sábado, 29 de octubre de 2016

Y TAMBIÉN ERAN HUMANOS


Meses atrás, más allá de los misterios que introduce el hecho de que en la época se utilizaran distintos calendarios se cumplieron 400 años de las muertes, entre abril y mayo de 1616, del bardo inglés,
William Shakespeare, y del "manco de Lepanto", don Miguel de Cervantes. Se rinde homenaje a sus obras universales, pero pocas veces se recuerdan las condiciones en que trabajaron, un rasgo que los hace aún más monumentales.
En Orwell's Cough. Diagnosing the Medical Maladies & Last Gasps of the Great Writers(algo así como "La tos de Orwell. Diagnosticando las enfermedades físicas y los últimos jadeos de los grandes escritores", Oneworld, 2012), el infectólogo norteamericano John Ross se embarca en una interesantísima investigación reversa para reconstruir la historia clínica de estos creadores a partir de evidencias halladas en sus propias obras y en (unos pocos) testimonios históricos.
Shakespeare es su primer "paciente". Poniendo a un lado la controversia sobre su verdadera identidad, el portentoso William dejó pocas pistas sobre su vida, pero según Ross hay indicios de que escribió gran parte de su producción bajo el influjo de la sífilis y de los primitivos tratamientos que se empleaban en la época para intentar curarlos.
Una de las evidencias que toma en cuenta este Sherlock Holmes de la medicina es la distorsión de la letra y la firma del autor de Romeo y Julieta, que se hicieron más temblorosas hacia el final de su vida, empeorando gradualmente desde los 36 años, cuando escribio? Hamlet, hasta su muerte, a los 52. Ross la atribuye al envenenamiento con mercurio, que se había transformado en el tratamiento de rutina a fines del siglo XVI.
En esos tiempos, en la Inglaterra isabelina se sometía a los enfermos a baños calientes en tinas cerradas en las que se disolvía mercurio en polvo y vinagre, y cuyos vapores pestilentes debían aspirar. Con el tiempo (tal como le ocurrió más tarde a Newton, del que también se sospecha que se intoxicó con mercurio durante sus experimentos de alquimia y que padeció paranoia, insomnio y aislamiento social), se supone que Shakespeare sufrió temblor, gingivitis y una constelación de cambios de la personalidad, entre otras dolencias.
Cervantes, por su parte, además de padecer las penurias del buscavidas, no estuvo exento de las miserias del cuerpo. Con innumerables heridas de guerra y privado de su mano izquierda después de que un disparo de arcabuz se la destrozara en la batalla de Lepanto contra las tropas turcas, tras una existencia transcurrida mayormente en la sordidez, que no excluyó el cautiverio en Argel y estancias en la Cárcel Real de Sevilla, emprendió la escritura de El ingenioso hidalgo Don Quixote de la Mancha un par de años antes de morir.

En sus propios textos quedan algunos rastros sobre su deteriorada salud en esa época. Como menciona Sebastián Juan Arbó en su elegíaca, novelesca (y discutida) biografía (Cervantes, Editorial Noguer, 1956), en sus Novelas ejemplares se describe como "de rostro aguileño, de cabello castaño, frente lisa y desembarazada, de alegres ojos y de nariz corva, aunque bien proporcionada, las barbas de plata, que no ha veinte años que fueron de oro, los bigotes grandes, la boca pequeña, los dientes no crecidos, porque no tiene sino seis, y mal acondicionados y peor puestos, porque no tienen correspondencia los unos con los otros".
Cuando llega el mes de abril de 1616, cuenta Arbó, Cervantes ya no puede levantarse. El 2 de ese mes se dirige a la Orden Tercera de San Francico, en la que habían entrado antes su esposa y su hermana. Estaba tan postrado, que la ceremonia de ingreso se celebraría con él en cama. Escribiría el prólogo a su último libro, Los trabajos de Persiles y Segismunda, el día después de haber pedido la extremaunción.
Según sostuvo Ángel Rodríguez Cabezas durante las jornadas de la Asociación Española de Médicos Escritores y Artistas, realizadas hace algunos años en Málaga, y que tuvieron por tema "Cervantes y los médicos", éste fue tartamudo durante toda su vida, contrajo el paludismo y, a juzgar por su polidipsia (necesidad de beber líquidos con frecuencia), habría muerto de diabetes. Es decir, de una de sus complicaciones, la insuficiencia cardíaca.
Hasta nuestros ídolos más reverenciados tienen su lado B. Es el que los hace más genuinamente humanos.

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