Debemos encarar un debate profundo: ni gatillo fácil, ni mano dura, ni puerta giratoria, ni subvertir derechos transformando en víctimas a los victimarios
El procesamiento y embargo judicial al policía Luis Chocobar por haber matado a uno de los ladrones que apuñalaron al turista norteamericano Frank Wolek en La Boca, en diciembre último, reabrió una polémica de vieja data nunca zanjada en nuestra sociedad: cuál es el lugar que queremos que tengan nuestras fuerzas de seguridad y hasta dónde puede llegar la discrecionalidad de un juez a la hora no solo de condenar, sino también de prevenir posibles delitos.
Chocobar fue procesado por homicidio agravado por exceso de legítima defensa por el juez titular del Juzgado de Menores Nº 1, Enrique Velázquez, quien también le dictó a aquel un embargo por 400.000 pesos. La historia es conocida: el turista paseaba cerca de Caminito con su equipo fotográfico. Dos jóvenes, uno de 18 años y otro menor de edad, quisieron robárselo. El hombre se resistió y recibió diez puñaladas: una de ellas, en el corazón.
Chocobar, quien en realidad actuó en ejercicio de su deber de agente policial a pesar de que estaba fuera de servicio, vio lo que ocurría e intercedió. Alertó a los delincuentes de su presencia y estos empezaron a escapar. El policía dio la voz de alto, la que fue desoída, por lo que disparó e hirió a uno de ellos. Más tarde, el delincuente falleció.
Según Chocobar, actuó "cuidando la vida de terceros" y resguardando la suya. Según el juez Velázquez, el policía repelió una agresión ilegítima utilizando "un medio racional de una manera desproporcionada".
Como derivación de este caso policial, en el que Wolek fue salvado providencialmente por médicos del Hospital Argerich, el presidente Macri recibió a Chocobar para felicitarlo por su proceder. En cambio, algunas organizaciones vinculadas con los derechos humanos y con la lucha contra la represión policial y parte de la Justicia criticaron ese apoyo político. Sin dudas, fue una señal clara del Gobierno hacia el falso garantismo de algunos jueces que privilegian los derechos de los victimarios por sobre los de las víctimas. Velázquez es conocido por varias imputaciones en su contra, pero especialmente porque liberó al asesino del niño Brian Aguinaco, de 14 años, permitiendo que el atacante, de la misma edad que la víctima, fuera expulsado a Perú. La familia Aguinaco denunció que el delincuente menor de edad volvió libremente a nuestro país. Ese caso, ocurrido en diciembre de 2016 y que conmovió al país, agitó las aguas de otro de los debates espasmódicos en nuestra sociedad: la necesidad o no de bajar la ley de imputabilidad penal.
Precisamente, uno de los asaltantes de Wolek era menor de edad y había dejado el mismo día del ataque el instituto correccional donde estaba alojado. Fue a buscar a quien después se convertiría en su cómplice para volver a delinquir, según reconoce la propia madre del joven fallecido. Está muy lejos de ser el único caso de reincidencia en el delito o de beneficiarios de salidas de la cárcel que, en ese ínterin, vuelven a delinquir.
Un caso similar al de Chocobar ocurrió en septiembre de 2016. El médico cirujano Lino Villar Cataldo mató al ladrón Ricardo Krabler cuando pretendió robarle el auto, en San Martín. Villar Cataldo irá a juicio por homicidio agravado. Cuando ocurrió ese hecho, las autoridades también defendieron a quien entendieron que actuó en legítima defensa frente a su agresor.
El secuestro y asesinato del joven Axel Blumberg, en 2004, fue un hecho clave para el endurecimiento de penas. La inseguridad arreciaba aquel año. Decenas de miles de personas reclamaron en las calles que el Congreso diera una respuesta. Y la dio. Pero la inseguridad no se detuvo. Creció tanto como un tipo de garantismo rayano en el abolicionismo.
La historia penduló especialmente desde entonces entre quienes reclaman mano dura y quienes aplican ese abolicionismo tan injusto como irritante Si todos somos iguales ante la ley, ¿por qué los victimarios deberían tener mayores derechos y garantías que las víctimas? ¿Qué habría pasado si Chocobar, en vez de intervenir dando la voz de alto, hubiese seguido de largo, total no estaba de servicio? ¿No estaríamos acusándolo de incumplimiento de los deberes de funcionario público? ¿Cuál es el mensaje que reciben de una parte de la Justicia las fuerzas de seguridad respecto de interceder o no en un hecho delictivo?
A fines del año pasado, la jueza en lo Contencioso de la Capital Patricia López Vergara prohibió que las fuerzas de seguridad fueran armadas o que, incluso, usasen gases lacrimógenos durante la marcha que diversas organizaciones piqueteras y políticas realizaron en los alrededores del Congreso contra la reforma previsional. ¿Cómo podía saber de antemano esa jueza que allí no se iba a cometer ningún delito grave? ¿Acaso no fue gravísimo haber dejado desarmada a la policía porteña, que soportó el artero y sangriento ataque de una horda de inadaptados que la apedreó durante horas y horas? ¿Deben pensar esos policías que su misión es poner el cuerpo sin más ante la arremetida brutal de los delincuentes? ¿Cuál es el mensaje que da la Justicia cuando libera a todos los detenidos apenas pasadas unas horas de los ataques? ¿Esta decisión no deja desamparadas a las personas que se encontraban en el lugar o que pasaban por allí? Estaban filmados por decenas de cámaras de seguridad, de equipos televisivos y hasta de celulares cometiendo todo tipo de atropellos y avasallamientos, pero, al parecer, esas pruebas no alcanzaban, mientras el proceder de Chocobar fue y es examinado con el mayor rigor.
Suenan muy grandilocuentes, muy esmeradamente sentenciosas las voces que se alzaron en las últimas horas contra el gatillo fácil a partir del caso Chocobar, aun ni cuando el polémico juez de la causa lo consideró tal. Pareciera que esos gruñidos tuviesen como finalidad última cancelarles definitivamente la razón de ser a las fuerzas de seguridad. No se trata de justificar lo injustificable -y el gatillo fácil, de haber existido, lo es-, sino de definir de manera clara en qué tipo de sociedad queremos vivir. En otros países, las marchas no violentan los derechos de otros grupos de personas que no participan de determinados reclamos. El uso del espacio público está rigurosamente regulado y las leyes se cumplen. La autoridad está para controlar el orden y que todos puedan expresarse y circular libremente. En el nuestro, en cambio, nos encontramos con policías que tienen protocolos que no se aplican porque las autoridades políticas de quienes dependen temen ejercer la autoridad que les ha sido conferida. Y porque hay jueces propensos a diluir y no hacer cumplir la ley con el falaz e ideologizado argumento de no "estigmatizar" al delincuente y de "no criminalizar la protesta".
Debemos dar un debate serio sobre cuál debe ser el proceder de las fuerzas de seguridad en cada uno de los casos que se le presenten y respetarlas como la autoridad que son. Tenemos que cuestionarnos cuál es el bien que hacen al conjunto de la sociedad los jueces que alegremente devuelven a la calle a violentos reincidentes, ladrones, violadores y asesinos a pesar de que recibieron estudios médicos, psicológicos y sociales que lo desaconsejan firmemente. Tenemos que definir dónde queremos poner el foco. Ni gatillo fácil, ni mano dura, ni puerta giratoria, ni ninguna muletilla de las que han impedido e impiden avanzar hacia una solución legal, equilibrada y justa.
Si no encaramos de manera decidida ese debate, todo lo demás seguirá siendo un chisporroteo dialéctico coyuntural entre políticos, jueces y personas de a pie, mientras la violencia se adueña de las calles y se siguen perdiendo vidas.
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