Días pasados se celebró el Día de los Enamorados. Deberíamos decir mejor "de los que aman". Porque no debe haber nada más diferente del enamoramiento que el verdadero amor. Y, sin embargo, no existiría este sin aquel.
Paradojas a las que la vida nos tiene habituados. Pero persistimos en el equívoco y creemos que el amor se termina justo cuando, en realidad, no ha hecho sino comenzar.
Muchos amores parecen marchitarse cuando el romance y la efervescencia son reemplazados por algo que, tal vez por una súbita flaqueza semántica, llamamos rutina. ¿Acaso dejaríamos de amar a un hermano o a un amigo porque las entrañables sobremesas de los domingos han sido más o menos iguales durante las últimas tres o cuatro décadas?
No se confundan. El amor es lo más rutinario que existe, y esa es una de sus mayores virtudes. En la pavorosa soledad de la existencia, ¿qué puede ser más indispensable que esa sonrisa de cada mañana, ese desayuno que podríamos preparar con los ojos cerrados, ese infaltable abrazo en los días fastos y en los nefastos? No se confundan, todo ese amor abrasador y desesperado del principio solo sirve para encandilarnos y permitirnos apostar por alguien que no tenemos ni la más remota idea de quién es, qué es, cómo es. Cuando el amor verdadero llegue, si es que llega, sus defectos nos causarán ternura, sus virtudes nos harán admirarlo, y podremos decirnos, mirándonos fijamente al espejo, que entre todos los seres humanos de este mundo volveríamos a elegirlo. ¿Cómo podremos saberlo? Porque el corazón sabe. De ciego no tiene nada.
En otros casos, cuando los arrebatos del enamoramiento se agostan, debido a tanto y tan feroz ardor, le endosamos la ruptura a que uno o ambos han cambiado. Ya no somos los mismos. Ya no sos la persona que conocí. Bueno, permítanme darles una noticia. Si después de 10 o 20 años ninguno de los dos ha cambiado, algo anda realmente muy mal ahí. No solo porque (anoten) la vida nos transforma, sino porque es inevitable que dos personas que pasan mucho tiempo juntas (y que se supone que se quieren) no originen alguna clase de metamorfosis mutua. "No hay que tratar de cambiar al otro, hay que aceptarlo como es", nos previenen. Está muy bien. Pero sueña a tu lado -¿qué mayor entrega que esa?-, te ha visto triunfar y fracasar, conoce cada gesto, hasta ese imperceptible pero significativo ceño que nadie más notaría, te reconoce hasta por el ruido de tus pasos; y viceversa, por supuesto. ¿De verdad se espera que no influyan el uno sobre el otro? No. Es el amor verdadero, si acaso llega, el que te hará aceptar al otro como es. Para entonces ninguno será el mismo. Más paradojas.
El deseo, desde luego, es también un pretexto perfecto para estigmatizar una relación que, tal vez, está mucho más bendecida por el amor de lo que la tórrida mística nos quiere hacer creer. De verdad, no hay que estar mirando el amperímetro del tálamo, sino, en todo caso, el de la charla y la risa. El deseo es tan fácil de despertar como de adormecer. Pero traen de reírse juntos, si no les sale espontáneamente. O traten de no charlar, si es lo que les sale. He ahí una verdadera prueba de amor.
Desearse, enamorarse, echarse de menos. Todo eso es fácil. La auténtica hazaña está allá adelante, cuando a Cupido se le caiga la venda (que Piero della Francesca sabiamente pintó sobre los ojos del antojadizo arquero) y descubramos que amamos a una persona real. Hermosa, pero no infalible. Con un inagotable sentido del humor, pero bastante testaruda y cascarrabias (sí, sí, todo eso junto). Buena como el pan, pero a la que no le gusta mucho salir (o a la que le gusta demasiado).
Todos nos sentimos triunfantes cuando la persona que nos gusta nos da el sí. Pero la victoria genuina llega el día en que, con todo y los sinsabores, los traspiés y las malas épocas, nos damos cuenta de que ya no somos tan solo un par de enamorados. El amor y los años nos han hecho parientes. Somos familia.
A. T.
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