Muchos argentinos que trabajan tienen representación y son visibles.
Los docentes, los camioneros, algunos empleados de comercio, los bancarios y varios trabajadores más tienen trabajo formal; esto es, junto con el recibo de sueldo acceden a la obra social, los beneficios sindicales, las vacaciones pagas y la futura jubilación.
Los trabajadores formales tienen seguridad social y, en estos años, han peleado aumentos salariales cabeza a cabeza con la inflación. En el mejor de los casos, los que trabajan en esas condiciones son cerca del 60% de los trabajadores argentinos.
El resto la tiene diferente y bastante más complicada: los que tienen trabajo no registrado, los que hacen changas, los que están en planes sociales y los desocupados no tienen representación, vienen perdiendo hace bastante frente a la inflación y casi nadie los ve.
Además tienen un problemón con el acceso al crédito, ya que al no estar registrados terminan tomando crédito a tasas altísimas y muchas veces viven sobreendeudados.
Esta Argentina invisible la conforman los que todos los días van a trabajar a un lugar y, como no están registrados, viven siempre en la precariedad del que está “en negro” y no tiene aportes ni muchas condiciones para pelear su salario.
Pero esto, el trabajo no registrado, es sólo una parte del problema. Los cuentapropistas, los que la llevan como pueden buscando enganchar alguna changa, sobretodo por el lado de la construcción y el textil, son muchos más y son los que hoy están más complicados en nuestro país.
El universo de las changas representa a más de 1/3 de los que trabajan en los grandes centros urbanos (Conurbano Bonaerense, Rosario, Córdoba, Mar del Plata, La Plata, etc.) y está asociado a dos cosas: el consumo interno y el volumen de trabajo que haya en la construcción y el textil.
Cuando la clase media se achica, las changas caen fuerte y el resultado es un montón de gente dando vuelta sin nada que hacer. Es el paisaje que han mostrado los grandes centros urbanos en los últimos tiempos.
La Argentina es un país de complementos: el que tiene un plan social además hace changas y, así, complementa su ingreso; el remisero además hace algún otro laburito el fin de semana y así también complementa su ingreso.
El problema es que cuando hay un parate generalizado, estos sectores no tienen cómo complementar su ingreso y, como no tienen sindicato que los defienda ni paritarias, la caída es proporcional a la falta de visibilidad y a la falta de políticas públicas que los contemplen.
Varios movimientos sociales van intentando agrupar al mundo de la informalidad laboral, las centrales sindicales empiezan a interactuar con el mundo del trabajo precario, de hecho ha crecido la capacidad de movilización de estos sectores, pero aún así siguen estando muy afuera de la agenda de debate cuando se habla del mundo de los “trabajadores”.
Así y todo, no son los que están peor.
El universo de la pobreza estructural (los argentinos que no tienen las condiciones mínimas de vivienda y que reproducen las condiciones de pobreza de sus padres y sus abuelos) la tiene más complicada aún cuando el Estado transfiere dinero a través de planes sociales a más de 9 millones de personas todos los meses.
Para completar el panorama de la Argentina invisible tenemos que incorporar a los que trabajan en condiciones de casi esclavitud porque viven donde trabajan y se enfrentan a situaciones más cercanas a la trata de personas que a las reglas del mercado laboral. Es una situación que involucra estadísticamente a poca gente pero que está creciendo de manera constante.
En definitiva, los trabajadores no registrados, los que hacen changas, los que tienen planes sociales y los que buscan trabajo y no encuentran forman parte de una gran masa silenciosa e invisible de argentinos a los que casi nadie representa y a los que casi nadie reconoce como lo que son: trabajadores.
Como es evidente que el mundo del trabajo cambió mucho en nuestro país en los últimos años y va a volver a cambiar mucho de aquí para adelante, se nos presenta como sociedad el desafío de dar lugar a quienes hoy casi no lo tienen.
El INDEC ya reorganizado le pone números al problema: más de 9% de desocupación, más de 11% de subocupación (gente que trabaje menos horas de las que necesita para completar sus gastos), casi 20% de desocupación en los jóvenes y la certeza de que las mujeres la tienen mucho más complicada que los hombres en el mercado laboral.
Para adelante, el cambio tecnológico nos va agregar más desafíos. Ese proceso es inevitable y va a complejizar el problema en un país en el que la mitad de los jóvenes no completan la escuela secundaria y en el que las actividades más atractivas para los inversores no son las que generan mano de obra masiva.
Es evidente que tenemos que definir una política de Estado para los próximos 20 años que marque hacia qué mundo del trabajo vamos en Argentina.
Esto es, tener en claro cuáles son las áreas en las que somos muy competitivos en un mundo globalizado, pero también definir qué sectores productivos deben ser protegidos (especialmente porque incorporan a jóvenes y a mujeres) y qué trabajo deberemos crear para incorporar a los argentinos que hoy viven en condiciones más cercanas a las del siglo XIX que a las del siglo XXI.
Nuestro retraso es, a la vez, nuestra oportunidad: hace falta tanta infraestructura básica, tantas viviendas, veredas, cloacas, servicios básicos, que tenemos la posibilidad de generar “keynesianismo de pico y pala” como una salida para promover inclusión social en el corto plazo.
Se podrían agregar tres acuerdos básicos que sirvan como pilares para reconstruir el mundo del trabajo: a) todos los chicos tienen que terminar la escuela secundaria con calidad; b) no se puede vender droga en los barrios; c) no se pueden promover créditos usurarios que terminan sobreendeudando a gran parte de las familias argentinas.
Del mismo modo que otras generaciones de nuestro país tuvieron la tarea de incorporar a los “invisibles” de su tiempo, nuestra generación tiene la misión de incorporar a los trabajadores que casi nadie ve.
D. A.
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