Mi mamá fue la última de ¡once hermanos!, todos varones. El dato surgía invariablemente entre el puñado de recuerdos que configuraron nuestra infancia en Banfield. Los otros eran una casa de dos pisos en un pueblito campestre del norte de Alemania, cercano a la frontera con Holanda y a una playa sobre el Atlántico cuyas olas se congelaban en invierno; el orgullo por sus años en el Gymnasium (la escuela secundaria, que a principios del siglo XX era un privilegio infrecuente para las mujeres). Ni ella ni mi papá eran muy dados a revisitar el pasado, tal vez porque se lo habían arrancado de la peor manera cuando, para evitar las atrocidades de la guerra, se vieron forzados a embarcarse hacia un lejano país sudamericano con un par de valijas de cartón y algunos marcos en el bolsillo.
Esa gran casa alborotada de chicos y jóvenes se me hacía como de fantasía. Mi mamá debe haber advertido que cuando volvía a contarnos sobre sus días de juventud me brillaban los ojos al imaginar semejante maravilla, porque se apresuraba a agregar, con un dejo de nostalgia: "Cuando nací, mis padres ya estaban cansados. Fue mi hermano mayor, que me llevaba 20 años, el que se ocupó de mí".
En estos tiempos de familias reducidas a veces se nos escapa el valor de ese vínculo intenso y multifacético que nos une con nuestros hermanos, un hilo de oro que se mantiene inalterable a pesar del tiempo y de la distancia, de los malentendidos y hasta de las naturales diferencias que surgen de experiencias individuales. Con ellos compartimos no sólo una historia común, sino también ese mundo de la memoria que abarca los primeros años de escuela y la construcción de castillos en el arenero de la plaza.
Mi madre trabajó durante una década en una oficina con tanto entusiasmo que probablemente no hubiera optado por la maternidad (una decisión que la llevó a abandonar su empleo) a no ser por la insistencia de mi papá. Nos tuvo a mi hermano y a mí casi "en tiempo de descuento".
Con cuatro años más, mi hermano fue el héroe de mi niñez. Excelente estudiante y lector voraz, no sólo me guió en el camino al universo de los libros, sino que me protegió de sinsabores infantiles y desventuras familiares, y también de mis propias inseguridades. Respaldó cada una de las decisiones que tomé con una lealtad por la que todavía estoy en deuda.
Siempre me había cautivado la idea de una mesa larga rodeada de hijos. Tuve cuatro que hicieron de mi juventud una aventura maravillosa. Verlos crecer, los más chicos aprendiendo de los que los precedían, y los más grandes, supliéndonos, a medida que se sentían fuertes, como maestros y confidentes, o percibir el cariño que los unía y sigue haciéndolo siempre fue y es una fiesta, a pesar de las lógicas y muchas veces abruptas subidas y bajadas en la montaña rusa de sus vidas cotidianas.
Como a muchas mujeres, alguna vez mi primera hija me llevó al borde del ataque de nervios con su inagotable energía. Ella necesitaba desesperadamente un compañero de juegos, pero de su tamaño. Afortunadamente, llegó su hermana. Tras unos días de asombro que no hicieron más que encender su curiosidad, enseguida la convirtió en socia voluntaria (o involuntaria) de sus incipientes tareas escolares y de sus travesuras. Algo que, como una escala musical, se repitió con la llegada del varón y luego de la más pequeña de la familia.
Después crecieron y atravesábamos la ciudad en colectivo para dejar a uno y otro en sus actividades extraescolares, y los pasábamos a recoger para volver a casa, cansados pero estimulados por nuevas vivencias. A veces, cuando tenía que entregar una nota, los llevaba al edificio de mi trabajo. Allí me esperaban sentados en un rincón, como una pequeña tribu, adelantando los deberes del día siguiente.
En esas épocas pensábamos que siempre tendríamos la mesa rodeada de la algarabía de los cuatro críos, pero el flujo de la vida es inexorable. Ahora, algunos faltan por exigencias laborales, otros por compromisos sociales, y hasta hay uno que vive del otro lado del Atlántico. Entonces y ahora, estoy segura, hubo confesiones, desdichas y alegrías de las que fuimos excluidos, porque sólo se comentan entre ellos.
Por eso, cuando escucho hablar sobre las dificultades que presenta la crianza del "hijo único", especialmente en la gran ciudad, me permito sugerir la solución más amorosa y resistente al paso del tiempo: hermanos.
N. B.
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