiente gestión”, echar a correr y ponerse a buen resguardo hasta 2027. El medular análisis no deja lugar a dudas técnicas, y Buscaglia lo decora con una confesión sarcástica: “Si hubiese una marcha en contra del Fondo en los próximos meses, consideraría seriamente asistir a ella. Aunque por distintas razones, allí estaré junto a les compañeres de izquierda”. Si la oposición denuncia este truco siniestro es por supuesto irresponsable e incendiaria, según los “peronistas involuntarios”, que abundan en las zonas intermedias y buenistas, y que corren siempre presurosos en auxilio del partido del poder, en significativa coincidencia con muchos banqueros, que son socios y víctimas de los timos financieros del oficialismo y les ruegan a los opositores que no levanten demasiado la perdiz y se coman la galletita.
En una nación donde ya son pobres dos de cada tres niños y adolescentes, las canastas de pobreza escalaron más que la inflación, el acumulado inflacionario de esta presidencia es de 324% y se acelera la caída de reservas, todos los sectores de la coalición arman una reunión de emergencia en la sede del PJ. Pero no se trata de formar un comité de crisis, sino de ver cómo repartir la torta en los próximos comicios; una vergonzosa comedia de enredos, sobre un fondo de gravedad, donde el catering lo dice todo: los oligarcas de Estado ya no cenan pizza con champagne, sino empanadas de camarón, metáfora más actual y perfecta: envoltorios populares para rellenos que nos salen caros. Como practicar pobrismo para volverse rico; como militar en La Matanza y vivir en Puerto Madero. En ese ágape de barones, en ese mitin de magnates, en ese aquelarre tan risueño, resulta que se acordó centralmente asumir una mentira fatigante: Cristina Kirchner ha sido proscripta. Traduzcamos esto: hay que salvarla de su propio renunciamiento histórico, al parecer vociferado bajo estupor y cólera, y mantenerla en el tablero porque los demás son personajes secundarios y no llenan ni una sala de cinco. Ya lo dijo Hitchcock: “El cine es el arte de llenar butacas”. La política es entonces el arte de juntar porotos, y Máximo, Wado y los demás no juntan ni para una ensalada. Dios, que es argentino pero que siempre me imagino como el entrañable cascarrabias de John Ford, ha montado un drama de proporciones bíblicas, pero también nos da estos toques de comedia que nos salvan de la negrura. Que merecemos
Arman una reunión de emergencia, pero no para resolver la crisis, sino para ver cómo van a repartir la torta
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