sábado, 22 de octubre de 2016

HABÍA UNA VEZ.....


Encontré la colcha haciendo orden en el placar donde guardo la ropa de cama. Entre sábanas en uso, mantas viejas y almohadas de distintas épocas apareció inesperadamente esa tela de hilo blanco sobre la que mi abuela había bordado pequeños ramilletes de flores. Me había olvidado de que estaba en el placar y la encontré mientras buscaba otra cosa, como suele suceder. Hace años, cuando alguien de la familia me la entregó, la había probado en mi cama con la ilusión de poder ponerla en uso, pero me pareció que no quedaba bien.
 Ahora el azar me daba otra oportunidad y aunque no iba a usarla por el momento, porque es una colcha de verano, quise volver a probarla y la extendí sobre las mantas. Ver esa superficie blanca y los estallidos de color de las flores bordadas fue como volver a ver mi abuela. Ya no era mi dormitorio, de pronto estaba en el suyo. Su cama, el juego completo de estilo provenzal -la cómoda, el placar, las mesitas de noche, hasta el espejo con sus flores labradas sobre el marco-, los ejercicios que ella hacía cada mañana al pie de la cama, apenas apoyaba un pie sobre el piso de madera, y que me mostraba con una sonrisa pícara cuando yo me quedaba a dormir.
La colcha fue mi modesta magdalena de Proust, aunque no hubiera aromas. Me dio tanta emoción que tuve el gesto casi automático de buscar el celular para sacarle una foto y mandársela a ?. Me demoré unos segundos. De pronto me di cuenta de que ya casi no sabía con quién compartir ese recuerdo. ¿Quién, que estuviera vivo, se acordaría de esa preciosura bordada por mi abuela en 1930 para su propio ajuar de matrimonio? Tal vez sucede que no tuve hermanas y los varones suelen ser menos propensos a las delicadezas de las flores o a los detalles de las fechas, los ajuares y las bodas.



Pero lo cierto es que me acordé de Philip Roth, del desolado Philip Roth de Elegía. "La vejez no es una enfermedad, es una masacre", dice el narrador mientras mira una foto familiar en la que constata que casi no ha quedado nadie.

Hay un punto en la vida en que uno entiende que aunque ese momento todavía esté lejos, ya nos encaminamos a ser los próximos. Como si el tiempo fuese una cinta transportadora en la que los que van atrás ven caer al vacío a los que van adelante. En mi caso, no es que ya no quede nadie, pero sí que vamos siendo menos y empezamos a quedar primeros en la línea. Y si pude eludir la sombría lucidez de ese Roth que se empeña en nombrar lo innombrable fue porque encontré una puerta de escape, tal vez a la manera de Sherezade. No es que ya no ha quedado nadie, pero sí que somos menos. Ya casi no hay tíos y ningún abuelo. También nos vamos quedando sin padres. Ahora somos nosotros los grandes. De eso se trata. Ya no hay tantas voces memoriosas que en una Nochebuena o un cumpleaños o en la mesa del domingo nos regalen las anécdotas que tejieron nuestra primera leyenda personal.



Hoy, en las reuniones familiares hay otros más pequeños que nos miran esperando que sigamos con el cuento. Soy yo ahora la que les recuerdo a mis hijos el relato de su vida en simples anécdotas de sobremesa o a través de las páginas en las que anoté perlas de sus primeros años. Somos nosotros los que hacemos reír a los más chicos con los juegos con los que los abuelos nos hicieron reír en la infancia, en un caballito gris la nena se va a París. Soy yo la que les cuenta a los sobrinos más chicos el cuento de la buena pipa o les hace cosquillitas en el cuello después del "kikiriki".
Hay algo del sinfín de la vida que parece que se fuera a perder y sin embargo siempre se recicla y se renueva. Mi prima Eugenia rescató en un libro maravilloso que más de un editor envidiaría un acervo familiar hecho de recetas y de historias. Es un libro álbum casero hermosamente ilustrado con un collage de papeles y fotos y dibujos en lápiz de acuarelas.



 Lo hizo para su hijo que es chef y está viviendo en Australia. En cada página, entre medidas, ingredientes, poemas ad hoc como la "Oda al tomate", de Neruda o fragmentos de textos de Da Vinci, intercaló datos, anécdotas, recuerdos: "Esta receta me la enseñó la tía Alicia, no sé si te acordás de ella pero es la tía que ?"; "una de las cosas que más me gustaba cuando era chica era el sándwich de peceto que nos preparaba mamá e ir a comerlo en mi rama, en el nogal que estaba en el jardín"; "Mi comida favorita de chica eran los ñoquis a la romana". Apuntes para una cocina memoriosa. De eso tal vez me di cuenta al recobrar la colcha que bordó mi abuela. Ahora somos nosotros los guardianes del templo.
C. A 

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