jueves, 14 de abril de 2016
HISTORIAS DE VIDA....
A mediados de los 90, Massar Ba se recortaba en el paisaje del Riachuelo como una figurita de brillantina. Carlos Sosa se bajaba del 64 en Caminito y ahí estaba él, enfundado en una túnica de colores, con "los brazos abiertos como Cristo" y una sonrisa radiante, para darle una mano al bajar del colectivo. "¡Hola, amigo!", canturreaba con su barítono africano, y Sosa, que había abrazado la fe evangélica después de años de perdición y café al coñac, creía estar con uno de los Reyes Magos.
El argentino pintaba con el pincel en la boca; el senegalés traía su técnica de arena y "ceniza volcánica". "Sos un chamuyero, Betún -le decía Sosa-. Esa ceniza la sacaste del puesto de choripanes."
Carlos nació con distrofia neuromuscular progresiva. Según el diagnóstico, su discapacidad se debió a una partida defectuosa de anticonceptivos que circuló en los sesenta. A los trece se fue de su casa y vivió en las estaciones del Sarmiento. Se hizo busca y alcohólico, como el viejo. Era, también, un rompebodas: se colaba en fiestas para arruinarlas. Un día se metió en el templo del pastor Giménez y gritó "¡callate, chanta!" en medio de la prédica. Empezó a dormir ahí, en las butacas, y un amanecer vio a cinco viejitos de rodillas, haciendo un "monte de oración". Tuvo una epifanía. "Si existís -le dijo a Dios-, quiero que mis padres no lloren más por mí."
Dejó de tomar, volvió a su pieza familiar en Merlo y pintó un mural de la Cabaña del Tío Tom. Hizo base en Caminito y tiempo después obtuvo una beca suiza para "pintores sin manos".
En el 95 conoció a Massar Ba, que había llegado con una visa de turista tramitada en Dakar. En ese tiempo previo a la gran migración africana, podía caminar días y días por Buenos Aires sin cruzarse con alguien que se le pareciera. Estaba perdido, pero tenía un carisma único. "Conseguía todo lo que se proponía", recuerda Sosa.
Fueron grandes amigos durante una temporada, esas amistades de la calle, fugaces e intensas. Carlos le prestaba el cuarto que alquilaba para dejar las pinturas y el senegalés dormía ahí, en un sillón cirujeado. Al principio se entendían por señas, pero Massar Ba aprendió rápido. "Son una pareja fantástica", les decía el gallego del bar La Perla, y les regalaba café con leche y medialunas del día anterior.
Después de unos meses se perdieron el rastro. Sosa continuó pintando y en la década siguiente fue parte del documental Mundo alas. Massar Ba pasó por distintos trabajos. Dirigió la Casa de África, tuvo una hija, se separó y se convirtió en un cónsul informal, conteniendo a los compatriotas que llegaban tan desorientados como había llegado él, y últimamente enfrentando a la policía en su cruzada contra los vendedores ambulantes.
En el amanecer del 7 de marzo, Massar Ba apareció molido a golpes en una esquina de Montserrat y un día después murió en el hospital Ramos Mejía. El lunes pasado, la colectividad afroporteña y organismos de derechos humanos -que barajan la hipótesis de violencia institucional- marcharon a la Fiscalía 7ª. Pidieron justicia y gritaron la consigna "Basta de violencia racista".
Carlos Sosa se enteró del asesinato ese mismo día, cuando nos encontramos en su casucha-atelier de Caminito para que me contara esta historia.
P. P.
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