jueves, 24 de mayo de 2018
ABONO, AGUA Y SOL....UN FUERTE Y BELLO ÁRBOL
El chiquilín había armado con su juego de bloques algo así como una aeronave. La exhibía orgulloso a todos los que asistíamos a esa reunión y, previsiblemente, no recibía sino aprobación y beneplácito. Cuando el desfile de solícitos aplaudidores concluyó, noté que se había quedado un poco decepcionado. Era su avión y no le alcanzaba con un "¡qué lindo!"
Así que fui y me senté a su lado en el suelo. Le empecé a hacer preguntas acerca del diseño y, sobre la base de sus respuestas, le fui explicando cómo funcionan las alas. Supongo que hablar de aerodinámica con un chico de 6 años puede sonar exagerado. Pero esperen. Estaba encantado, abría mucho los ojos ante cada descubrimiento, y de este modo fuimos incorporando modificaciones y mejoras. Cuando me reincorporé a la charla adulta, el pequeño ingeniero aeronáutico venía cada cinco minutos a mostrarme otros cambios y a plantearme nuevos interrogantes. (Y esa conversación, admito, me interesaba mucho más que el apolillado debate político que arreciaba allá arriba, en la mesa de los grandes.)
No quiso prestarle atención a la comida, y su madre me arrojó una mirada furibunda. Con algo de razón, creo, porque supe más tarde que esa noche había sido incluso difícil conseguir que se fuera a dormir.
La niñez es un misterio paradójico. Todos la hemos atravesado. Todos, sin embargo, hemos olvidado cómo se siente ser niño. Por algún mecanismo, cuyo origen ignoro, consideramos que ser niño es menos importante que ser adulto. Como si, por ser algo pasajero, la trascendencia de la infancia fuera menor. Les voy a dar una mala noticia: la adultez también es pasajera.
Utilizamos con desparpajo la palabra pueril, que viene del latín puerilis, que a su vez viene de puer, niño. "Es cosa de niños". "Sos un infantil". "Parecés un chico". "Niñerías".
Otra paradoja: ser niño es cualquier cosa menos pueril. Ser niño es algo muy serio; tal vez no haya nada más serio en nuestras vidas.
Es breve la infancia, pero sus efectos perdurarán hasta nuestro último aliento. Es breve, pero su intensidad abruma. La concentración de aquel chiquilín con su aeronave era mucho mayor que la que nosotros, los grandes, solemos conseguir incluso con nuestras aficiones más queridas.
Quizá no somos una tabula rasa al nacer. Pero durante los primeros años, el telar de la vida sienta los hilos más fuertes de nuestra personalidad. Los grandes estamos convencidos de que los chicos se la pasan jugando. No es así. Cada juego, cada risa, incluso cada berrinche y cada conflicto es un punto más de ese lienzo interior en el que, luego, intentaremos pintar nuestra biografía.
Estoy persuadido de que las teorías acerca de la crianza podrían resumirse en un solo principio rector: el niño no se siente niño. Sus asuntos, en apariencia insignificantes, son para él de una importancia formidable. Todo lo que hace es por algo. Todo lo afecta profundamente; está plantando los cimientos de su existencia. Todo suma. O resta. Por eso las experiencias traumáticas son tan catastróficas. Hablo del abuso sexual, sobre todo, pero también del acoso, la soledad y la violencia.
Es improbable que alguna vez me vean discutir con alguien a gritos. Soy muy vehemente, pero rehúyo del altercado, de la polémica airada. Muchos creen que es una fortaleza. Algunos lo toman como una forma de desprecio. Hablo con calma, objeto con argumentos, desentraño sofismas y me permito cambiar de opinión, si el otro demuestra su punto con solidez. Pero no es ni fortaleza ni desprecio. Cuando era muy pequeño, mucho antes de hablar o caminar, mi familia atravesó una larga temporada de discusiones agrias e hirientes. Y el bebé, desde la cuna, generó anticuerpos. En mi lienzo interior un hilo dicta, ineluctable: "Nunca más peleas a gritos".
Miren bien. Somos lo que experimentamos cuando los grandes pensaban que solo éramos unos niños jugando en la vereda.
A. T.
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