Voy a cocinar, será una sopa primordial, necesaria, capital. Empiezo con un caldo claro. Las verduras de gusto, todas. Mucho hinojo, zanahoria, cebolla, ajo, puerro, apio, nabos, un ramo de hierbas atadas y una gallina. Todo a una bajísima cocción. A medio camino le agrego una botella entera de albariño y un pedazo de cáscara de bergamota le da un gusto enigmático, difícil de desentrañar. Le voy limpiando de a ratos con una cuchara grande las impurezas que se arremolinan en la superficie. La verdadera elegancia de un caldo está primero en su sabor y luego en su claridad; traslúcido, desgrasado, transparente.
Mientras, apenas amanece. Sobre el lago calmo vuelan centenares de golondrinas, tan al ras que parece imposible que no toquen el agua. Pero comen pequeños mosquitos que cayeron en vuelo al agua durante la noche. Van y vienen en círculos, me pregunto cómo no se chocan. Durante una hora las observo, quiero ver si alguna toca el agua con las alas. No lo hacen: tienen un entrenamiento asombroso. Migran todos los años desde Canadá, en un largo viaje. ¿Cómo pueden estos pequeñísimos pájaros hacer semejante trayecto, tan desproporcionado a su tamaño, viajando hasta ciento ochenta kilómetros por día?
Entre sus costumbres está la de hormiguear, buscan ciertos nidos de hormigas y se ponen encima abriendo las plumas para que las ocupen. Se cree que es una forma de higiene y que ellas tienen ciertos fluidos que las favorece. La enorme familia de estos pájaros llamados paseriformes son los mas ágiles que existen.
En la Patagonia del sur, el otoño parece llegar antes; ya hay apenas una insinuación de rojos y ocres en los ñires y las lengas en las partes más altas de las montañas.
Así, con el cambio del clima, mi cocido parece estar al tono con la estación. El caldo ya sin la gallina lo clarifico con cuatro claras de huevo que hacen precipitar las impurezas; con un liencillo lo cuelo. Sale afuera para enfriarse, al hacerlo se forma una última capa de grasa en la superficie que es fácil de sacar. La gallina tibia, la desmenuzo en trozos tomando cuidado de quitar la piel y pedazos grasos. Queda de un color ámbar claro. Antes de servirlo con los trozos de gallina, le echaré a cada plato una copita de jerez.
En la Patagonia del sur, el otoño parece llegar antes; ya hay apenas una insinuación de rojos y ocres en los ñires y las lengas en las partes más altas de las montañas.
Así, con el cambio del clima, mi cocido parece estar al tono con la estación. El caldo ya sin la gallina lo clarifico con cuatro claras de huevo que hacen precipitar las impurezas; con un liencillo lo cuelo. Sale afuera para enfriarse, al hacerlo se forma una última capa de grasa en la superficie que es fácil de sacar. La gallina tibia, la desmenuzo en trozos tomando cuidado de quitar la piel y pedazos grasos. Queda de un color ámbar claro. Antes de servirlo con los trozos de gallina, le echaré a cada plato una copita de jerez.
Dispongo la mesa enfrente de la cocina para mis seis invitados, afuera hace frío y los primeros copos de nieve no logran quedar sobre la tierra que está aún caliente del largo verano. Desde mi cocina de leña y mesada central de trabajo veo la mesa puesta; cuando lleguen, voy a ir y venir, sirviendo albariño en las copas universales de Zalto, cortaré jamón crudo con mi antigua fiambrera Berkel de 1909, las tostadas serán de pan negro y el queso, un cheddar estacionado dos años de Lincoln.
Caminar la cocina, como dicen los cocineros franceses, es un hacer que habla de costumbres y conocimientos. Es allí donde se ve el oficio. Un buen cocinero se desplaza entre cacerolas, espátulas, hornallas y cocidos sin esfuerzos, sin apuro. Hay como una organización, un sentido en cada paso para evitar arrebatos. Un aura de paz y de saber para mi hacer de caldos.
F. M.
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