No tengo Twitter, pero estuve a punto de tener Facebook . Fue cuando un amigo me dijo que a través de esa red se podía acceder a toda la discografía de un sello alemán especializado en jazz contemporáneo. Fui hasta la computadora y empecé a dar los pasos para abrir una cuenta. Ante las preguntas del sitio, desconfiado y un poco avergonzado de mi propósito, desistí. Sin embargo, algo de mí habrá quedado en los dominios de Mark Zuckerberg. Día por medio, Facebook me envía un mail con listados de gente que quiere ser mi amiga o que, según sus datos, yo podría conocer. Cuando abro ese mail me encuentro con gente que es amiga o conocida mía en la vida real. Me preocupa que mi falta de respuesta pueda hacerlos sentir virtualmente despechados. Pero me dicen que en Facebook a nadie le importa eso, que sobran los amigos y que es la propia máquina la que tira como loca todos esos posibles enlaces. Me alegré de haber abandonado allí, por mi torpeza, apenas un fantasma con mi nombre pero sin rostro.
Ahora Facebook aparece en el centro de un escándalo global. La fuga de datos personales de 50 millones de usuarios estadounidenses fue usada por una consultora para diseñar campañas sucias y estrategias de atracción de voto en favor de la candidatura de Donald Trump. En una cámara oculta que dos periodistas británicos hicieron en la empresa denunciada, Cambridge Analytica, sus directivos se jactan de haber manipulado a los votantes en decenas de elecciones a lo largo del mundo, incluida la Argentina, además de arrogarse una intervención decisiva en el triunfo del actual presidente de los Estados Unidos.
Esto explica muchas cosas. La más obvia parece ser el derrumbe de Hillary Clinton en la recta final de la campaña de 2016 y el ascenso a la Casa Blanca del arrogante magnate: no solo los rusos usaron Facebook para ayudarlo a través de estrategias de intoxicación masiva. Al mismo tiempo, el hecho confirma que vivimos en un mundo dominado por un marketing feroz, basado en la sustracción de la intimidad de millones de personas, que son segmentadas por la big data para luego ser manipuladas desde su costado más vulnerable. Te lo dan gratis, pero se paga caro: se quedan con tus gustos y sentimientos, que cotizan alto, porque a través de ellos se meterán en tu cabeza para manejarte como si fueras un títere.
En su lado oscuro, la revolución tecnológica y el boom de las redes sociales favorecieron lo que podría llamarse la política de las emociones, que alienta el fanatismo y se alimenta de la producción incesante de fake news. En ella no importan los hechos, sino la construcción de una realidad alternativa cimentada en prejuicios y odios viscerales. Putin y Trump son síntomas de esta cultura, que por supuesto trasciende la política e impacta también en el orden personal y social.
El estado de las cosas es fruto del encuentro de dos pulsiones. Por un lado, la necesidad de la gente de comunicarse y expresarse, que desborda muchas veces en un exhibicionismo obsceno fomentado por la naturaleza gratuita y ligera de las redes. Por el otro, la voracidad de Gran Hermano, es decir, de los dueños del poder tecnológico, que lo saben casi todo de nosotros y han empezado -al menos algunos entre ellos- a usar esa información en favor de sus oscuros fines con operaciones sucias que erosionan a las democracias. Orwell puro, aunque lo que el escritor inglés no imaginó es que la gente entregaría su intimidad de modo voluntario y alegremente.
En su lado oscuro, la revolución tecnológica y el boom de las redes sociales favorecieron lo que podría llamarse la política de las emociones, que alienta el fanatismo y se alimenta de la producción incesante de fake news. En ella no importan los hechos, sino la construcción de una realidad alternativa cimentada en prejuicios y odios viscerales. Putin y Trump son síntomas de esta cultura, que por supuesto trasciende la política e impacta también en el orden personal y social.
El estado de las cosas es fruto del encuentro de dos pulsiones. Por un lado, la necesidad de la gente de comunicarse y expresarse, que desborda muchas veces en un exhibicionismo obsceno fomentado por la naturaleza gratuita y ligera de las redes. Por el otro, la voracidad de Gran Hermano, es decir, de los dueños del poder tecnológico, que lo saben casi todo de nosotros y han empezado -al menos algunos entre ellos- a usar esa información en favor de sus oscuros fines con operaciones sucias que erosionan a las democracias. Orwell puro, aunque lo que el escritor inglés no imaginó es que la gente entregaría su intimidad de modo voluntario y alegremente.
Desde otra perspectiva, este episodio es un capítulo más de la crisis de la verdad en la que languidece el periodismo. Las redes sociales, que se han quedado con el grueso de la pauta publicitaria en sociedades que pasan allí buena parte de su tiempo, lo regurgitan todo e igualan una noticia escrita con rigor periodístico y una mentira envenenada lanzada desde las usinas del engaño. Y eso, de nuevo, no es gratis.
No desdeño la tecnología (de hecho, a la música del sello alemán llegué al fin por vía del streaming), pero confieso que su uso indiscriminado me produce una desconfianza instintiva. Como todos los asuntos humanos, siempre ofrece dos caras. Acaso por eso, desde hace rato me propongo pedirle a alguna de mis hijas que borre mi fantasma de Facebook. Por olvido, por falta de tiempo, no lo hago. De todos modos, me digo, para el Gran Hermano que maneja los hilos nadie tiene rostro en Facebook. Los usuarios solo representan una serie de gustos personales, inclinaciones y contactos que son gestionados por los algoritmos con un único fin: vender. A los fantasmas así clasificados es posible venderles muchas cosas. Incluso las mentiras más infames.
H. M. G.
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