La biblioteca está dividida -como ocurre con casi todas las áreas de la economía-, cuando se habla de la velocidad del endeudamiento del sector público en los dos últimos años desde un punto de partida extremadamente bajo.
Esta disparidad de opiniones a favor y en contra tuvo otro capítulo en la previa de la reunión de ministros y presidentes de bancos centrales del G-20 en Buenos Aires. En el reportaje de hace una semana, la directora gerente del FMI (y flamante simpatizante de River), Christine Lagarde, elogió el gradualismo de Mauricio Macri y sostuvo que no veía a la deuda argentina como un asunto para preocuparse, ya que buena parte está en pesos y en manos del propio sector público, a la vez que en moneda extranjera con acreedores privados alcanza a 35% del PBI y no implica una carga demasiado pesada para la economía. Por su lado, en la misma edición, el presidente del Banco Central, Federico Sturzenegger, coincidió en que la deuda es "bajísima" y tampoco le preocupa.
Simultáneamente, un informe de la consultora Ecolatina puso de relieve que entre fines de 2015 y de 2017, la deuda pública "relevante" (como porcentaje de exportaciones y PBI) casi se duplicó al pasar de US$ 85.000 millones a poco más de US$ 150.000 millones; que alrededor de cuatro quintas partes de ese total está en moneda extranjera y que dicha porción registró un salto de 71% en los últimos dos años, cuando se elevó en US$ 52.000 millones (de US$ 73.000 a más de US$ 125.000 millones).
A través de un tuit, el economista Carlos Rodríguez, del CEMA, hizo notar que ese aumento equivale a casi 10 puntos del PBI. Y el ex secretario de Finanzas, Guillermo Nielsen, alimentó el debate al sostener, también por Twitter, que Lagarde "hizo un importante ejercicio de relaciones públicas. Siempre elogian (en el exterior) hasta que la macro revienta. Les recuerdo que Carlos Menem fue el orador principal de la reunión anual (del FMI) de octubre de 1998 cuando éramos campeones del endeudamiento, como ahora y a fines del 2001 éramos la oveja descarriada", completó.
Nielsen calcula que el stock de deuda pública bruta (en pesos y moneda extranjera) totaliza US$ 302.000 millones y equivale al 57% del PBI, sin incluir pasivos contingentes (como juicios ante el Ciadi y obligaciones pendientes de pago). Con ese porcentaje coincide la consultora Eco Go, en una comparación regional con Brasil (83,4%); Uruguay (59.8%); México (53,3%); Colombia (48,5%); Chile y Perú (ambos en torno de 25%).
A su vez, el último informe del Indec sobre balance de pagos revela que en 2017 el sector público incrementó sus pasivos externos en casi US$44.000 millones (37,2% más que en 2016). Este aumento, distribuido entre el Tesoro Nacional y un puñado de provincias y municipios, equivale a un taxímetro que el año anterior sumó U$S 120 millones diarios.
Desde el Palacio de Hacienda replican que buena parte del endeudamiento de 2016 fue contraído para poner fin al default heredado de la administración kirchnerista, cancelar otras deudas pendientes, eliminar las restricciones cambiarias y reinsertar a la Argentina en los mercados financieros internacionales. La única ventaja de la herencia K fue la baja relación deuda/PBI, más por haberse aislado del mundo que por virtud. A partir de entonces el acceso al crédito externo fue clave para evitar un ajuste salvaje del gasto público y financiar la estrategia de gradualismo en la reducción del déficit fiscal.
A esta altura, el debate sobre proyección de la deuda no deja de ser saludable y también necesario ante la aparición de condiciones externas menos favorables.
Si bien a comienzos de año el Gobierno se anticipó a la suba de tasas de interés en los EE.UU. y colocó US$9000 millones (casi un tercio de las necesidades de financiamiento para 2018), el encarecimiento del crédito y la volatilidad en los mercados lo obligaron a anunciar que de ahora en más se financiará con colocaciones en pesos y dólares en el mercado local, demasiado pequeño para compartir con el crédito al sector privado.
Sin embargo, este replanteo no despeja los interrogantes del problema macroeconómico de fondo, que es la coexistencia de déficits "gemelos" (fiscal y externo) en ascenso.
Simultáneamente, un informe de la consultora Ecolatina puso de relieve que entre fines de 2015 y de 2017, la deuda pública "relevante" (como porcentaje de exportaciones y PBI) casi se duplicó al pasar de US$ 85.000 millones a poco más de US$ 150.000 millones; que alrededor de cuatro quintas partes de ese total está en moneda extranjera y que dicha porción registró un salto de 71% en los últimos dos años, cuando se elevó en US$ 52.000 millones (de US$ 73.000 a más de US$ 125.000 millones).
A través de un tuit, el economista Carlos Rodríguez, del CEMA, hizo notar que ese aumento equivale a casi 10 puntos del PBI. Y el ex secretario de Finanzas, Guillermo Nielsen, alimentó el debate al sostener, también por Twitter, que Lagarde "hizo un importante ejercicio de relaciones públicas. Siempre elogian (en el exterior) hasta que la macro revienta. Les recuerdo que Carlos Menem fue el orador principal de la reunión anual (del FMI) de octubre de 1998 cuando éramos campeones del endeudamiento, como ahora y a fines del 2001 éramos la oveja descarriada", completó.
Nielsen calcula que el stock de deuda pública bruta (en pesos y moneda extranjera) totaliza US$ 302.000 millones y equivale al 57% del PBI, sin incluir pasivos contingentes (como juicios ante el Ciadi y obligaciones pendientes de pago). Con ese porcentaje coincide la consultora Eco Go, en una comparación regional con Brasil (83,4%); Uruguay (59.8%); México (53,3%); Colombia (48,5%); Chile y Perú (ambos en torno de 25%).
A su vez, el último informe del Indec sobre balance de pagos revela que en 2017 el sector público incrementó sus pasivos externos en casi US$44.000 millones (37,2% más que en 2016). Este aumento, distribuido entre el Tesoro Nacional y un puñado de provincias y municipios, equivale a un taxímetro que el año anterior sumó U$S 120 millones diarios.
Desde el Palacio de Hacienda replican que buena parte del endeudamiento de 2016 fue contraído para poner fin al default heredado de la administración kirchnerista, cancelar otras deudas pendientes, eliminar las restricciones cambiarias y reinsertar a la Argentina en los mercados financieros internacionales. La única ventaja de la herencia K fue la baja relación deuda/PBI, más por haberse aislado del mundo que por virtud. A partir de entonces el acceso al crédito externo fue clave para evitar un ajuste salvaje del gasto público y financiar la estrategia de gradualismo en la reducción del déficit fiscal.
A esta altura, el debate sobre proyección de la deuda no deja de ser saludable y también necesario ante la aparición de condiciones externas menos favorables.
Si bien a comienzos de año el Gobierno se anticipó a la suba de tasas de interés en los EE.UU. y colocó US$9000 millones (casi un tercio de las necesidades de financiamiento para 2018), el encarecimiento del crédito y la volatilidad en los mercados lo obligaron a anunciar que de ahora en más se financiará con colocaciones en pesos y dólares en el mercado local, demasiado pequeño para compartir con el crédito al sector privado.
Sin embargo, este replanteo no despeja los interrogantes del problema macroeconómico de fondo, que es la coexistencia de déficits "gemelos" (fiscal y externo) en ascenso.
El gradualismo fiscal implica más endeudamiento. Si bien el equipo económico fijó metas decrecientes para el déficit primario (sin intereses de la deuda), a razón de un punto de PBI por año, lo que se ahorra en subsidios estatales a cambio de mayores tarifas se gasta con creces en intereses cuyo pago en 2017 representó 2,3% del PBI. A su vez, el crecimiento de la economía eleva el déficit comercial, ya que las importaciones subieron mucho más (19,6%) que las exportaciones (0,9%) con un dólar barato.
Para no agudizar el deterioro de las cuentas fiscales y externas, el Gobierno adoptó algunas precauciones. Por lo pronto, en febrero levantó el pie del acelerador sobre el gasto público, pese a que mejoró la recaudación tributaria. Y si bien oxigenó el tipo de cambio (con una devaluación de 15% desde diciembre), el Banco Central debió intervenir este mes en el mercado (con más de US$1600 millones) para moderar la suba y su impacto sobre la inflación, aunque no sobre la demanda de divisas (atesoramiento o viajes al exterior).
De todos modos, con el actual esquema económico el cumplimiento de las metas fiscales y de estabilización del endeudamiento dependen del crecimiento del PBI y éste de una mejora en la competitividad de la economía sobre la base de mayores inversiones, por bajas de costos más que por incentivos o "anabólicos" estatales a sectores puntuales. Pero tanto la reducción progresiva de la presión tributaria (en un sendero de 4/5 años), como el "shock de infraestructura" para bajar costos (logísticos, energéticos) a mediano plazo impactan en las cuentas fiscales y obligan a fijar prioridades explícitas para el gasto público.
Aquí las señales son contradictorias. Por un lado, la Casa Rosada acaba de crear unidades ejecutoras transitorias (hasta fin de 2019) para el monitoreo de la opinión pública y del programa "El Estado en tu barrio", mientras el gobierno porteño lleva adelante un frenético cambio en veredas y espacios verdes. Por otro, el presupuesto 2018 prevé elevar la inversión en infraestructura a $436.300 millones (3,5% del PBI) desde $269.400 millones (2,6%) en 2017, con un refuerzo de $35.500 millones a través de los contratos de participación público- privada (PPP).
Con el régimen de PPP, el financiamiento, operación y mantenimiento de las obras está a cargo de contratistas privados, que recuperan la inversión (en dólares o en pesos a valor constante) con el cobro de un canon, tarifas o pagos del Tesoro mediante contratos con el Estado de hasta 35 años de plazo. Abarca áreas como energía (transmisión eléctrica); transporte (ferrocarriles de carga); agua y saneamiento (acueductos, plantas potabilizadoras); viviendas sociales; complejos penitenciarios federales y hospitales. Ya están en marcha licitaciones para construir autopistas y rutas troncales seguras; extender el alumbrado público con LED y también la Red de Expresos Regionales (RER) para vincular las líneas ferroviarias suburbanas a través de túneles y estaciones elevadas, cuya primera etapa tiene un costo estimado en US$2300 millones. En este último caso, se trata de una mega inversión para el AMBA que justificaría un mayor debate, ya que el costo deberá ser solventado por los contribuyentes de todo el país. No sólo eso. En un reciente informe de la Auditoría General de la Nación, el ex ministro Jesús Rodríguez (auditor por la UCR), reveló que con el Presupuesto 2018 el Congreso aprobó una partida de $2,1 billones en 52 proyectos de infraestructura por PPP a ejecutarse en los próximos años. Aunque estas inversiones se computan "bajo la línea" y no elevan el gasto en lo inmediato, también significan deuda pública a largo plazo. Y si bien serán utilizadas por futuras generaciones, obligan a debatir y justificar su prioridad en el cortísimo plazo.
N. O.S.
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